sábado, 29 de diciembre de 2012

El juego inolvidable de Armando Ortíz. Tres plomazos en el plato

Parece un cuento fantasioso, el caso es que hubo una época cuando los juegos dominicales de la Liga de Béisbol Profesional de Venezuela empezaban a las once de la mañana, al menos en Caracas, Maracaibo y Barquisimeto. Y más allá en el tiempo se jugaba los 24 y 31 de diciembre. En la actualidad muchos se quejarían porque a esa hora y en esos días todavía duermen. Aquellos tiempos encontraban a todo el mundo despierto hace rato. Habían ido al mercado y venían emocionados a escuchar el juego o se iban al estadio. Esta historia comienza la mañana del domingo 31 de diciembre de 1967. Diego Seguí por los Leones del Caracas. Tom Fisher por los Navegantes del Magallanes. Dadas las rutas que transitaba cada equipo, el análisis inicial del encuentro indicaba que el Caracas debía imponerse con relativa facilidad. Fisher tenía marca de 2-6 y efectividad de 4.06 con los Tiburones de La Guaira. Seguí había ganado sus primeras 8 decisiones. Magallanes atravesaba una temporada para el olvido, sin embargo sus aficionados seguían asistiendo con fidelidad al estadio. La noche anterior había vencido a Cardenales de Lara, uno de los equipos en lucha por la clasificación. Los magallaneros subieron el volumen de la sirena en el segundo inning. Oswaldo Blanco despachó un doblete entre left y center field. Armando Ortíz siguió con lineazo a lo más profundo del jardín central para apuntarse un triple. Magallanes 1 – Caracas 0. Tanto saltaban los aficionados por la tribuna derecha que parecía que hubiese llegado San Nicolás. La respuesta caraquista llegó en la apertura del tercer episodio. Luego de un out, Victor Davalillo bateó un fácil elevado a manos de Leo Posada en el centerfield, este perdió la pelota y Davalillo llegó a la intermedia. De la tribuna izquierda empezaban a sonar cánticos de paliza y amenazas de quemar el barco. Musulungo Herrera adelantó a Davalillo con rodado por segunda base. José Tartabull despachó incogible a la izquierda que trajo el empate en los ganchos de Davalillo. Allí empezó el forcejeo que mantuvo en ascuas los gritos de una tribuna y la otra. En el segundo episodio Paul Schaal corría en tercera base con un out. César Tovar conectó elevado entre right y center field. Todo hacía pensar que los Leones picarían adelante. Armando Ortíz se desplazó hacia su derecha, luego de atrapar la esférica, palanqueó y metió un strike de aire en la mascota de Ed Herrmann. Armando Rodríguez levantó el puño derecho para decretar el dobleplay. Fischer levantó la mano hacía el jardín central mientras corría hacia el dugout. Ortíz había llegado a los Navegantes a principio de diciembre de 1967 en un cambio con los Tiburones de La Guaira por el lanzador Aurelio Monteagudo. Desde entonces se propuso demostrarles a los escualos que se habían equivocado con él. En el quinto episodio Teodoro Obregón corría en segunda base, quiso aprovechar un sencillo de Musulungo Herrera para venirse a la goma. Ortíz activó su brazalete y metió otro misil en la mascota de Herrmann. Lo esperaron, Obregón tuvo que levantar las manos. Muchos hablan del primer juego de Magallanes en la Serie del Caribe de 1970 como el juego más importante de Armando Ortíz en la liga venezolana, aún resuena aquel jonrón ante el Cy Young de la Liga Americana (1969), Miguel Cuellar. Al conocer los detalles de este juego, se sabe porque el 31 de diciembre de 1967 es el juego que Ortíz nunca olvidaría. En el sexto episodio Nelson Castellanos corría en tercera cuando Teodoro Obregón despachó otro elevado al jardín central, Ortíz atrapó la pelota y pintó otro strike en la mascota de Herrmann para reventar a Castellanos en el plato con la marca de otro dobleplay. Todo el respaldo defensivo de Ortíz inspiró a Fisher sobre el montículo para seguir dominando los bates caraquistas. Para redondear un día especial, Armando Ortíz se la desapareció a Diego Seguí en el séptimo episodio para poner a ganar al Magallanes 2-1. El sueño fantástico se había completado, el equipo débil del fondo de la tabla derrotaba a los poderosos Leones. los magallaneros tenían un regalo invalorable de fin de año. Para el momento aquellos tres outs en la goma significaron un record en la liga venezolana y empató la marca de asistencias para un jardinero que hasta ese momento ostentaba Roberto Moronta desde el 17 de febrero de 1946. Alfonso L. Tusa C.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Dámaso Blanco exaltado al Salón de la Fama de los Navegantes del Magallanes

Este jueves 20 de diciembre los Navegantes del Magallanes exaltarán a los peloteros Vidal López, Luis "Camaleón" García, Ramón Monzant, Jesús "Chucho" Ramos, Lázaro Salazar, Gustavo Gil, Dámaso Blanco, Oswaldo Olivares, Dave Parker, Clarence Gaston, los directivos Carlos Lavaud, José Ettedgui, Edgar Rincones y el narrador Felo Ramírez. A continuación un texto que escribí a la memoria de Gustavo Gil. Esquina de reflejos El hombre se incorporó sobre los antebrazos, su mirada iluminaba al muchacho que casi llegaba al tope del marco de la puerta. El olor a antisépticos y medicina, estrujaba las sábanas y condensaba sobre el osciloscopio de la función cardíaca. Lamentaba todos los minutos perdidos para jugar con su hijo ante las urgencias del trabajo. Lo que más recordaba era aquella obsesión del niño por jugar cuadro adentro en el béisbol. “Papá, siempre que lo dicen en el radio, el tercera base es Dámaso Blanco. Y casi siempre me quedo con las ganas de haber estado en el estadio para ver la jugada”. El hombre señalaba una silla plegable. “¿Te acuerdas, cuantas veces me dijiste que querías ir a ver un juego de béisbol profesional? Para preguntarle a Dámaso que significa jugar cuadro adentro”. Se quedó mirando a su padre primero de pie, después sentado muy cerca de la cama. Siempre que llegaba el fin de semana permanecía en la oficina de su progenitor hasta que este se desocupara. Lo veía revisar papeles, golpear las teclas de aquella máquina de escribir con pintura verde descascarada, parecía un pájaro carpintero con hipo. Primero se leía toda la página deportiva de El Nacional. Luego hojeaba la sección de cultura. Cuando veía a través de la persiana que el sol lanzaba sus postreros trazos naranja sobre el horizonte, dejaba el periódico sobre el sofá de patas cromadas y asientos negros. Avanzaba en puntillas hasta el fondo, donde estaban aquellos armarios con aspecto de monstruos intergalácticos. Seleccionaba unas páginas, azules y se iba hasta la máquina de escribir ubicada frente a la puerta del baño. Papá sonreía, al tiempo que encendía un cigarrillo. A eso de las ocho de la noche se levantaba de la silla giratoria. El muchacho reclamaba que a esa hora no podrían jugar “Carrasquelito”. Sacó una pelota de tenis del bolsillo de su pantalón y la rebotó sobre el granito. La mañana siguiente, el padre recibía otro llamado de la escuela. Pasaba un buen rato en la dirección junto a Matías. La maestra explicaba lo ocurrido en el patio de juegos. Manuel observaba el semblante de Matías. Intentaba preguntarle porque siempre debía regresar a la escuela por la misma razón. Matías esquivaba la mirada. En el patio todavía resonaba el encontronazo que había tenido con un muchacho de sexto grado. A pesar de ser más pequeño el otro muchacho salió con un fuerte golpe en el estómago. Todo el que le preguntaba a Matías porque salía corriendo hacia delante cada vez que alguien bateaba, daba la vuelta y se iba. Lo único que sabía era que cada vez que hablaban de “cuadro adentro” en la transmisión radial, el tercera base venía hacia delante y casi llegaba hasta los predios del bateador. Manuel se ajustaba la mascarilla de oxígeno. Respiraba poco a poco, parecía que tuviese algo atravesado en los pulmones. Sonreía y sacaba la mano por debajo de la sabana, la estiraba hasta apretar los dedos de Matías. En el carro, o al atardecer en la oficina, Matías siempre se quedaba mirando a Manuel cada vez que este sacaba la cajetilla de cigarrillos. El humo del butano se mezclaba con el de alquitrán. Si intentaba abrir la ventanilla Manuel reclamaba que el aire acondicionado no iba a funcionar bien. Matías alegaba que se iba a asfixiar con ese humo. Se tapaba las fosas nasales. Contaba hasta 61. Luego inspiraba todo el humo y estornudaba. En la oficina abría las ventanas y las puertas. Manuel las volvía a cerrar. La madre debía venir desde la cocina para aplacar la discusión. Matías acusaba a Manuel de agente contaminante. Luego debía salir corriendo. Matías masajeó cada una de las venas verdosas en las piernas de Manuel. El hombre suspiraba y en un momento hasta soltó un quejido. Matías dio dos palmadas en las rodillas. Era el mismo quejido de aquella tarde de ping pong. Manuel saltó para alcanzar la pelota que había rebotado justo en el filo de la mesa. Apenas pudo alcanzar la esférica que salió disparada hacia la jardinera. Pasó varios minutos recostado del pilar forrado de lajas de pizarra barnizada. Matías le preguntó si quería agua. La respuesta fue un nuevo jugador de ping pong que respondía todos los remates y pelotas colocadas, encimado sobre la mesa. Cuando la pelota escapó del alcance de Matías, se le abotonaron las palabras con la falta de aliento. Quería preguntarle si así era que Dámaso Blanco jugaba cuadro adentro. Sentía que lo había atropellado un camión a toda velocidad. Manuel pidió que continuara los masajes. Tenía miedo de lastimar al padre, Matías guardaba una carpeta de regaños por haber atravesado una línea amarilla que Manuel variaba de un momento a otro. Luego regresaba y ganaba confianza hasta alcanzar lo que buscaba por el otro lado del laberinto. Mientras hundía los dedos en la pantorrilla le inquirió como hacía para jugar todos aquellos partidos de ping pong con él y sus hermanos. Fumaba muchísimo y había visto a muchos hombres de su edad tirar la toalla con un esfuerzo mucho menor. Y esos no fumaban. Manuel ladeó la cabeza. Matías seguía siendo un exagerador por excelencia. Lo que pasa es que no se daban cuenta cuando se escondía detrás del pilar y jadeaba cual perro en plena faena de perseguir liebres en el más inmenso pastizal. Además disfrutaba mucho jugar con sus hijos. Cada vez que regresaba detrás del pilar parecía el campeón mundial de ping pong o el ganador de la medalla de oro olímpica. Saltaba hasta casi meterse en la jardinera y volteaba la raqueta con una facilidad que parecía estar blandiendo un tenedor. Siempre parecía encimado sobre la mesa, aunque se alejara hasta dos metros. Los zapatazos que daba retumbaban hasta en el toldo del patio. Y gritaba como un karateca japonés. Varias veces Matías se dijo que la forma como Manuel se acercaba y alejaba de la mesa le traía alguna imagen de algunas fotografías y películas que había visto de Dámaso Blanco cubriendo la tercera base. Siempre se preguntó si no le daba miedo que saliera un linietazo y le pegara en la cara o en el pecho. Hay que estar con todos los sentidos abiertos para soltar los reflejos y saltar sobre la pelota si el batazo es fuerte o venir corriendo hacia delante si hay toque de bola y se queda dormida a centímetros del plato. Toda una experiencia muscular y sensorial. Manuel empezó a toser sin pausa. Metía la cara debajo de la almohada y así se quedaba varios minutos. Matías intentaba auxiliarlo pero apretaba el rostro hasta parecer soldado a la almohada. Intentaba tácticas persuasivas. Todo lo que escuchabas eran carcajadas ahogadas en estornudos. Casi al borde del llanto Manuel lo sorprendía. __¿Te acuerdas lo que pasaba cuando rompías alguno de los adornos que tu mamá tenía en la sala? Matías se replegaba hacia la ventana. Parecía estar escuchando los lamentos de su madre. Casi siempre el accidente ocurría por andar rebotando la pelota de goma. __Yo no fui. Yo no fui. Y me ibas a buscar a la oficina. Te quitaba la pelota y la guardaba en el escritorio. Cuando pasaban cinco minutos te la regresaba. El osciloscopio del pulso cardíaco mostraba picos irregulares. Manuel intentaba levantar la mano temblorosa. Matías atravesó la puerta recorrió el pasillo siete veces hasta encontrar una enfermera saliendo de una habitación. Las manos hablaron por cien palabras y sus zapatos de gamuza con suela de goma vencieron la gravedad por milésimas de segundo. La enfermera salió corriendo. Mientras se escuchaba un llamado de urgencia por el sistema de sonido, Matías ensayaba a presionar las manos sobre el comienzo del esternón y luego estiraba el cuello de Manuel hacia atrás y aplicaba respiración boca a boca. El médico se quitó los guantes quirúrgicos y recibió el desfribilador de la enfermera. Manuel arrugó los tonos grisáceos de las mejillas y la frente. Matías se acercó y le dijo en el oído. “Tranquilo Papá, ya agarré el toque de bola. Ahora vamos a lanzar a primera”. El corrientazo de las placas sobre el plexo solar de Manuel rebotaba en los vellos