viernes, 29 de diciembre de 2017
Cincuenta años de aquel último triunfo de Isaías Látigo Chávez con los Navegantes del Magallanes.
30 de diciembre de 1967. Estadio Universitario. Caracas.
Magallanes 9 – Lara 2.
Isaías Chávez: 9 innings, 2 carreras permitidas, 1 limpia, 7 imparables, 7 ponches, 2 boletos (1 intencional). Con el madero se fue de 2-1 con carrera anotada.
Por Magallanes destacaron a la ofensiva Armando Ortíz de 5-3 con 3 empujadas y 1 anotada. Ed Herrmann de 5-2 con 2 empujadas y 1 anotada y Sid O’Brien de 5-1 con 2 empujadas.
Pitcher perdedor: Salvatore Campisi, con relevos de Pablo Torrealba, Leo Marentette y Erasmo Díaz.
Alfonso L. Tusa C.
sábado, 23 de diciembre de 2017
Endy debió ir 2.000 veces al home para poder dar el batazo de su vida
sábado, 23 de diciembre de 2017.
El súper veterano Endy Chávez, todavía líder en el terreno de los Navegantes, a pesar de estar por cumplir los 40 años de edad, tuvo que ir más de 2.000 veces al home para por fin dar un cuadrangular que dejó en el terreno a sus contrarios. Y fue un Grand Slam.
“De los momentos que he vivido con el Magallanes, este es uno de los mejores”, exclamó el nativo de Valencia la noche de este sábado, entrevistado por el periodista Víctor López, luego de convertirse en el héroe contra los Tigres de Aragua.
Chávez encontró el pasaje lleno ante el también ex grandeliga Ronald Belisario en la parte baja del noveno inning, con tres corredores en circulación y abajo los turcos 5 carreras por 3. Entonces descargó su fuerza, barrió las bases y completó algo que jamás había hecho en su larga y fructífera trayectoria.
“Nunca había dado un jonrón para dejar en el terreno a ningún equipo”, confesó el patrullero, que antes del encuentro acumulaba más de 2.000 apariciones legales en el home y 1.923 turnos al bate.
El tablazo de Chávez mantuvo a los bucaneros a un juego del primer lugar, pues los Cardenales de Lara también vencieron en la jornada, y dejó a los bengalíes en riesgo de ceder la quinta plaza a manos de los Caribes de Anzoátegui.
El delgado nativo de Valencia apenas tenía 11 vuelacercas en 18 temporadas en la LVBP antes de explotar con esta conexión.
Resaltó el periodista Marcos Grunfeld que, además, impuso con cuatro un tope personal de empujadas en un juego, pues su máximo en la liga era tres. Fue, para más, su primer Grand Slam.
Revisa otras noticias de la LVBP haciendo click aquí.
Ignacio Serrano. El Emergente.
martes, 19 de diciembre de 2017
Aquella misa de aguinaldos.
La esencia del guiso de hallacas se mezclaba en la sala con los vapores de musgo silvestre del pesebre. Al trasponer la puerta de la calle con el rollo de pabilo en las manos, le preguntaste a tu mamá que era una misa de aguinaldos, en la bodega de María La Catira todos hablaban del comienzo de las misas de aguinaldos. En principio tu mamá te dijo que era una misa como la de los domingos donde siempre terminabas fastidiándote. Le dijiste que las personas en la bodega hablaban de un grupo coral y un conjunto de gaitas que cantaban en la iglesia y que en la calle había juegos y diversiones. Te respondió que esas misas se realizaban a las cinco de la mañana, “tú no te vas a levantar a esa hora, además eres muy pequeño para ir solo”. Como pasaras el resto del ritual de ayudar a cortar el pabilo y las