pectorales de Matías. Pasaron alrededor de siete u ocho impactos antes que Manuel abriera los ojos. Matías arrancó uno a uno todos los vellos del pecho, salían con un dolor que ni la anestesia más concentrada habría distanciado tanto. Dirigió los pasos hacia la cama. El médico hizo señas a la enfermera, luego soltó unos sonidos guturales. __El doctor dice que es mejor que espere en el pasillo. Su papá necesita mucho aire y tranquilidad. Matías quiso alzar un poco la voz. El médico giró la cara. Sus ojos filosos se estrellaban contra la puerta. Cada paso requirió una fuerza de varias toneladas. Matías caminó varios maratones de un extremo al otro del pasillo. Sentía el ardor de aquel sarampión en su cama de niño. El ardor apenas dejaba que abriera los ojos. Se veía en un corredor grandísimo lleno de nubes. Todas las voces tenían eco. Veía estrellitas y truenos cada vez que le tocaban la mano o el cuello. Cuando oía la voz del médico, le provocaba levantarse y arrancar a correr, de ninguna manera quería sentir aquel pinchazo que le helaba la sangre. Hacia finales de la tarde, en el gradiente de la noche por fín escuchaba los pasos presurosos de los mocasines marrones. Matías sonreía, intentaba imaginar con cual juego se aparecería el único tipo que lo trataba como si estuviese sano. De casualidad le decía “Ponte los zapatos y vamos a jugar en el patio”. A veces imitaba las voces de Tio Tigre y Tío Conejo. Esta vez trajo un reproductor con el tema musical de “Perdidos en el Espacio”. Todavía ensanchó los casi cerrados ojos, Manuel se llevó el índice a los labios. Sacó dos sobrecitos y una revista del bolsillo trasero de su pantalón. La fotografía de un tercera base zambulléndose sobre la línea de cal bajo el cuadrito anaranjado de Sport Gráfico templó la barbilla de Matías. El dolor de la última inyección precipitó por los acantilados del olvido. “El Guante Mágico de Dámaso Blanco”. Matías casi arrebata la revista. Su mirada escarbaba en la polvareda levantada detrás de la almohadilla. Uno de tantos momentos que hubiera querido vivir en el estadio, muy cerca del terreno. Manuel destapó los sobrecitos. Las barajitas giraron en las manos de Matías. __Aquí hay algo extraño. No puede ser que todas las barajitas sean de Dámaso y con varios equipos. Nunca había visto está de los Pericos del Valencia. Manuel se remangó la camisa y se inclinó con el pecho paralelo al piso. Avanzaba cada dos segundos y miraba adelante y los costados, cual liebre perseguida por jauría de sabuesos. De momento brincaba a su derecha, casi se acostaba en el piso. Abigail chasqueaba la lengua desde el marco de la puerta. __¡Muy bonito Manuel! Con razón me cuesta tanto arrancarle el mugre a esas camisas. Yo que creía que las ponías así de tanto trabajar. El hombre se incorporó con un sonoro contacto de los tacones. Hizo una reverencia casi militar y pidió permiso para dirigirse al enfermo. Abigail apretó los labios y pasó a tomarle la temperatura a Matías. __No te pongas brava mamá. Mi papá me trajo varias barajitas de Dámaso Blanco, el tercera base que hace todas esas jugadas acrobáticas y además siempre juega cuadro adentro. Varias veces asomó la mirada en el vidrio de la sala de urgencia, su imaginación rasguñaba pedazos de aquellos mediodías cuando acercaba las pestañas a la puerta de metal blanca con vidrio de relieve. El repiqueteo de las teclas sacaba campanitas y explosiones de papel y rodillo. A la tercera vez Manuel levantaba la mano derecha y movía los dedos. __Pasa Matías. Había varias monedas sobre el escritorio. Manuel las miraba de reojo. Matías se retiró dos pasos. Preguntó si podía agarrar una. Las teclas se detuvieron. El niño estuvo a punto de salir corriendo. Quería comprar unas barajitas de béisbol. Manuel le indicó que fuese al armario y sacara una página blanca. La metió en el rodillo de otra máquina. __Si quieres la moneda tienes que escribir una composición de lo que vas a hacer con ella. El médico atravesó la puerta con visos de exhalación invisible. Matías lo siguió al mismo ritmo de Dámaso Blanco cuando sale un toque sorpresivo por tercera base. Por fin logró alcanzarlo en un cruce de pasillos. El médico respondió con muchos tecnicismos. Matías pasó varios minutos indagando con las enfermeras para descifrar el acertijo. Luego se escondió detrás de un pilar. A la primera ocasión se agachó y traspasó la puerta con las manos rozando el piso. La respiración de Manuel tenía tonalidades de ronquidos. Matías quería que abriera los ojos, quería volver a agradecerle aquellas barajitas de béisbol y que hubiese estado muy pendiente de que completara la versión corregida de la composición escrita para entregarle las monedas ofrecidas. Aquel día salió a millón a comprar otros sobres de barajitas y vio el cielo muy azul cuando le salió un cromo de Dámaso Blanco con el uniforme del Magallanes. Pasó varias horas en el cuarto cuadrándose ante un bateador imaginario que bajaba el bate desde los hombros para tocar la pelota. Saltaba desde una esquina a otra. Los impactos con las puntas de las camas sacaban algunos quejidos. De inmediato se levantaba y corría hacia delante hasta casi estrellarse contra el espejo de la cómoda. Soltaba la pelota unos pasos al frente. A veces rebotaba y se metía por debajo de las camas. Matías se zambullía con la misma intensidad con que Dámaso se lanzaba ante el más violento linietazo sobre la línea de cal. Estiraba el brazo, varias veces se raspaba con el jergón pero seguía nadando bajo la cama con los brazos en cinética. La pelota desaparecía en los dedos y un grito traspasaba la puerta, “…y es out en primera señores, Dámaso lo reventó en el salto…”. Manuel empujaba la puerta y preguntaba que gritería era esa. El rostro lleno de polvo y telarañas asomaba debajo de la cama. La mano inmensa templaba los dedos fríos. El pedazo de arepa con queso y aguacate se le atragantó en la lengua. El médico le hacía señas desde la entrada del cafetín. Matías casi atropella la mesa. El jugo de naranja mojó el piso. La servilleta manchada de verde y amarillo la metió en el bolsillo de la camisa. Tenía miedo de hacer preguntas. El médico le dio dos palmadas y estuvo a punto de mojar las mejillas. Se pasó el índice por el párpado izquierdo. Quería hundir el piso con las suelas de goma. El osciloscopio iluminaba el fondo de la habitación. Casi a empujones Matías llegó a la cama. Manuel guiñó el ojo derecho de la misma manera que tantas veces lo hizo mientras almorzaban en casa. Sacó la mano entre las sabanas y tocó los dedos de Matías. Señaló una guayabera mostaza en el closet. La voz se quebró cuando murmuró que se la trajera. Registró todos los bolsillos hasta sacar un pedazo de papel doblado. Tenía varias líneas verdes con dibujos que semejaban una colmena. Matías repasó una noche frente al radio de la aguja roja y el vidrio verde de números amarillos. Aquellas hojas de rombos y cuadritos contíguos hicieron que pasara más de una hora preguntando que significaba esa rayita, porqué rellenaba el rombo completo, porque la mitad, porque escribía una K al revés. Manuel se rascaba la nuca y empujaba la hoja debajo de las teclas del radio. Hubo un momento cuando se produjo un toque de bola, el tercera base tomo la pelota a mano limpia y sacó el out. “¿Por qué se anota 53 y por ninguna parte se dice que fue un toque? ¡Que va! Eso de que el que sabe de béisbol lo interpreta no me convence”. Manuel terminó reconociendo que un corredor puede pasar de primera a segunda con un rolling por tercera. Abrió el papel con ojos temblorosos. Allí estaban todos los borrones de aquella noche del toque de sacrificio. Primero había marcado una T. “¿Por qué no se puede escribir así? ¡Fue un toque papá!” Matías buscaba la intensidad de las pupilas de Manuel. Tuvo que registrar en lo profundo. Apretó la mano de Manuel cuando notó aquellas visuales de empeño y determinación. La firmeza de las palabras aún resonaba en las sienes de Matías. “Esto no es una carta, es una hoja de anotación, sólo se asientan los códigos aceptados por un comité que se reunió para tener un lenguaje común”. La segunda vez que hubo un toque, el narrador casi deja la garganta en la jugada que se mandó Dámaso. Matías anotó una T invertida. Otra vez tuvo que aplicar el borrador. Reclamó porque podían usar una K invertida y no una T. Manuel sonrió al mirar las manchas rosadas sobre los cuadritos donde se anotaron los toques de bola. “Si hubieras tenido oportunidad de asistir a las reuniones del comité de anotadores de béisbol, seguro que ahora se utilizara la T invertida”. El contacto del estetoscopio contra el tubo del soporte del suero aumentó su frecuencia en los próximos dos minutos. Manuel apretaba la mano de Matías. Ni el roletazo más caliente bateado hacia la línea de cal de tercera base hubiese repercutido con tanta fuerza en el guante de Dámaso Blanco. De cúbito ventral sobre la arcilla y la cal sacó la pelota debajo de las costillas y lanzó a primera base desde el suelo. Matías levantó los dedos de Manuel hasta rozarlos con los labios. “No me vayas a dejar sólo con este doctor, todavía tengo una barajita de Dámaso que nunca viste”. Antes que el doctor llegara a la cama Matías apretó la mano de Manuel contra su pecho. La pelota llegó al mascotín de primera base con un repiqueteo de puerta de hospital. Alfonso Tusa

martes, 18 de diciembre de 2012

Gustavo Gil exaltado al Salón de la Fama de los Navegantes del Magallanes

Este jueves 20 de diciembre los Navegantes del Magallanes exaltarán a los peloteros Vidal López, Luis "Camaleón" García, Ramón Monzant, Jesús "Chucho" Ramos, Lázaro Salazar, Gustavo Gil, Dámaso Blanco, Oswaldo Olivares, Dave Parker, Clarence Gaston, los directivos Carlos Lavaud, José Ettedgui, Edgar Rincones y el narrador Felo Ramírez. A continuación un texto que escribí a la memoria de Gustavo Gil. El astronauta. Gisela apretaba el libro y corría a ver las imágenes en youtube. Tenía varias semanas preguntándole a Sebastián como había sido aquella noche de la llegada del hombre a la luna. Las figuras de los astronautas flotando sobre el polvo lunar la maravillaban. Se había asustado cuando Buzz Aldrin bajó de la escalerilla y recogió el pie. Soñaba que ayudaba a los astronautas a recoger piedras y revisar el ambiente, quizás apareciera un canguro blanco o se oyera el canto de los gallos. Sebastián soltó la carcajada cuando Gisela le preguntaba y le contaba por los astronautas y la luna. Luego de cenar compartieron varios minutos viendo un atlas lunar. Sebastián trató de explicar que en la luna la fuerza de gravedad era una sexta parte de la que había en La Tierra. Los cabellos castaños de Gisela se agitaron. Se agarraba de los brazos de Sebastián y zapalateaba. Siempre llegaba de la escuela buscando a Sebastián. __Papá, encontré otro video del Apolo 11. Se ve La Tierra azulita. ¿Porqué es azul? Sebastián terminaba de teclear en la laptop y alborotaba la pollina de cabellos ondulados. Habló de un tipo de oxígeno llamado ozono que hacía una envoltura sobre el planeta. Un filtro que permite la vida en el planeta. Parte esencial de la atmósfera. Gisela pegó las manos del vidrio de la puerta, cuando Sebastián carraspeó, notó unos papeles que salían de las últimas gavetas. Se acercó al escritorio y los brazos se le engarrotaron al ver la portada de la revista. __Papá que bonita esta revista. Nunca la he visto en las librerías. __Dejó de salir hace más de 35 años. Era mi youtube, mi laptop, mi ipad, mi todo. Todos los jueves la esperaba bajo una mata de almendrón frente a la librería. La niña levantó tres páginas movidas para ver una fotografía. El crujido del papel amarillento llenó de humedad y polvo el aire. Un estornudo estalló en el dorso de la mano. Varias partículas de saliva rociaron las tramas de la imagen incrustada en las fibras de celulosa. Sebastián sacó su pañuelo y secó el papel. Un pelotero saltaba sobre otro que se deslizaba entre una almohadilla y un terreno arenoso. __¿Como se llama esta jugada papá? Sebastíán levantó la revista, aquel jueves pasó todo el trayecto de la librería a su casa imaginando como hacía aquel segunda base para suspenderse en el aire y lanzar a primera base. Había escuchado por radio los pormenores de la acción. Aquella foto coincidía con lo que había visto en su mente mientras el locutor radial se emocionaba. __Es un dobleplay. Gisela pasó los dedos por la punta de la nariz y entrecerró los ojos. Se acercó hasta casi confundir sus ojos con el papel. Esa jugada no es así. Había visto infinidades de dobleplays y en todos el segunda base se corre hacia un lado, nunca salta sobre el corredor. Ni Robinson Canó, ni Chase Utley, ni Dustin Pedroia, ni Brandon Phillips, ni José Altuve, ni Ian Kinsler, ni Omar Infante. A ninguno de ellos le pasa por la mente la idea de dar ese brinco. __Papá ¿porqué ese jugador prefería tirar a primera de esa forma? Así se podía dar un buen golpe. Sebastián se sobó los antebrazos. Metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Dio un pequeño salto y aterrizó con los pies separados. Explicó que aquel pelotero era uno de los dos mejores defensores de la segunda base que había nacido en el país. Gustavo Gil desde sus días en el Cartografía Nacional de la liga distrital de Caracas había destacado en la posición. Luego saltó al profesional con el Valencia Industriales. Allí formó una combinación de dobleplays de altos kilates con Teodoro Obregón. Empezaron a llamarlo el Maestro de la segunda base. __Así es más rápida la jugada. Parece mentira pero en esta época de mejoras técnicas en el juego, esta jugada ha disminuido en velocidad y vistosidad. Durante la noche Sebastián tuvo que levantarse varias veces. Gisela alzaba los brazos y saltaba sobre el colchón. Si floto. Estoy en la luna. Allá está Neil Armstrong. Mira Gustavo Gil se quedó en el aire y la pelota no se mueve. Sebastián quiso hablarle. La niña seguía apretada a un hilo del espacio sideral, parecía un personaje dibujado en la presentación de “Perdidos en el espacio”. Prendió y apagó la luz varias veces. Gisela cayó en el colchón. Son muchos kilómetros recorridos desde la tierra para venir a dormir. La mañana siguiente Gisela se atragantó con el cereal. Antes que Sebastián se levantara de la mesa le comentó que tenía que inscribirla en un equipo de béisbol. Alida hizo una seña de “eso se le pasa más tarde”. En la noche Sebastián hubo de prometer que al día siguiente preguntaría por un cupo en un equipo de béisbol. Al terminar la conversación Gisela se soltó de los dedos de Alida. Se metió entre Sebastián y el señor de uniforme glauco y añil. El señor se agachó con las cejas en pedazos. Sebastián titubeaba entre dejar las manos en los bolsillos o tratar de calmar a Gisela. Desde las seis de la mañana solo hablaba del equipo de béisbol y la segunda base. Alida tuvo que aceptar llevarla a la academia de béisbol. Por la manera como hablaba con el manager sabía que aquello le iba a durar mucho más de lo que pensaba. Papá. El señor Prudencio me explico como se llama el movimiento que hacían los segundas bases. Pivot. En inglés quiere decir algo así como girar, saltar. Dice que Gustavo Gil es el segunda base venezolano que mejor ha hecho ese movimiento, inclusive mejor que Marcano Trillo, aunque este fue una estrella en Grandes Ligas. Alida se llevó las manos a la boca. De inmediato agarró a Gisela. El granito refulgía en la cara de la mujer. Le bañó todas las rodillas con agua oxigenada y Gisela ni movió las pestañas. Varias veces trató de saltar sobre los corredores que iban a segunda base y terminó regada sobre la arena alrededor de la almohadilla. __¿Porqué no la sacaste del juego Sebastián? __Parecía un toro bravo. Tenía los zapatos enterrados hasta el centro de la tierra. Los ojos eran de anaconda. Hasta cuatro veces Gisela cayó en la arena. De inmediato se levantaba y lanzaba la pelota al pitcher. Se iba a un lado de la base y se tapaba las rodillas en posición defensiva. Sebastián intentó entrar al campo. Gisela se iba hasta el right field y amenazaba con saltar la cerca. Toda la noche esperó sentada frente a las percusiones de la máquina de escribir. Sebastián deslizaba los dedos sobre las teclas, cada campanita al final de la línea hacía levantar la barbilla de Gisela junto a la subida de la página. Quería saber como hacia el segunda base para saltar sobre el corredor sin caerse. Sebastián se pasó la mano por la espalda. Es un proceso. Al principio se va a dar varios golpes. Hay que practicar mucho. Ver como lo hacen los expertos. Empezar a hacer el movimiento sólo. Después ir al campo y ensayar junto al campocorto. ¿No tienes otra revista donde salgan más fotografías? Volvió a tomar el Sport Gráfico. Veía a Gustavo Gil tan arriba en el salto. Le parecía que caminaba en el aire. Es el instante de la foto. Luego caía en la arena sobre sus pies, eso es lo que se perfecciona hasta que lo haces como caminar. Ajustó varias tiras de adhesivo sobre las rodillas. Varios minutos discutió y rogó ante las manos en jarra de Sebastián. Luego de encerrarse de un portazo. Alida pegó la oreja a la pared del cuarto. Por la rendija de la puerta se quedó de hielo. Gisela giraba el cuerpo frente a la cama. Se retiraba varios metros y emprendía una carrerita, frente a la cama saltaba y caía sobre el colchón. Repitió la rutina hasta que parecía volar. Sebastián habló con Alida. Pasaron varios minutos deliberando. Alida no parecía muy convencida. El abrazo de Gisela y el “Yuupi” cuando Sebastián le dijo que se pusiera el uniforme, terminaron de aflojar los nervios de Alida. En el carro se pasaba los dedos por las manos. Contaba las veces que iba a saltar sobre segunda base. Tienes que estar preparada para jugar donde te pongan. Cada posición tiene su encanto. Papá ¿y Gustavo Gil también se rompía las rodillas? Sebastián cambió la palanca a drive y el carro saltó hacia el medio de la calle. Buscó en el retrovisor hasta encontrar los cabellos de Gisela enroscados en la frente. El sol rodeaba un cuadrado de nubes sobre los árboles del estadio. Varios impactos rebotaron sobre el carro en el estacionamiento. Gisela arrugó la cara y metió el guante bajo el brazo. Yo quiero jugar. Los goterones mojaron la grama y la arcilla del infield. Alida sugirió regresar. Gisela se pegó a la ventanilla. Hay sol mamá, seguro que ahorita escampa. Al bajar la intensidad de las gotas, Sebastián apagó el motor. Gisela sacó una mano y dijo que el agua se había ido. Antes que Alida volteara la niña abrió la puerta y corrió hacia el campo. Tocó la grama y anduvo en puntillas entre tercera y segunda base. Un señor salió del dugout. ¡Eres una fiebrosa! Hay que esperar que caliente el sol. Corrió hasta la grama detrás de segunda base. La imagen de los astronautas agarrados de una cuerda en el espacio sideral le hacia voltear cada dos segundos hacia segunda base. Pasaba minutos soldada a youtube. Soñaba con levitar sobre aquellos confines y agarrarse de la cuerda hasta agarrar la pelota y soltarla a primera. Empezó a lanzar la pelota hacia el cielo y giraba hasta atraparla. El resto de los niños saltó al campo. Un niño que jugaba campocorto se quedaba mirando con ojos de sorpresa los ensayos de pívot de Gisela. Se llevó el índice al oído hasta que la niña agarró su entrega y desde el aire casi lanza a primera. Cayó sobre las rodillas. Una foto de Gustavo Gil a un costado de segunda base luego que un corredor lo atropellara invadió su mente. La sucesión de gráficas mostraba como el vuelo del segunda base se vio afectado porque le entregaron la pelota muy abajo. Batearon un roletazo entre segunda y tercera base. El campocorto agarró la pelota hacia adelante. Gisela titubeó al ver la pelota salir de su compañero. De primera base venía un niño corpulento como un tren. Deseó tener los resortes que tanto había soñado adherir a sus zapatos, tal como una vez hizo el ratoncito Jerry para escapar de Tom el gato. Había pasado toda una mañana sabatina husmeando el colchón. Sebastián tosió y le dijo que los resortes del colchón eran muy grandes y era difícil adaptarlos a sus zapatos. Gisela saltó varias veces sobre el colchón hasta llegar a las tres cuartas partes de la pared. Corrió hacia la almohadilla, agarró la pelota justo cuando empezaba a caer. Su salto tropezó con los zapatos del corredor y cayó con las manos por delante. El árbitro canto quieto. Gisela reclamó que había saltado sobre la base. En las Grandes Ligas los árbitros han cantado out más de una vez en una jugada así. Gisela pasó toda la tarde preguntándole a Sebastián porque los árbitros de Grandes Ligas cantaban out esa jugada y el árbitro que le había tocado la sentenció quieto. Además yo agarré la pelota mucho antes que llegara el corredor. Pero ganaron el juego hija, eso es lo importante. Hay que seguir adelante. Los árbitros son seres humanos, se equivocan, o tienen distintos puntos de vista sobre una misma jugada. Pero las reglas son las mismas Papá. Deberían recordarse de eso. Gisela intentó ir a la oficina. Vamos a comer primero. Gisela fue la primera en terminar la comida. Alida dijo que iba a tener que pensarlo mejor y mandarla a jugar más seguido. Ni siquiera probó el postre. Sebastián la encontró registrando las páginas de Sport Gráfico. No aparece ninguna foto donde haya una jugada parecida. Papá ¿por qué no llamamos a Gustavo Gil y le preguntamos por esa jugada? Sebastián buscó a Pulgarcito, Hansel y Gretel, Tío Tigre y Tío Conejo, Buzz LightYear y Buddy, el Patito Feo, el ratón Miguelito y cucarachita Martínez. Gisela se escondía bajo la almohada. Ninguno de ellos tenía el teléfono de Gustavo Gil. Papá no quiero ninguno de esos cuentos. Sebastián hubo de improvisar varias canciones infantiles con letras sobre jugadas en segunda base y las carreras que daban los árbitros ante jugadores furiosos por sus sentencias. Pronto las zetas brotaron de los labios de Gisela. Sebastían salió en puntillas. Pasada la media noche volteó hacia la almohada de Alida, dormía apaciblemente. Seguía oyendo una conversación amortiguada por las paredes. En la puerta quedó paralizado. “Señor Gustavo Gil ¿Cómo hace usted cuando un árbitro canta quieto cuando usted tenía la pelota un minuto antes que llegara el corredor? No, no me puedo tranquilizar porque está perjudicando a mi equipo”. Sebastián adelantó dos pasos hasta una lámpara de pedestal. Se agachó con la mano en la barbilla. “Yo he visto varias fotos de usted discutiendo con los árbitros con la boca muy abierta. Eso no es quedarse tranquilo”. Varias veces la almohada subió en el espaldar, la cobija estrujó todas las sonrisas de Hello Kitty. Gisela disparaba a diestra y siniestra. La voz a la distancia parecía rodar en una carretera llena de baches. Y ¿Cómo hace usted cuando le dan un golpe duro en una jugada en segunda base? Pero es que a veces los tacles son tan fuertes que provoca quedarse en el piso. Y a veces hay cortaduras. ¿Con que detiene la sangre? Eso es lo que más me asusta. ¿Dónde consigo aceite de palo, hojas de árnica y pencas de sábila? Sólo he visto las pomadas que venden en la farmacia. Voy a decirle a mi papá para que las consiga en el mercado o en el campo. Si, es una posición muy dura, pero es la que me gusta, porque hay que estar de acuerdo con el short stop, y hay que estar pendiente a la vez de la pelota y del corredor que viene de primera, también del pitcher cuando hay corredor en segunda, hay que saber cuando se va a voltear”. Sebastián intentó acercarse a la cama. Gisela pestañeó varias veces. Saltó en punta de pie hasta el mueble de la ventana. “¿Por qué a los segundas bases los llaman camareros señor Gustavo? Pero los short stops también hacen las mismas acrobacias. ¡Ahora entiendo! El segunda base recibe la pelota y después tiene que girar en el aire para lanzar a primera base, y todos en fracciones de segundo. Igual que cuando un camarero lleva una bandeja a una mesa, deja unos platos y después se da la vuelta y se dirige a entregar unos vasos en la mesa de enfrente. Para que usted vea yo siempre lo comparé a usted con un astronauta. La fotografía de Sport Gráfico donde usted aparece flotando sobre segunda base me hizo recordar las imágenes de Neil Armstrong y Buzz Aldrin en la luna. Parece como si tuviese alas en los tobillos”. El resto de la noche Sebastián siguió escuchando voces apagadas a través de las paredes. Aún le costaba entender aquella conversación telefónica. Ya hubiese querido intercambiar pareceres con tal dominio del tema. Se cepilló a velocidad de luz. Sin llegar a la mesa empezó a charlar con Alida. Toda la noche se la pasó escuchando la disertación de cómo jugar segunda base. Una niñita llamada Gisela habló con Gustavo Gil como si fuera su manager. Gisela arrugó el entrecejo y dejó la cucharilla sobre el plato de cereal. ¿De que hablas papá? Sólo conozco a Gustavo Gil por la fotografía de tu revista. ¿Seguro que no te acuerdas de cómo discutías con el señor Gil? ¿De cómo se hacía para discutir con un árbitro? Mamá llévame a la escuela por favor. Mi Papá está inventando cosas. Ya no le voy a decir que me lleve al estadio. La puerta giró, partículas de polvo flotaron sobre la luz atenuada que llenaba de atardecer la persiana. Una chemise blanca deslizó entre las sillas de semicuero negro y los bordes de fórmica que contenían el escritorio. Gisela levantó los dedos en busca de los ojos que revisaban unos papeles sobre el rodillo de la máquina de escribir. Apenas salía un susurro de sus labios. Papá ¿Cuál es tu segunda base preferido? Hay varios. Había un señor llamado Charlie Gehringer, lo llamaban el hombre mecánico por lo preciso de sus movimientos. También Nelson Fox, fue muy importante para Luis Aparicio. Marcano Trillo, magistral. Roberto Alomar, muy bueno. Gisela metió los dedos en la palma de la mano. Pero ninguno hacía esa flotación de astronauta de Gustavo Gil. Alfonso L. Tusa C.

Ramón Monzant exaltado al Salón de la Fama de los Navegantes del Magallanes

Este jueves 20 de diciembre los Navegantes del Magallanes exaltarán a los peloteros Vidal López, Luis "Camaleón" García, Ramón Monzant, Jesús "Chucho" Ramos, Lázaro Salazar, Gustavo Gil, Dámaso Blanco, Oswaldo Olivares, Dave Parker, Clarence Gaston, los directivos Carlos Lavaud, José Ettedgui, Edgar Rincones y el narrador Felo Ramírez. A continuación un texto que escribí a la memoria de Ramón Monzant. Un flaco que lanza durísimo Miguelín seguía sumergido en la pantalla de la computadora. Las detonaciones y humaredas lo abstraían de tal manera que ni los gritos más operáticos de Estefanía quedaban arropados por la sinfonía de los grillos y los reflejos bermejos del sol entre las nubes del horizonte. Varias veces había desconectado el aparato, escondido el disco del video-juego, bajado los breakers, cambiado la contraseña de la máquina, suspendido la mesada de fin de semana. Miguelín siempre terminaba instalado entre los estallidos de efectos audiovisuales. Estefanía hundía las manos desde las sienes hasta el occipital. Varias veces templaba a Miguelín hacia la sala y le explicaba las desventajas de ser un adicto a los videojuegos. “Se te cae el apartamento encima y pareces un muñeco de cera sonriendo como un bobo frente a la pantalla”. Llegaron días difíciles de intolerancia y forcejeos por impedir el acceso a la computadora. Un atardecer Miguelín llegó agitado. Cerró la puerta y se sentó en la silla de extensión. Inspiró varias veces hasta que sintió un río de frescura en el pecho. __¡Mamá! ¿Alguna vez escuchaste de un pitcher flaco y alto que jugaba en los años cincuenta con el Magallanes? Estefania se mordió el labio superior, registró todas las telarañas del techo y metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Carraspeó varias veces. Corcoveó dos veces hasta que hundió el índice en las teclas del celular. Pasó como diez segundos en contestar. Desde que salió el divorcio solo sabía del padre de Miguelín cuando este hacía los depósitos quincenales o cuando avisaba que lo iba a buscar el segundo sábado de cada mes. Jacinto catañeteó los dientes y gagueó por instantes. ¿De cuando acá Miguelín interesado por la pelota? Estefania replicó que la maestra había hecho una pregunta y que había prometido de premio un cd de video juegos. Jacinto pidió que le comunicara con Miguelín. __Creo saber quién es ese pitcher flaco del Magallanes que tiraba durísimo. Si era de los años cincuenta no puede ser otro. __¿Quién es papá? __Si quieres saber tienes que ir conmigo el próximo sábado a ver un juego de pelota. Miguelín protestó. Alegó que tenía una competencia de video-juegos con sus amigos. Jacinto detuvo su bicicleta anaranjada detrás de un jabillo que crujía sus cachitos ante una ráfaga de viento. Casi se pincha las manos al tratar de apoyarse en el tronco del árbol para fijar la cadena entre la bicicleta y un tubo de agua. Mientras sacudía sus palmas apretaba el paso hacia la biblioteca. Revisó varios libros y microfilms hasta encontrar lo que buscaba. Juegos de béisbol amateur en Maracaibo. Encuentros de la Liga Carolina. Clase B con el equipo Danville Leafs. Y enfrentamientos del Magallanes en la LVBP a principios de los años cincuenta. Anotó todo lo que pudo. Sacó fotocopias. Y cuando se descuidaron los empleados de la biblioteca sacó una cámara y tomo varias fotografías. Salió a paso redoblado del recinto. Cuando divisó el jabillo soltó las piernas hasta que abrió el candado. Luego fue a un Cyber y compró un cd. Pasó como media hora explicándole al técnico del lugar como quería disponer esa información en el cd. Esa noche volvió a sonar el celular. Lo que leía Jacinto sobre el pitcher apagó el timbre del teléfono en la novena repicada. Ignoraba que ese pitcher flaco mantuvo el record de victorias en una temporada de LVBP hasta que el Carrao Bracho lo rompió con 15 triunfos en la temporada 1961-62. El flaco había ganado 14 en la 53-54. Estefania encendió la línea. Parecía que estuviese en el apartamento. __¡Caramba chico! ¡Tengo como cinco minutos llamándote! Miguelin no quiere soltar esos video-juegos. Jacinto habló alrededor de 15 minutos con Miguelín. Discutieron de violencia, de familia y de béisbol. El juego era a las ocho de la mañana. Quedaría tiempo suficiente para asistir a la competencia de video juegos al mediodía. __Acuérdate que es un juego infantil los juegos son de 6 innings.Miguelin aclaró que si iban a extrainning el se iba para la competencia. Jacinto ladeó la cabeza. Aquella noche un maremagnum de papeles, revistas y libros volaron y saltaron por la cama y la habitación. Jacinto buscaba la reseña y el box score de un juego que seguramente captaría la atención de Miguelín. Levantó el colchón, arrasó cada tramo del closet y la biblioteca. Cuando empezó a ver estrellitas y gusanos en el aire. Secó el ardor de sus mejillas y se tumbó en la silla de extensión. ¡Que duro resultaba convencer a un hijo de once años! ¿Cómo sería cuando cumpliera 15? Saltó como impulsado por una batería de resortes. Intentó recordar como pensaba él a los once años. Sólo halló un reguero de juegos, carreras, gritos y carcajadas. Nada de reflexiones. Luego se esforzó en visualizar el juego que buscaba. Sólo veía al flaco lanzando serpentinas con los Gigantes de San Francisco. Abrió la ventana y respiró hasta que sintió los pulmones inflamando su camisa de algodón y poliéster, 70-30. Algo tenía que salir de aquella mezcla. Los gritos de un árbitro subieron por las paredes hasta rebotar en el centro de la habitación y encender el pasillo. Estefanía tocó la puerta restregándose los ojos. A través de la rendija le dijo que todavía eran las cinco de la mañana. Miguelín soltó la manija y haló la silla. Había encontrado un video juego de béisbol. Ahora si entendería mejor lo que le quería enseñar su papá. Estefanía volvió a marcar el número de Jacinto. Entró al cuarto estirando los brazos y bostezando. Intentó bajar el volumen de las cornetas. Con cada movimiento que Miguelín hacía mediante el mouse, la voz del árbitro sonaba como si estuviera en la habitación. Jacinto le explicó lo que significaba “Play ball!” y cada uno de los gritos. __La mejor manera que te familiarices con lo que hace un árbitro es asistiendo a un juego en vivo. Allí hasta puedes hablar con él. Claro, después que termine el juego. Miguelín soltó el mouse. __¿Ya sabes quien es el flaco? Jacinto se fue hasta aquella tarde de parrillada cuando su padre lo envió a comprar carbón. El juego de pelota estaba por comenzar y no se quería despegar del radio de galena que tronaba en la sala. Además que jugaban Caracas y Magallanes, por los eléctricos lanzaría ese pitcher que había ganado 10 juegos. El narrador inflamaba de emoción las cornetas del radio. “Por Magallanes subirá al montículo el estelar Ramón Monzant…” El padre casi saca a Jacinto a empellones de la casa. En cada esquina que oía el rumor de un radio se detenía para oír como iba el juego. En la bodega se enteró de que el juego había llegado 0-0 al quinto inning. Preguntó la hora y casi le arranca la bolsa de carbón al bodeguero. Pasó volando por todas las cuadras. Quería detenerse a escuchar el juego. Sólo oía retazos de la narración. Llegó al patio pasadas las tres de la tarde. El padre tenía los brazos en jarra y una mirada cortante. Sólo el “escon” de ponches de Monzant lo salvó de un regaño seguro. Corrieron juntos hasta la sala. Querían seguir al detalle el final del juego. Estaba vez fue un carraspeo de la madre que los hizo correr al patio para prender los carbones. Jacinto se apresuró a señalarle a Miguelín que no hiciera determinado movimiento. Fue muy tarde, al apretar el botón la pantalla se llenó de colores oscuros y el árbitro gritó “Balk”. Miguelín volteó hacia Jacinto y empezó el interrogatorio. El hombre miró hacia la puerta con ganas de salir corriendo. “Tantas jugadas que tiene el béisbol y tenía que preguntarme por la más difícil”. Miguelín le dio la espalda al video juego por primera vez en mucho tiempo. Parecía un buzo dispuesto a zambullirse en la explicación de Jacinto. __Cuando el pitcher se monta sobre la caja de lanzar para ver las señas del catcher. Hay un momento cuando presenta la pelota y ya no puede lanzar a otra parte que no sea el “home”. Si lo hace, el árbitro le canta balk y los corredores avanzan una base. Miguelin reviró los ojos 360º. Giró el cuello con los ojos entrecerrados hasta una línea imperceptible. Escrutó cada una de las huellas del acné y el holluelo en la barbilla de Jacinto. Había demasiadas cosas que desconocía en aquella explicación. Por más que trataba de imaginar una caja de lanzar. ¿Quién sería el catcher? ¿Un espía?. Jacinto tuvo que simular estar sobre el montículo. Se fue hasta la pared del fondo. Señaló el centro de la otra pared e hizo un boceto oral del catcher. __Imagínate un tipo con una careta, una pechera y unas rodilleras, agachado justo ahí. Y acá adelante está el “home”. Le hace señas al pitcher con una mano mientras coloca la mascota en el medio de su pecho. Luego se fue hasta casi tocar la otra pared. Levantó la pierna y llevó la pelota detrás de la oreja. Miró hacia un lado y lanzó hacia la pared lateral. __Eso es un balk. Miguelín sacudió la cabeza. Trató de repetir la jugada varias veces en el video juego pero no entendía nada. Jacinto observó que el béisbol tiene muchas situaciones. La única forma de conocerlo a fondo es jugarlo en un campo, con peloteros de verdad, con grama y tierra y la emoción de dar el batazo importante o hacer el tiro que saque al corredor en la goma. Salió del cuarto con los ojos en el piso. Quería traer el estadio y meterlo en la habitación de Miguelín. El tono del celular sacudió la camisa de Jacinto. Se preparó para otra lenguarada de Estefanía. “Papá ¿todo eso que dice la revista que dejaste en el cuarto es verdad? ¿El flaco se llamaba Ramón Monzant? ¿Y lanzó en las Grande Ligas con los Gigantes de San Francisco?” Jacinto sonrió. Atropelló las palabras. Se sentía muy animado porque Miguelín parecía interesado en el béisbol. Fue inevitable ver a su padre brincar varios segundos aquella mañana del 30 de abril de 1956. Lo vio tan contento que se atrevió a preguntarle. El hombre tomó a Jacinto por una mano y se sentaron en los muebles de la sala. “Ramón Monzant dejó a los Filis de Filadelfia en un hit y una carrera. A los Filis de Richie Ashburn y Del Ennis. Le ganó al zurdo Curt Simmons, el mismo que le lanza tan bien a Henry Aaron. Y eso que Monzant no quería ir a lanzar este año en Grandes Ligas. La carrera se la hicieron en el primer inning. De ahí en adelante el flaco apretó el brazo. Aunque dio 5 boletos silenció por completo a los Filis. Ponchó a 9”. Jacinto dejó el celular en su hombro para sorber un vaso de agua fría. “Así es Miguelin. Ramón Monzant lanzó 6 temporadas con los Gigantes. Dejó marca de 16-21 con efectividad de 4.38 en 316 innings”. Estefanía soltó las mazorcas que raspaba. Al quinto repique agarró el celular. La voz de Jacinto sonaba cual corredor de maratón en los cien metros finales. Estefanía estrujó los granos de maíz tierno en la bandeja. Luego que subió dos tonos su voz, Jacinto bajó la marcha. Miguelín quería ir al juego de pelota del sábado, y no había mencionado para nada la competencia de video juegos. Se notaba muy interesado en “el flaco”. Estefanía casi se corta los dedos con el asistente de cocina, los confundió con los granos de maíz. Preguntó donde quedaba el estadio y la hora del juego. Torció un poco los ojos. Levantar a Miguelín a las 8 de la mañana de un sábado sería un buen reto. Sus mejillas se estiraron al escuchar a Jacinto. __Si lo hubieras visto cuando le hablé de la actuación de “el flaco” con los Gigantes de San Francisco. Los ojos le brillaban tanto como cuando está frente a un video juego. Los nudillos de la mano derecha de Miguelin sacudieron el calendario ecológico colgante. La puerta de caoba deslizó con un silbido oxidado. Estefanía protestó, le exasperaba que le interrumpieran el sueño. Le dictó el número desde la cama. Miguelín marcó el número. Cuando estaba a punto de colgar, la voz de Jacinto pasó de grave a aguda. “¿Squeeze play? ¿Cuadro adentro?” Esos eran términos de alguien que conocía muy bien el juego. Miguelín apenas había empezado a saber de béisbol desde unos días atrás. Le habían prestado un video juego de béisbol avanzado. “Es fino papá. Salen las estrategias de los managers. Las conversaciones entre el pitcher y el catcher y hasta las discusiones con los árbitros. Pero si desconozco esas palabras difícilmente puedo avanzar en el juego”. Jacinto sonrió mientras buscaba las explicaciones más didácticas. En la escuela varios niños acertaron la pregunta. La maestra se pasó la mano por la nuca. Anunció que tendrían que compartir los premios. Sólo tenía dos cd. Cuatro niños habían escrito la respuesta correcta. Miguelín tuvo que alternarse con Carlitos. A ninguno de los niños les agradó la idea. Arrugaron el rostro y miraron la tabla del pupitre. Cuando le tocaba Miguelín se levantaba antes de que cantaran los gallos. Estefanía se sobresaltaba La manos le temblaban frente al pecho. Le reclamaba que casi le había provocado un infarto. Aquellas no eran horas para que un niño estuviera levantado. Miguelín hablaba con tal pasión de las situaciones del juego que Estefanía terminaba preguntando que era un “slider” o donde quedaba el “bull pen”. Miguelín se atragantaba entre la arepa, el jugo de naranja y el juego imaginario que veía sobre el mantel de la mesa. A las siete de la mañana tocaban la puerta. Pasaba como media hora hasta que aparecía Carlitos con el índice en los labios. Si no fuera porque habían acordado levantarse temprano para entregar el cd, hubiera dejado que su mamá abriera la puerta y le dijera que viniera más tarde. Los gritos del “manager” desde justo detrás del montículo paralizaron los pasos de Miguelín bajo la sombra del apamate. El sol aún escalaba hacia las diez de la mañana. El hombre agarró la mano derecha del pitcher y la llevó hasta casi tocarse la cabeza detrás de la oreja. Le dijo que levantara más la pierna izquierda. Cuando hizo el movimiento por su cuenta el “manager” volvió a gritar. Esta vez desde los lados de tercera base. Debía mantener la vista fija en la primera base. Sólo viendo los pies del corredor podría descifrar si se iba o no para segunda base. Miguelin casi saltó la verja de tela metálica por el left field corto. Aquel olor a grama recortada, arcilla mojada y aceite ablandador de guantes lo templaba hacia el diamante. El pitcher levantó la pierna, soltó la pelota y el corredor arrancó para segunda. El “manager” se llevó las manos a la cabeza. El pitcher le quitó la vista al corredor y este le robó todo el tiempo. La voz de Jacinto resonaba debajo del apamate como si estuviera en la tribuna del estadio. Apretaba el teléfono como si fuese a traspasarlo hacia la otra oreja. Explicaba que había encontrado a Miguelín en el estadio. Y ya iban por el tercer inning. “¡Qué te parece Estefanía! Y yo buscándolo en la sala de video-juegos”. Jacinto intentó hablar varias veces. Miguelín hacía señas de silencio y se acercaba a la línea de cal del left field. __¿Por qué el pitcher hace todos esos gestos con el catcher? __Está poniéndose de acuerdo con el catcher en que lanzamiento le van a hacer al bateador. Esa es una relación parecida a un matrimonio. El pitcher y el catcher deben hablar mucho antes, durante y después del juego. Jacinto miraba hacia el campo de pelota, recordó por un momento el jonrón que le bateó Willie Mays a Monzant en la Serie del Caribe de 1955, pero más brillaron todas esas temporadas donde “el flaco” ganó más de 10 juegos para Magallanes. Aquella incandescente temporada con los Danville Leafs Clase B y el juego ante los Filis en Grandes Ligas, todavía le parecía ver a su padre saltar en la sala. Volteó hacia el apamate y vio la rueda delantera de la bicicleta. Sacó la llave del candado y se dirigió hacia el apamate. Cuando llamó a Miguelín lo único que escuchó fue que el pitcher estaba negando con la cabeza y se había bajado del montículo. Jacinto le dijo que se iba a perder la competencia de video-juegos. El muchacho se acercó más a la raya de cal del left field y tiró la mano derecha abierta hacia atrás. Alfonso L. Tusa C.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Vidal López exaltado al Salón de la Fama de los Navegantes del Magallanes

Este jueves 20 de diciembre los Navegantes del Magallanes exaltarán a los peloteros Vidal López, Luis "Camaleón" García, Ramón Monzant, Jesús "Chucho" Ramos, Lázaro Salazar, Gustavo Gil, Dámaso Blanco, Oswaldo Olivares, Dave Parker, Clarence Gaston, los directivos Carlos Lavaud, José Ettedgui, Edgar Rincones y el narrador Felo Ramírez. A continuación un texto que escribí a la memoria de Vidal López. Los sueños de Vidal López La tarde se perfilaba sobre el horizonte con los copos de los apamates proyectando siluetas de ferrocarriles sobre los surcos de tierra oscura mezclada con estiércol. Juan corría tras una chicharra entre las plántulas de maíz. Ricardo enterraba granos de caraotas a los costados. Se ajustaba el sombrero de fibra vegetal y saboreaba los hilos de sudor que ardían en las mejillas. Cada cinco minutos llamaba a Juan. Primero le decía que se olvidara de los caramelos, luego lo amenazó con dejar de llevarlo al río. Sólo cuando mencionó que no le daría permiso para ir a jugar béisbol, un latigazo detuvo la carrera de Juan. Soltó la chicharra y agarró un puñado de caraotas y otro de maíz. Ricardo tuvo que levantarle la barbilla. Le señaló todo el reguero de caraotas que había dejado en el fondo del surco. __Ya sé que te gusta el juego de pelota y quieres terminar temprano, pero tampoco es para que desperdicies las semillas. Juan quería ir a jugar pelota. Sin embargo había otras inquietudes en sus planes. Uno de esos mediodías cuando regresó a la oficina de Ricardo para buscar un radio, Juan vio en una gaveta, una revista vieja abierta en una página doblada y casi a punto de deshacerse. “Vidal López un gran héroe del béisbol venezolano”. Cuando estaba a punto de tocar el papel, la trompeta lejana de la garganta de Ricardo le pedía que llevara el radio. En el tropel Juan se magulló toda la mano entre la madera de la gaveta y chocó contra el marco de la puerta. La fotografía de un pelotero corpulento con el pie levantado sobre el montículo burbujeó todo el trayecto hasta el lugar donde Ricardo revisaba una a una las plántulas de maíz y la humedad de la tierra. Quería saber quién era ese Vidal López. A lo mejor leyendo ese papel podía batear más duro y aprender a fildear. Toda la tarde Juan intentó acercarse a Ricardo. La primera vez arrancaba unas malezas que rodeaban los brotes de maíz, la segunda sacudía los pantalones de saco de cabuya del espantapájaros y saltó cuando salieron varios escarabajos debajo de la fibra, la tercera apretaba unos granos de fertilizante en la base de los surcos. Cuando Ricardo quiso saber que se traía entre manos Juan, el niño se limpió el fertilizante de las manos con el saco del espantapájaros y se metió varios tallos de la maleza en el bolsillo del pantalón. Le preguntó al hombre si habían terminado y desplegó una carrera que atravesó todos los surcos sin tropezarse. Cuando llegó al pedazo de terreno cuyos jardines llegaban hasta las orillas del río, gritó que le guardaran un puesto. Mientras esperaba su primer turno para batear habló con sus compañeros. Ninguno había oído hablar de Vidal López. Una vez consumado el out postrero de aquel juego, los muchachos arrancaron con tizones en sus pies rumbo a casa. Juan afinó la mirada sobre el pedazo de cartón donde el pitcher se embalaba para lanzar la pelota, avanzó en línea recta hacia el centro del diamante se dobló y agarró un puño de tierra. Sintió uno a uno los granos que arrastraban el sudor de sus manos. La pelota, saltaba en el bolsillo trasero del pantalón de caqui. El tacto esférico lo hizo buscar el hueco de la mascota detrás del pedazo de hojalata que servía de “home-plate”. Escarbó a un lado del cartón. Apretó los ojos hasta que la fotografía de aquel papel doblado en el escritorio de Ricardo levitó en su recuerdo. Empezó a levantar la pierna izquierda, al tiempo que llevaba la mano derecha hasta detrás de la oreja. Cuando la punta del pie llegó a la altura de su cara, trastabilló y se encontró sobre el polvo sentado. Primero recogió las piernas, levantó los ojos hasta que aquel pedazo de papel se le perdió en las estrellas. Juan se impulsó en sus talones, recorrió las bases y llegó hasta la zona más profunda del campo. Al sentir cada guijarro levantar las suelas de sus zapatos recreó la manera como Vidal López agarraba la pelota en su espalda. Juan sintió dos gotas de sudor temblar en la naríz. Le urgía encontrar ese papel. Debía hacer cualquier cosa, incluso espiar a Ricardo. Se volteó y trató de distinguir el lugar donde estaba el “home”. Un reflejo metálico delineó el penacho de unos matorrales. Juan soltó sus pies y atravesó la línea central, cada ventana le traía una visión más interna del diamante. Cuando alcanzó las proximidades del montículo volvió a escuchar el crujido de aquella revista desplegada en la gaveta del escritorio. Ricardo abrió la puerta, “Ahí se prepara Vidal López, levanta la pierna izquierda, suelta la pelota por encima del brazo, la pelota llega como un limón a la mascota del catcher, oigan como sonó esa pelota, este hombre tiene un mortero en el brazo”. Se quedó paralizado en el marco, no sabía si reír o gritar para que Juan saliera de la cama. El sol asomaba en el horizonte, a esa hora le gustaba a Ricardo salir al maizal, le gustaba aprovechar la tierra húmeda y la frescura matinal y evitar al máximo los ardores del mediodía. Levantó la cobija, Juan detuvo su brazo en el tope de la cama, sus pies se recogieron. __¿Qué pasó? __Te olvidaste que hoy vamos a terminar de sembrar las caraotas. __Tan bueno que estaba pitcheando Vidal López. Todavía no entiendo porque hay que sembrar las caraotas junto al maíz. Ricardo se sentó en la cama y dio dos palmadas en la pierna de Juan. Explicó que las caraotas ayudaban al maíz a crecer mejor porque fijaban el nitrógeno en el suelo. Le dijo que era como cuando Vidal López pitcheaba, sus compañeros lo ayudaban a ganar agarrando las pelotas detrás de él o bateando los imparables para empujar las carreras. Juan saltó de la cama y templó una toalla del perchero. __Pero Vidal López a veces él mismo daba los batazos y hasta hacía jugadas que sorprendían a más de uno. Eso casi no se ve ahora, pitcher, cuarto bate, novio de la madrina y agarra todo lo que pasa cerca de él. Que se puede esperar, si ahora los pitchers abridores llegan al séptimo inning de casualidad, y si completan el juego es una verdadera joya de museo. Juan ajustó las trenzas de sus zapatos de goma. Ricardo lo miraba con la frente arrugada. Quería saber porque el muchacho tenía tanta curiosidad y pasión por un pitcher de tanto tiempo atrás. Él conocía de las hazañas del pelotero por algunas referencias de su padre y lo que había logrado leer en los periódicos hasta que consiguió aquella revista de Sport Gráfico en un remate de libros viejos una vez que fue a Caracas. Al verla saltó hacia la mesa donde estaba y metió la mano entre la muchedumbre. Preguntó el precio, le pareció muy elevado hasta que encontró el artículo de Vidal López. Sacó los cien bolívares que guardaba en la cartera para situaciones especiales y salió a empujones del bululú como el niño que hubiese agarrado los caramelos más sabrosos de la piñata. Allí se enteró de un homenaje que habían rendido al jugador, de sus comienzos infantiles en el béisbol en su natal Río Chico, del poco apoyo que recibía de las autoridades deportivas y del episodio donde muchos pensaban que se había dañado el brazo mientras lanzaba en la liga mexicana de verano. El campo desplegaba colores desde la tierra de los surcos hasta las alas de las mariposas monarca que Juan persiguió sin tregua. Luego llevó un guijarro hasta la espalda y lo lanzó contra una bandada de pericos que se lanzaba en picada sobre las mazorcas del centro del maizal. El escándalo de plumas verdes y graznidos terminó tras las señas de Ricardo. Bajo la sombra de un bucare hablaron de cómo se debía retirar la maleza que asfixiaba las raíces del maíz y las caraotas. “Si haces bien el trabajo te voy a mostrar algo de Vidal López”. Juan abrió los ojos y abrazó a Ricardo. Le preguntó que le iba a enseñar de Vidal López. ¿La revista? Quiso preguntar miles asuntos del Muchachote de Barlovento. Ricardo empezó a caminar hacia su oficina y señaló el maizal. __Haz lo que te dije y después hablamos. Juan empezó a arrancar corocillos a una velocidad tan avasallante que casi arranca una mata de maíz. Se imaginaba con aquella revista en las manos, descifrando los movimientos de Vidal López. Sospechaba que en esas páginas encontraría mucha información que le haría muy feliz. Un grito a la distancia lo detuvo en seco. Ricardo llegó desde el otro lado del sembradío en menos de un minuto. Revisó las malezas arrancadas y meneó la cabeza. Como era posible que Juan hubiese destrozado las dos maticas de hicaco que con tanto empeño había logrado cultivar a pesar de las malas hierbas y de los bachacos. Juan intentó justificarse, la furia de Ricardo afectó la comunicación entre ellos por varias semanas. Sólo hablaban en monosílabos y de cuestiones agrícolas. Juán sólo tocaba aquella revista cuando se acostaba en la noche y metía la cara bajo la almohada. Veía un estadio de tribunas encimadas sobre el campo de juego. Los uniformes parecían sacos de lavandería. Vidal López subía y bajaba del montículo cada tres outs. Tiraba la pelota donde dejaba todos los bates quemados. Juan intentaba descifrar el nombre del uniforme, sólo alcanzaba a ver una M. Aquella tarde Ricardo le indicó a Juan que se olvidara del juego de pelota. El muchacho intentó escaparse. El hombre se subió las mangas de la camisa de algodón hasta los codos. Anunció que iba a quemar la revista que guardaba en su escritorio. Juan regresó y pasó todo el camino de vuelta hablándole de todo lo que había soñado de Vidal López. Que él sabía que en esos papeles amarillentos había muchas historias que no le había alcanzado soñar. Ricardo se pasó la mano por la nuca empapada de sudor. __¿Qué te hace pensar que todo lo que soñaste está en esos papeles? Juan arrastraba los zapatos de goma sobre las maleza seca desperdigada sobre los surcos. __La foto que ví de Vidal López es la misma que vi cuando dormía. El mismo guante, el mismo estilo, la misma mirada amenazante, los mismos zapatos, todo es igualito, hasta el montículo. Ricardo observó a Juan entre sorprendido y preocupado. Hasta ahora se percataba de los conocimientos del béisbol que tenía el muchacho. Pensaba que iba a jugar por pura diversión. Esos sueños, esa propiedad al hablar, esa insistencia en leer aquella revista le indicaba que había una gran pasión por aquel juego. __Juan acuérdate que también tienes deberes escolares y también en tu casa con tu mamá y conmigo en el maizal. No todo puede ser béisbol. Un silencio ruidoso jugueteó entre las pestañas de Juan. Sabía que lo primero en su lista de prioridades era encontrar aquella revista en donde Ricardo la hubiera escondido. Presentía que en aquellas letras aprendería muchas cosas importantes del béisbol y de la vida porque en aquel deporte de las cuatro bases había entendido porque es importante respetar a los amigos y los enemigos. Una de las noches cuando estudiaba la tabla de multiplicar con Ricardo, Juan se quedó mirando por un momento las cañas bravas del techo. __Papá ¿es muy difícil lanzar un juego sin hits ni carreras? __Y eso ¿qué tiene que ver con la tabla de multiplicar? El muchacho se levantó de la silla y realizó el movimiento de un pitcher cuando va a lanzar. Le pidió a Ricardo que le preguntara toda la serie del nueve. La contestó integra mientras completaba todo el levantamiento de la pierna y el desplazamiento del brazo. __Ves que si tiene que ver la tabla de multiplicar. Pero no quieres contestarme. Sabía que al encontrar la revista sabría lo que es un juego sin hits ni carreras y muchos secretos de Vidal López para pitchear y batear. Ricardo estuvo a punto de buscar la revista. Hacía tanto tiempo que había leido el artículo de Vidal López que le parecía que todo lo que decía Juan era una exageración. Estaba al tanto de lo que representaba el Muchachote de Barlovento para el béisbol venezolano pero Juan lo presentaba como una especie de Superman. Se dijo que esa misma noche buscaría la revista. Juan hablaba de la relación entre el pitcher y el receptor, que tienen que conocerse como un matrimonio, que deben compartir dentro y fuera del campo, que antes de cada desafío deben reunirse mucho antes de empezar el juego para determinar como le van a lanzar a cada bateador, como serán las señas cuando haya corredores en base, cuando le iban a lanzar pegado a un bateador y quién iba a atacar las pelotas bateadas entre el “home” y el montículo. Cada día Juan se iba más temprano del maizal. Ricardo lo llamaba pero decía que tenía que irse para llegar temprano al campo y lo metieran a jugar. Una tarde Ricardo lo hizo quedarse casi hasta las cinco. Las mazorcas estaban listas para la cosecha. Juan las arrancaba sin piedad y las plantas se estremecían. De regreso al anochecer, Juan llegó mudo a la casa. Ricardo intentó hablarle de la revista pero el muchacho apenas comió y se refugió en su cuarto. Cuando llegó al terreno el juego había empezado. Al final lo llamaron a pitchear con tres en base en el último inning. Juan agarró la pelota. Le anotaron una carrera que terminó decidiendo el encuentro. Se quedó un rato sobre el montículo luego que el juego terminó y todos se marcharon. Ensayó varias veces el estilo que le había visto a Vidal López en la fotografía, levantaba la pierna hasta que se quedaba sin equilibrio. Pasó varios minutos en la cama repasando el juego que se esfumó con el canto de los gallos. Antes que el día despuntara en el horizonte Juan había apurado su arepa con huevos revueltos. A media mañana había recogido el resto de las mazorcas que le correspondía cosechar. A mediodía tenía todas las hojas secas y envolturas de tallos secas recogidas en un saco de tela. Desde las dos de la tarde le informó a Ricardo que se iría a jugar pelota. Consiguió tres buenos pedazos de cartón y ubicó las bases. Encontró un pedazo de hierro colado a un lado de una arboleda. Hubo de sacar todas sus fuerzas para arrastrarlo hasta el campo. Pasó como media hora tratando de imitar el wind up de Vidal López. Los primeros silbatazos de los jugadores lo hicieron voltear, tenía en mente conseguir un chance para ser lanzador de uno de los equipos. El juego llegó a las entradas finales con un forcejeo muy grande entre los lanzadores. Juan intentaba lanzar más duro cada vez. Cada vez escuchaba más cerca una voz que se le metía entre los botones de la camisa. “Baja la velocidad, lo que importa es donde pones la pelota”. Volteaba hacia primera base, hacia tercera, hacia el maizal detrás del centerfield y nada. En el octavo inning sintió que algo le hizo “tric-trac” en el hombro. El calor y la energía de la competencia le hicieron olvidar el sonido seco y el estiramiento del hombro. Mientras buscaba las señas del receptor se tropezó con un rostro imperturbable detrás del plato. Juan sacó el noveno con lo último que daba el brazo. En el cierre del inning ganaron con un boleto y un triple. A medio camino hacia la casa, la voz paralizó a Juan y se le olvidó el dolor del hombro. __Mañana vamos a leer esa revista. Ahora es el momento. Algo brilló en los ojos de Juan. Luego soltó la mano de Ricardo y siguió avanzando. El dolor le taladraba el hombro. Sin embargo soñaba con volver al montículo cuanto antes. Esa misma noche si era posible, saltaría por la ventana y correría a un lado del maizal, sin importarle los raspones de las peluzas de las hojas en el rostro, ni las irregularidades de los terrones mezclados con las piedras execradas del sembradío. Lo único que podía detenerlo residía en el crujir de aquellas hojas amarillentas. El rostro de Vidal López con los ojos clavados en un objetivo a no más de veinte metros. Apuntaba con la suela del zapato mientras agarraba la pelota detrás del occipital. __¿Por qué tenemos que esperar mañana? He pasado mucho tiempo esperando este momento. Vamos a leer esa revista esta misma noche papá. Ricardo notó un brillo incandescente en la mirada de Juan. El mismo de cuando aprendió a manejar bicicleta. __Bueno, vamos a ver si la encuentro. Ricardo divisó varias luces en el fondo de su memoria. Allí estaba el kiosco donde compró la revista. Las matas de almendrón agitaban su follaje cuando sacó los cien bolívares del bolsillo del pantalón de caqui. Siempre le gustaba revisar el sumario sin siquiera observar la portada. __Pero te puedo adelantar que Vidal López se dañó el brazo en la liga mexicana. Lo trajeron a relevar ante la tanda fuerte con las bases llenas y metió todo el brazo, quizás más de lo que tenía. Logró salir del candelero pero se lesionó el brazo. Nunca más fue el pitcher de antes y empezó a jugar en los jardines. No pongas esa cara. Cuando veamos la revista lo comprobarás. Juan se apretó el hombro derecho con la mano izquierda. No quería que le pasara lo que a Vidal López. Varios chorros de sudor surcaron su frente. Ricardo se detuvo unos trescientos metros antes de llegar a la casa. Se pasó la mano debajo de la nuca. Entre dos nubes casi desvanecidas la luna flotaba como una pelota a punto de estallar en la mascota del catcher. Se agachó al lado de una piedra aplanada. Juan siguió avanzando hasta que Ricardo subió la voz. __Sabías que Vidal López tiró dos juegos sin hits ni carreras. Juan casi se derrumba en el tropel de sus pies hacia la piedra. __¿Verdad? ¿Cómo fue eso? __El 07 de julio de 1941 Vidal con el Magallanes se enfrentó a Tite Figueroa del Santa Marta y le ganó 2-0. En 9 innings Vidal apenas concedió 2 bases por bolas y ponchó 4. __¿Y el otro? Ricardo señaló la ventana del cuarto de Juan. Luego de masajear el hombro del muchacho con mentolado y hojas de árnica. Empezó a registrar en las gavetas, cuando pasaron de dos minutos Juan se quejaba que Ricardo no quería sacar la revista. En medio de varias expresiones de tristeza y disgusto Ricardo se sentó en la cama. La hojas crujieron y empezó a narrar como si hubiese presenciado el juego en el estadio: “Él tiró un rectazo a la esquina derecha del home para el primer strike. Después lanzó una bola lenta en curva para emparejar el conteo. Yo no perdía de vista al zurdo que estaba secándose el sudor con un paño amarillo. Él era la gran estrella del torneo. El hombre clave del Vargas. Yo apenas era un jugador acabado con un pasado brillante que trataba de demostrar que aún le quedaban facultades. Por fín, tras segundos que parecían años, él tomó posición en el morrito y lanzó. Fue una bola de humo a la altura del pecho. Le hice swing y sentí que le había pegado en el centro. La pelota iba de línea hacia el campo izquierdo y Pajitas Rodríguez se movía en su busca. ‘Ramos va a notar al pisa y corre’, pensé y troté lentamente hacia primera. Cuando estaba a mitad de camino escuché los gritos y aplausos del público. En la caja de coach de tercera el “Chivo” Capote daba saltos de alegría. ‘¿Qué estará pasando?’, me dije y observé la cerca de la izquierda. Allí vi algo que me dejó perplejo. La pelota había entrado en la tribuna. ¡Había dado un jonrón que nos ponía arriba tres carreras a una!... Después lo inolvidable. La vuelta al cuadro lentamente arrastrando la pierna enferma. La llegada al home con Olivo sonriendo en forma discreta. Wellmaker muy serio, bufando de la rabia. Y todos los magallaneros locos de alegría”. Juan se levantó en la cama sin quitar la vista de la revista. Preguntó si eso era verdad. Le parecía la trama de una película. Ricardo levantó las páginas amarillentas y señaló la foto de Vidal López. Alfonso L. Tusa C.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Feliz cumpleaños Dámaso Blanco

A continuación un extracto del libro "Pensando en ti Venezuela. Una Biografía de Dámaso Blanco. Saludos Alfonso L. Tusa C. El día de su debut “tenía el corazón en la boca, porque me tocó jugar en tercera base, delante de un campocorto de nombre Alfonso Chico Carrasquel, mi ídolo de toda la vida en el beisbol. Cada vez que volteaba el Chico estaba detrás de tercera, en el hueco, sobre la grama interior, a dos pasos de segunda base. Era increíble cómo se movía por toda esa zona entre segunda y tercera. A veces llegaba hasta detrás de la segunda base, agarraba la pelota y lanzaba a primera como si nada”. La emoción de Dámaso llegaba a niveles insospechados: en una ocasión estaba en el ambiente el toque de pelota por la antesala, y Dámaso veía tanto los movimientos del bateador como hacia el campocorto. El Chico le indicaba con la barbilla que se enfocara en jugar adentro. Dámaso se adentraba en la grama interior pero instintivamente miraba hacia donde cubría Alfonso Carrasquel. Cada vez que regresaban al dugout, Dámaso buscaba sentarse lo más cercano a Carrasquel. En una ocasión le preguntó qué tan adelantado debía jugar un campocorto con el cuadro adentro. El Chico se lo quedó mirando. “Pero tú eres tercera base”. “A veces también juego short stop y tengo la duda de si el bateador va a dragar la pelota o va a batear duro”. El Chico se pasó la mano entre los labios y la barbilla, y se quedó mirando a Dámaso. “Si quieres, cuando se presente esa situación mira hacia el segunda base y después hacia el shortstop, y de acuerdo a donde estén ellos tienes que encontrar la ubicación que más te convenga, porque el tercera base es uno de los que tiene que estar más atentos a cualquier jugada de toque y a la vez tener los reflejos para regresar si cambian la seña”. Dámaso seguía segundo a segundo cada movimiento del Chico. Cuando éste casi se daba cuenta, Dámaso se volteaba y empezaba a silbar. “¿Qué te pasa, novato? ¿Es que nunca has visto a un pelotero hacer su rutina?” “Sí, pero nunca lo había hecho con el pelotero que ha sido mi ídolo de toda la vida”. El Chico se sonrió y dio dos palmadas en el hombro de Dámaso. “No es para tanto”.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Magallanes formaliza el retiro del 15 de Felix Rodríguez

Este sábado 08-12-12 los Navegantes del Magallanes formalizaran el retiro del 11 de Luis Aparicio, el 21 de Camaleón García, el 23 de Isaías Látigo Chávez y el 15 de Felix Rodríguez. Saludos Alfonso Burlas furtivas. El sol del atardecer brincaba entre las ramas del bucare y la platabanda. La sombra de los cuadernos bajo el brazo y la barbilla doblada hacia delante traspasaba la puerta. De nuevo Esteban empujaba los zapatos de goma hacia el rincón más remoto del patio, donde la penumbra dibujaba bocas apretadas en las hojas de las matas de cambur. Julia intentaba sacarle información. ¿Por qué siempre llegas triste de la escuela? ¿La maestra te pegó? Esteban ladeaba la cabeza hacia un hombro y el otro. ¿Tienes examen mañana? ¿Tuviste algún problema con otro alumno? Esteban metía la mirada entre los tallos esponjosos de las musaceas. Deseaba que hubiese un túnel donde escapar como el Diego de la Vega o Bruno Díaz. Varios rayos de luna descubrieron la punta de un baúl viejo. Entre la luz atenuada abrió la tapa. El olor de papeles amarillos, hizo que se llevara las manos a los ojos. Varios albumes de barajitas de béisbol cubrían máquinas de escribir y pedazos de corcho que alguna vez fueron una cartelera. Julia apretó el pulgar y el índice sobre la nariz. Llegó en puntillas hasta la puerta de caoba. Un eco de grillos acompañado de chicharras atravesaba las hojas de cambur. ¡Muchacho! ¡Ese baúl estaba cerrado desde que Jacinto se fue de la casa! ¡Te vas a enfermar! Luego de un leve forcejeo Julia cerró el baúl y sirvió la cena. Mañana voy a ir a la escuela. No estoy dispuesta a verte así cada tarde. Esteban se balanceó varios minutos en la mecedora. ¿A mi papá le gusta el béisbol y las barajitas? Julia terminó de descolgar una ropa en el tendedero. Si, mucho. A veces tenía que gritarlo dos y tres veces para que me hiciera caso. Sobre todo cuando escuchaba un juego o cuando revisaba las barajitas. Pasaba horas viéndolas. Parecía que estuviese observando unas piedras preciosas. Se iba a otro mundo. Volteó varias veces. La maestra escribía en la pizarra. Varias sonrisas delineaban a los responsables del ardor en sus orejas. El contacto de la punta de una liga roja de liar papeles sacaba lamentos que le ganaban reprimendas de la maestra. Si trataba de explicar lo que ocurría la maestra lo miraba con desaprobación ante la mirada inocente de los alumnos a su alrededor. Sólo la imagen de aquel baúl y los álbumes que sacó en la madrugada amortiguaban las burlas que siguieron en el recreo con empujones y templones que casi arrancaban las mangas del guardapolvo. Julia llamó varias veces. Estebán ¿eres tú? Anda a dormir, es muy tarde. Intentó distinguir los rostros de las barajitas. Se asomó en la ventana hasta que los rayos de la luna descubrieron algunos rasgos y letras de uniformes. Esos uniformes de antes si eran gruesos. Orlando Reyes, Miguel Motolongo, Jesús Aristimuño, Ángel Baez. Trataba de ver a vuelo de pájaro la parte superior de las barajitas. Sabía que si se quedaba mucho tiempo Julia podía sorprenderlo. Un chasquido de suelas sobre el piso rústico del patio lo hizo sacar la mano del baúl. Una barajita se le quedó adherida entre el medio y el anular de la mano izquierda. Un ruido seco del baúl quedó amortiguado bajo el estruendo del corazón. Sólo cuando notó que el ruido provenía del roce de una hoja de cambur contra la pared del patio, respiró profundo y al traspasar la puerta se lanzó en la cama. Las cinco de la tarde hallaron a Julia frunciendo el rostro frente a la maestra. Esteban salió unos minutos más temprano. Vi que se fue en dirección a la plaza. Luego de varios giros y frenazos Julia avanzó hacia un banquito debajo de una acacia. Si quieres saber de tu papá ¿porqué no me preguntas? El no viene por aquí todos los días. Quizás si vienes un jueves o un sábado lo encuentres justo entre la fuente y el caminito que lleva a la iglesia. Bajaba la cabeza. Metía las manos hasta el fondo de los bolsillos traseros del pantalón. La respiración se entrecortaba de la traquea a los pulmones. Los rostros burlones de Tristán y Cornelio lo arrinconaban contra la corteza del apamate. Eres un gallina, ¿a que no te subes hasta el copito de la mata de Araguaney. De sólo mirar entre las ramas todos los metros que subía el árbol, Esteban transpiraba ríos en la palma de las manos. Se turnaban en cuidar la zona y empujaban a Esteban hasta casi derribarlo. Si intentaba tocar el tronco del Araguaney lo templaban desde atrás por el cuello de la camisa. Esteban trataba de resguardarse con los brazos, entonces descargaban toda su furia en puntapiés que llenaban de morados sus canillas. Cuando Julia lo sorprendía sobándose las contusiones le decía que el juego de futbol había estado muy duro. Las voces se escuchaban a varios kilómetros de distancia. Esteban quería traspasar el baúl con la mirada. Cada atardecer iba varias veces al baño. Se quedaba mirando a través de la cortina. El baúl parecía un cofre de piratas. ¡Mira muchacho tengo como media hora llamándote! Jacinto vino a hablar contigo. La camisa de caqui remangada a tres cuartos de brazo. Los pómulos sobresalientes y el mechón de cabellos rubios entremetido en medio de la pollina hicieron sonreir a Esteban. Hacía tiempo que ansiaba conversar con el padre. Tantas preguntas acumuladas ahora tartamudeaban en la garganta. Tranquilo Esteban. Jacinto lo miraba más allá del sudor en la frente y el brillo en los ojos. Sabía que en el fondo del corazón Esteban guardaba unas emociones que ni siquiera se las había podido contar completas a Julia. Estampó las palmas de sus manos en los hombros de Esteban y luego lo abrazó. Las partículas de polvo flotaron en el haz de luz que entraba por los huecos de los bloques de dibujos. Jacinto estornudó y estrujó la nariz sobre el antebrazo. Una esencia de alcanfor templada con matices de alas de cucaracha y el tufillo de miles de papelillos ajustados en un nido de ratón. Al subir la tapa el baúl enseñó muchas telarañas forrando hojas sueltas de libros y revistas. La barajita oscilaba sobre el borde de un cenicero. Este es Félix Rodríguez, un tremendo primera base y left fielder que ganó más de un juego para el Magallanes y también el título de bateo de la Serie del Caribe de 1977. Aquí tiene barba, después se la quitó y solo tenía chiva y bigote. Era de un pueblo llamado Aricagua, pero luego se mudó a Cumaná. Esteban miraba como Jacinto hablaba casi de memoria, y deseaba haber compartido con él todos esos momentos, ahora sólo tenía la barajita. Zoc. Plac. Tris. La pelota silbó en el pulgar y arrancó la esquina de la barajita. Tristán y Cornelio se agarraban la barriga, las carcajadas llegaban hasta la cerca del patio. Esteban agarró el pedazo de barajita. Estuvo a punto de agarrar un guijarro y lanzárselo a los agresores. La voz de Jacinto hervía en sus orejas. Nunca trates de arreglar una ofensa con violencia. Dos lágrimas rodaron hasta la barajita. Quería perseguir a esos tipos y darle sus puñetazos. Tristán agarró la pelota. Cuando intentó empujar a Esteban se encontró con la mano estoica. La sangre latía en todo su cuerpo. Todavía se preguntaba como estaba haciendo aquello. La esquina de la barajita estaba de vuelta, soportada entre el índice y el pulgar. Mientras más lo zarandeaban contra la pared, Esteban apretaba la esquina de la barajita, en última instancia repartió puntapiés en las canillas que hicieron gritar a los agresores. Las maestras martillaron de taconazos el piso reluciente. Peinaron la pollina rebelde de Esteban. A medida que avanzaban las preguntas los ojos de Tristán y Cornelio traspasaban el tronco del Araguaney. Sólo se veía la punta de sus zapatos y el extremo de sus codos desde el pasillo. ¿Seguro que no te pasa nada? Mira que es muy feo guardarse las penas y los dolores, después duelen mucho y por varios días. Esteban miró entre las solapas del guardapolvo la esquina rota de la barajita. Imaginó a Félix Rodríguez jugando cuadro adentro en primera base o corriendo de espaldas al home en el jardín izquierdo. Cuando los taconazos sólo eran un eco lejano. Tristán y Cornelio salieron detrás del Araguaney. Mas te vale no haber dicho nada, ni decir nada de aquí en adelante. Esteban rechazó el manotazo con un codo que se clavó en la palma de la mano de Cornelio. La risa de Félix Rodríguez le traía imagenes del infield en una mañana luminosa. Bajó los escalones de la plaza Montes, junto a la alcayata de la acera, frente a la ventana de la farmacia se empinó en la punta de sus pies. Dio un salto que casi lo hizo encaramarse sobre el burro que esperaba a su dueño. Atravesó en diagonal el cruce de la calle Sucre con Miranda. Su mirada largó un tropel de zancadas hasta la pared posterior de la iglesia. Justo bajo el almendrón de la escuela Pedro Luis Cedeño, se detuvo al lado de un señor que esperaba que la chicha llegara al vaso desde el cucharón. ¡Esteban! ¿En que andas? El niño bajó la mirada. Murmuró varios monosílabos y sacó la barajita. Jacinto se recostó del almendrón. Quería saber como le iba en la escuela. Como se llevaba con Julia. Esteban bajaba la mirada y estrujaba la barajita. Félix Rodríguez era un corredor lento, sin embargo todavía tiene el record de triples de la liga venezolana. Esteban levantó la mirada y soltó la sonrisa que tanto había aguardado Jacinto. Dio una carrera y saltó hasta la acera de enfrente. ¡Muchacho! ¿Qué te pasó? ¡Esto no se va a quedar así! Julia agarró el rostro de Esteban en sus manos. Revisó al milímetro los raspones de los pómulos y casi se desplomó en lágrimas al tocar la sangre coagulada en la punta de la nariz. ¿Quién te hizo esto? La pregunta se repitió toda la noche. Esteban repetía solo una frase. Me caí persiguiendo un cucarachero. Julia trajo una olla con agua tibia y una caja de gasa. Aplicó un poco de crema para las manos y luego cubrió con gasa. Ignoraba como empezar a dialogar con Esteban. Casi deja correr las más oscuras acusaciones. Luego pasó sus manos por los hombros de Esteban. Está bien. No me digas quién te hizo esto, pero hazme un favor y principalmente a ti. ¡Defiéndete, no dejes que sigan abusando de ti! Levanta los brazos y cuadra las manos frente a tu rostro y verás como se paran en seco. Varias veces saltó sobre la almohada. El chasquido entre metálico y acuático reaparecía cada cinco minutos. Julia se levantó. Un haz de luz atenuado por la cortina abría una caja amarilla en el pasillo del patio. Avanzó entre oraciones y se persignó a dos pasos de la puerta. El estruendo de varias carpetas y libros que Esteban sacaba del baúl hizo respirar hondo a Julia. ¿Por qué hace eso a esta hora? Varias telarañas guindaban de las cejas. Esteban sacó el rostro del fondo del baúl y estornudó. Es que entre las tareas, la comida y todo lo que me dices no me da tiempo venir para acá en el día. Y yo quiero conseguir otra barajita de Félix Rodríguez. Julia limpió el polvo y los pedacitos de papel viejo del rostro de Esteban. ¿Para qué quieres otra barajita del mismo pelotero? Es que la otra se me rompió en una esquina. Y quiero sorprender a mi papá, se emocionó mucho cuando vio esa barajita. El puñetazo se estrelló entre las manos de Esteban. Justo cuando Tristán lo sujetaba por los hombros y Cornelio soltaba la mano, Esteban escuchó las palabras de Jacinto bajo el almendrón. “Nunca dejes de defenderte. Por más que sean más grandes que tú o que sean más que tú, nunca dejes que te pasen por encima. Demuéstrales valor y entereza y verás que van a tener que empezar a respetarte”. La mirada del padre levantó sus manos y Esteban resistió los golpes. Tristán intentó empujarlo sobre el piso. Cornelio le asestó dos cachetadas. Su mirada se estrelló en las pupilas de los agresores, con tal intensidad que amenazaba con arañarlas. Tristán metió el pie y Esteban logró estirar la mano bajo su mentón en el preciso instante cuando se encajaba sobre el piso de cemento pulido. El grito helado de una maestra los hizo correr cual avutardas. Un sabor a bicarbonato inundaba el esófago de Esteban. Julia apretaba sus dedos sobre las manos de Esteban. Los cortes atravesaban la palma sobre la línea de la vida. ¿Por qué te empeñas en quedarte callado? Los que te hacen esto merecen castigo, merecen un tratamiento psicológico. Y tú tienes que detener esto. Por tu bien, por tu supervivencia, por tu vida. Jacinto llegó en media hora. Trató de calmarse. Los raspones en la frente de Esteban ardían en su pecho como cohetes siderales. Tienes que defenderte hijo. Sino te pueden dar un mal golpe, te pueden romper un brazo o una pierna, o te pueden romper un ojo. Debes prometerme que lo vas a hacer. Tengo varias anécdotas de mis tiempos cuando escuchaba los juegos de Félix Rodríguez. Los ojos de Esteban crepitaron en éxtasis. Sólo si te defiendes hablaremos de ellas. La carrera casi lo hizo chocar contra el filo de la puerta. Aún quedaban restos de crema antiinflamatoria en el pómulo y el arco superciliar derecho. Restregó el ojo sobre el hombro de la camisa de casitas y barcos. Se lanzó en los brazos de Jacinto. Pasaron un rato chocando manos y antebrazos. Se abrazaron varias veces. Jacinto sacó un sobre de Manila del bolsillo de la camisa. Los ojos de Esteban rodaron como las metras más gran des del patio. ¿De donde sacaste esas barajitas de cartón? ¡Pero ahí no está Félix Rodríguez! Jacinto tomó asiento a un lado de la mesita del porche. Son barajitas de grandes primeras bases venezolanos. Gonzalo Márquez, Andres Galarraga, Oswaldo Blanco. Carlos Terremoto Ascanio, Antonio Bríñez, etc. Todos con grandes habilidades defensivas. Todos con un bate capaz de decidir juegos. Esteban dejó a un lado la barajita de Félix Rodríguez. Jacinto la colocó junto a las otras, paralela, frontal, firme. Así debes pararte ante esos muchachos que te golpean a diario y ante cualquiera que pretenda atropellarte, tienes derecho a un espacio, a que se te respete, a que te dejen respirar, y hablar, y a compartir con tus compañeros. Félix Rodríguez también merece un espacio entre los mejores primera base venezolanos de todos los tiempos porque defendía bien la posición, levantaba piconazos y sabía jugar por detrás del corredor. Con el madero no era segundo de nadie. Podía pegarle la pelota de la cerca al más pintado. Sino que lo digan los mejores pitchers de esa época. Y por si fuera poco cuando llegó el momento fue el líder de su equipo con su ejemplo de persistencia y dedicación. En un mismo juego podía quitarse el mascotín para ponerse el guante de jardinero izquierdo o viceversa sin que eso afectara el nivel de su juego. El dolor abdominal se acrecentaba. Desde mitad de cuadra podía ver que en la esquina Cornelio y Tristán aguardaban detrás del pilar de la escuela. En la escuela los habían amonestado por conducta violenta. Llamaron a sus padres y les hicieron jurar que jamás acosarían a Esteban ni otro niño. Las miradas de Cornelio y Tristán semejaban sables ardientes cada vez que tropezaban el rostro de Esteban. Por más que intentaba desviar la mente el sabor a bicarbonato regresaba a su boca con punzadas de limón. Sabía que en algún momento lo encerrarían. La única salida siempre residía en sacar la barajita. Los tipos se acercaron. Tornillos soldaban las suelas a la acera. Sólo la sonrisa de Félix Rodríguez le daba ánimo y la sugerencia de Julia hizo que Tristán y Cornelio frenaran el avance. Con las manos frente al rostro empezó a girar hasta repeler los puñetazos. Julia marco los números. El teléfono celular resbaló entre sus lágrimas. Con la mano izquierda apretaba una compresa de gasa y árnica sobre los pómulos de Esteban. Aló…¿Jacinto? Vente urgente para la casa…Si es Esteban, te necesita quiere hablar contigo ¡Pero vente ya! Esteban apartó los dedos de Julia de su rostro. Corrió hacia el patio. Los vahos de humedad rebotaban sobre el bombillo incandescente. Una mano estirada descorrió la cortina. ¡Es que hubiera apostado la vida a que venías para acá! ¿Qué tanto buscas aquí hijo? Estos olores no le hacen bien a tus heridas. Esteban casi buceó el fondo del baúl. Sacó tres barajitas y la portada de una revista. Las revisó varias veces y las regresó al baúl. Julia sacó un sobre detrás de la espalda y se lo entregó. Esteban saltó en sus brazos y la besó. Gracias mamá. Ahora no se romperá la barajita de Félix Rodríguez. Alfonso L. Tusa C.

Magallanes formaliza el retiro del 23 de Isaías Látigo Chávez

Este sábado 08-12-12 los Navegantes del Magallanes formalizaran el retiro del 11 de Luis Aparicio, el 21 de Camaleón García, el 15 de Félix Rodríguez y el 23 de Isaías Látigo Chávez. Saludos Alfonso Pies y cocuyos en el cielo La niña se inclinaba hacia delante. Los zapatos descascarados de cuero blanco juntaban sus puntas sobre una ondulación de la grama japonesa. Giraba la cara mientras miraba un pedazo de pared bajo la ventana. Discutía que no quería hacer ese lanzamiento. Corrió hacia la pared y explicó porque había que lanzar la curva adentro. De vuelta a la ondulación quedó con la pierna a la altura del abdomen. __¡Espérate Margarita! ¿Dónde aprendiste eso? Martín dejó su maletín en medio del porche. Margarita se mordió los labios y puso los brazos en jarra. Refirió que le había interrumpido el wind up que vio en una revista que él tenía en su oficina. El hombre atravesó la puerta de la calle y regresó con la revista Sport Gráfico. Hojeó hasta que apareció la fotografía de un pitcher haciendo los movimientos para lanzar. “Isaías Látigo Chávez”. En la oficina Sebastián se ajustaba al lugar más apropiado para observar la pintura que lo enceguecía. Miles de puntos brillantes atravesaban la oscuridad de una noche a través del vidrio y la cañuela. El cuaderno parecía sostenido sobre un pedestal de granito. Martín miraba a Margarita ensayar el movimiento del pitcher y luego en la oficina Sebastián boceteaba los focos embutidos en las ondulaciones nocturna del cuadro. Aquella pintura de Vincent Van Gogh había capturado la atención del niño desde la primera vez que entró a la oficina. Martín disfrutaba mucho los trazos y la profundidad de la pintura de Van Gogh. Sin embargo imaginaba que Sebastián en algún momento se interesaría por el béisbol. Al ver que Margarita llevaba la pierna al nivel de la cintura, la llamó a su cuarto. De allá vino con un pantalón corto bajo el vestido. De inmediato alzó la pierna sobre su cabeza. Los vidrios de la ventana se estremecieron cuando la pelota impactó en la pared. Sebastián permanecía en solitario largos períodos del recreo escolar. Sus compañeros lo veían como un ejemplar raro. En la parte más acalorada de las conversaciones deportivas. Cuando hablaban de Caracas y Magallanes. Del Chico Carrasquel y Camaleón García. De la Vinotinto. De los héroes de Portland. Sebastián desviaba la mirada hacia los contrastes de luz solar sobre las ramas del araguaney. Sólo cuando mencionaban a un pitcher de hacía mucho tiempo, Sebastián se acercaba al grupo. Querían conocer más del Látigo Chávez. Sabían muy poco de él. Pero las fotografías que habían visto hacían que se emocionaran como si apreciaran las habilidades de Omar Vizquel, Johan Santana o Félix Hernández. Sebastián había escuchado a Martín hablar del Látigo con sus amigos. Lo había visto registrar las hojas de Sport Gráfico hasta encontrar aquellas fotografías y pasaba horas leyendo los textos. Margarita varias veces llegaba llorando de la escuela. Si había concurso de música o pintura, sus compañeras pasaban por su lado y comentaban que interpretar un instrumento o empuñar el pincel si era un arte, no ese juego fastidioso de béisbol que no jugaban las niñas. Martín sacaba el caballete y desempolvaba el lienzo. Margarita miraba la paleta y los colores por un rato, luego fijaba los ojos en el centro del lienzo y hacía el wind up, soltaba un rectazo al medio del plato y gritaba “Strike one”. Martín giraba la cabeza de hombro a hombro. Margarita agarraba la caja del violín de las manos de Martín. Argumentaba que montarse en un montículo por nueve innings, tratando de colocar la pelota en el medio del plato sin que los bateadores la conectaran y con el riesgo de que un linietazo le pegara en la cara, tenía que ser un arte tan meritorio como pintar, cantar, escribir o interpretar un instrumento. Martín se la quedó mirando y asintió, quería decir algo pero prefirió secarse el sudor de la frente con la mano. Las luces de aquellas pinturas campestres de Van Gogh animaron de tal manera los trazos sobre el lienzo, que Sebastián completó por primera vez el boceto del patio de la casa visto desde el techo cuando comenzaba el crepúsculo. Martín se quedó paralizado con las transiciones de cobalto a granate que Sebastián había logrado. El timbre de la puerta lo hizo dejar el Sport Gráfico sobre la mesa. Había un pitcher con el pie izquierdo levantado hacia el cielo sobre el montículo de un diamante beisbolero. Sebastián miró la foto desde varios ángulos. Revisó las formas y la profundidad de la luz. Regresó al lienzo y miró el paisaje del patio. Parecía reagrupar los colores y recomponer varias líneas, luego borraba todo en el aire. Siempre regresaba a la fotografía de la revista. Martín intentó agarrar el Sport Gráfico. Sebastián estaba tan adentro de la fotografía. Martín prefirió deleitarse con los trazos plasmados en el lienzo. La noche anterior a su primer juego en la liga local, Margarita habló con Martín de cómo hacían los pitchers para no asustarse en el montículo. El catcher jugaba un papel muy importante. Sus consejos y sugerencias ayudan a relajar a los pitchers. Es una relación tan profunda que el pitcher y el catcher andan juntos mucho tiempo. Comen juntos y hasta se van de pesca. Mientras más se conocen tienen más argumentos para enfrentar las dificultades que se presentan en un juego. Isaías Chávez, el pitcher que viste en la foto de la revista, al comienzo del juego decisivo de un torneo juvenil, llamó varias veces al catcher. La pelota se le resbalaba de las manos por el sudor. El catcher le dijo que él era el que le había escondido los zapatos en el juego anterior. La sorpresa de Isaías fue tal que se olvidó de la tensión y empezó a lanzar puros strikes en las esquinas. Varias veces le pareció a Martín apreciar un rombo verde y anaranjado a un costado de la pintura. Sebastián aseguraba que sólo eran recursos de contrastes para hacer notar más los árboles de su pintura. Luego Martín pasó unos cuantos minutos agachándose frente al lienzo. Decía que veía varios jugadores corriendo detrás de un pitcher que levantaba la pierna izquierda. Sebastíán soltó varias carcajadas, le decía que tenía un ojo muy beisbolero. Martín se alejaba y se acercaba al caballete y cada vez veía nuevos indicios de un campo de béisbol. Se abstuvo de hacer otros comentarios a Sebastián. Solo se rió y cuando regresó al Sport Gráfico entendió perfectamente que los trazos de la pintura reproducían el spike sobre la cabeza del lanzador. Empezó a silbar y ladeó la cabeza. “Menos mal que sólo son recursos de contraste”. Margarita intentó varias veces hablar con el receptor del equipo. El niño le daba la espalda y se iba a conversar con los demás compañeros. Se sentía como el patito feo. Cuando dos lagrimones asomaban en sus párpados inferiores, el manager la llamó. Le dio dos palmaditas en la espalda y le dijo que subiera al morrito. Agarró una mascota del banco y se agachó detrás del plato. Gritó con todas sus fuerzas. Quería ver que era lo que tenía en la bola. El primer lanzamiento casi le arranca la gorra al manager. El hombre se levantó y subió al montículo. Margarita lo escuchó hablar de concentración de enfocarse en la zona de strike y olvidarse de todo lo que había alrededor, menos de sus compañeros. La próxima pelota salió de sus manos cuando la punta del pie izquierdo rozaba el suelo. El manager se fue hacia atrás con el impacto de la pelota en la pechera. Por más que intentaba eludir los comentarios de sus compañeros y de enfocar su mirada en la vegetación adyacente o en las montañas lejanas, el murmullo incidía en su capacidad creativa. Todos aquellos comentarios del pitcher que levantaba el pie hacia el cielo, la emoción con que eran referidos, emergían en el lienzo. Sebastián se sorprendía al ver como aparecían montículos de nubes sobre rombos de estrellas. En las sinuosidades más profundas de los azules de notaba el semicírculo de la punta de un zapato. Si intentaba desfigurar los trazos se le venía un vendaval de vértigo semejante al aterrizaje de la pierna izquierda luego del lanzamiento. Se iba varios pasos hacia atrás. Mordía la paleta. Nunca le había pasado eso. Aquellas imágenes se empeñaban en salir solas. Quería desprender el lienzo y empezar otra pintura. Los atardeceres encontraban a Margarita corriendo junto a Sebastián. Se internaban en un solar cubierto de asfalto en el centro. En los costados crecían arbustos, hierbajos y plantas que espesaban la vegetación. La nube de luciérnagas los llevaba a recorrer varias veces el perímetro del solar. Con incursiones en la vegetación donde veían lagartijas y ratones silvestres. A veces tropezaban con piedras grandes y evitaban la caída con las manos por delante. La voz de Martín trepidaba desde el porche. El tercer alarido los sorprendía saltando la baranda del jardín. Aún sin limpiarse las manos y sin quitarse la ropa cargada de abrojos y manchas de clorofila, Margarita sacaba el Sport Gráfico del escritorio de Martín. Sebastián se quedaba mirando todos los tubos de verdes y azules que había a un lado de la paleta. Dio varios trazos en el aire casi a ras del lienzo. Sebastián salía por momentos al porche y regresaba a la paleta. Apretaba los tubos y dudaba cuanto exprimir de azul y cuanto de verde. Las tonalidades que veía sobre el asfalto, lo enceguecían. Si intentaba acercarse desde el jardín, regresaba inmediatamente volteaba y veía a Martín alerta desde la mecedora del porche. Una percusión en el piso lo hizo correr hasta su cuarto. En el medio de la oficina, Margarita recogía las páginas de Sport Gráfico mientras se levantaba del piso. Se sobó varias veces la espalda. Sebastían escondió la carcajada entre las manos. Dos carraspeos de Martín lo hicieron salir corriendo. Margarita se acercó. Su voz tenía algo de mandolina cargada de humedad. “Papá ¿Cómo hace el Látigo para levantar la pierna tan alta y no caerse?” Martín se volteó hacia la pared para disimular la risa. Margarita iba a empezar a llorar. “Hija, eso es un trabajo. Te aseguro que El Látigo pasó mucho tiempo practicando ese movimiento”. El cuaderno de dibujar se resbaló de sus manos. Sebastián soltó los lápices de colorear y atravesó el portón de la escuela. Desde el cemento pulido de la acera trató de acercarse al pedazo de cartón de leche donde un muchachito levantaba la pierna izquierda hasta casi rozar las hojas de jabillo como si nada. Desde una hilera de plantas ornamentales que corría paralela a la línea de tercera base un muchacho le gritó que se quitara de en medio. Sebastián intentó decirle al pitcher que volviera a lanzar. Un manganzón de algunos doce años lo sacó a empellones hasta detrás de la primera base. Allí se quedó mirando la dinámica del lanzador hasta que notó como el muchacho colocaba el talón con respecto a la cabeza. Esbozó varios trazos en la última página del bloc, se fue alejando para tener varios ángulos que reprodujo en otras tantas páginas. Al llegar a la acera de la escuela tropezó con la cerca. El timbre lo hizo correr al salón. Margarita pasó varios minutos riéndose. Le costaba creer que Sebastián le hubiese dedicado parte de su tiempo a otra cosa que no fuera la pintura de algún paisaje de Van Gogh. Sólo después de caerse tres veces por colocar el pie totalmente desalineado de la cabeza, empezó a mirar los dibujos de Sebastián. Al principio intentó cerrar el cuaderno varias veces. Luego notó como Margarita juntó las manos. Nunca la había visto pedir un favor con tanta insistencia. Los primeros ensayos apenas le permitieron concretar el movimiento. El equilibrio era una gelatina que temblaba en sus rodillas. En el cuarto intento Sebastián se acercó y empujó el talón más adentro. Margarita alzó el pie hasta que la planta quedo paralela al techo. Luego llevó la mano detrás del cráneo y soltó la pelota. Un estruendo de tablillas de madera sacó a Martín de su oficina. La pelota llegó hasta el medio de la sala. La voz limpió todas las telarañas del techo. Martín alumbraba las penumbras de la sala con la incandescencia de su nariz. Recriminó la risa de Sebastián. Señaló la puerta del cuarto a Margarita. Cuando ambos niños escondían sus rostros en el esternón, Martín avanzó un paso, luego ensayó un llamado que salió sin rozar las cuerdas vocales. Margarita recogió la pelota y la pasó por los ríos de sus mejillas. Sebastián apretó el bloc debajo del brazo y metió la mano hasta las profundidades del bolsillo. Martín se atravesó delante de la habitación. Levantó la barbilla de Margarita. Agarró la pelota y le mostró como se colocaban los dedos en los distintos lanzamientos. Margarita preguntó si aquellos eran los lanzamientos que hacía el Látigo. Casi todos, lo que pasa es que ahora los han mejorado. Pero en esencia esas eran las maneras como Isaías Chávez agarraba la pelota para lanzar. Los vestigios de lágrimas dieron paso a un arco iris en los ojos de Margarita. Los trazos sobre el papel se hicieron más fiebrosos. El grafito deslizaba una dinámica que disparaba contrastes y perspectivas de una manera que muy pocas veces había experimentado Sebastián. Sólo cuando intentaba seguir las líneas de Van Gogh, o los de esos dos señores que Martín le había mostrado sus pinturas: Arturo Michelena y Armando Reverón. La estancia donde el pitcher llevaba el guante hacia el occipital le traía ensoñaciones de La Siesta de Van Gogh. La imagen donde el lanzador empezaba a levantar la rodilla lo trasladaba hasta los entornos de “La Joven Madre” de Michelena. El momento cuando el pitcher suelta la pelota desde la oreja ilumina todos los ángulos de los “Uveros” de Reverón en medio de un caleidoscopio de incandescencias que hacían a Sebastián soltar el lápiz sobre cada evolución del movimiento en cinética simultanea. El próximo juego, Martín se agarró el crucifijo bajo la camisa y lo apretó contra el pecho. Bajó tres escalones cuando Margarita piso la goma de la caja de lanzar. Logró levantar la pierna izquierda hasta la altura del pecho. Sacó la pelota desde atrás de la oreja y soltó la pelota. Martín bajó hasta la alambrada. La pelota zumbaba cual cigarrón en el mediodía más incandescente del verano. El bateador apenas sacó el bate. Salió un elevado altísimo entre tercera base y el plato. Margarita corrió hacia la raya, hizo señas con los brazos y recibió la pelota en la malla del guante. Martín se restregó los ojos siete veces. Al terminar el juego lo primero que le preguntó a Margarita fue donde había aprendido a fildear esos batazos tan elevados que casi siempre los atrapan los infielders o el catcher. Margarita sonrió y guiñó un ojo. __Una tarde cuando ensayaba a levantar la pierna en el jardín, oí a dos señores que te esperaban en el porche. Primero hablaban de negocios y de esos seguros que tú vendes. Después de la familia. Uno mencionó algo relacionado con el béisbol. Me resbalé y casi me fui de espaldas sobre la grama. Me asomé en puntillas detrás de la pared. Martín de casualidad se comió la luz de un semáforo. El frenazo lo hizo avanzar media cuadra antes de pedirle a Margarita que continuara. __Estaba por regresar a ensayar. Pronunciaron el nombre de “El Látigo”. Entonces me soldé a la pared. “Ese muchacho que llaman Látigo Chávez, no solamente es buen pitcher, como fildeador es buenísimo siempre está entre los primeros en outs, asistencias y dobleplays de cualquier liga donde juegue. Una vez lo vi pedir un globo que por lo general lo pide el tercera base o el catcher. Él Látigo corrió hacia la zona de foul entre tercera y el plato, abrió los brazos y agarró la pelota. Martín volteó hacia el asiento trasero, mientras subía la palanca de cambios a “P”, se quedó mirando la carcajada de Margarita. El hombre siguió la dirección del dedo índice de la niña. En el fondo del jardín Sebastián afincaba el pie derecho sobre la grama de lochas, cuando el pie izquierdo subía a la altura de las rodillas caía de platanazo sobre la grama. Margarita preguntó de cuando acá quería practicar béisbol, si lo de él era la pintura. Martín apretó las manos sobre las tirillas traseras del pantalón. Entre contento y sorprendido quiso saber el motivo de la metamorfosis. Sebastián volvió a intentar. Esta vez llevó el pie a la altura del cuello. Se quedó paralizado y el pie regresó al piso. Margarita le explicó que tenía que llevar la mano con la pelota hasta detrás de la oreja y luego que tuviera el pie arriba, impulsarse hacia delante y “¡zas!” soltar la pelota. Margarita se sentó en la acera del jardín. Entre las observaciones para que hiciera mejor el lanzamiento, empezó a mezclar preguntas para saber porqué Sebastián quería tanto aprender a lanzar una pelota de béisbol como un pitcher. Al principio se quedaba callado. Margarita insistió, cual gota de agua sobre una roca de pizarra, hasta que Sebastián aflojó que necesitaba perfeccionar sus pinturas de las distintas etapas de un pitcher cuando se prepara para lanzar sobre el montículo. El artista necesita vivir, sentir en carne propia lo que quiere transmitir, sólo así puede hacerse una buena obra de arte. Margarita se quedó mirando fijamente a los ojos a Sebastián y este no pestañeó ni un instante. Luego de hacer varios intentos hasta hacer un lanzamiento aceptable, Sebastián salió corriendo hacia el lienzo. Margarita se fue hasta el pasillo posterior del jardín. Sintió un sonido de papeles retorcidos detrás de una mata de uña de danta. Al agacharse salió corriendo una lagartija. Metió la mano y sacó el Sport Gráfico. Estaba abierta justo en la página donde aparecía el reportaje del Látigo. A pie de página distinguió unas letras: “Si no puedo jugar como tú. Te voy a dibujar mejor que en la fotografía”. Alfonso L. Tusa C.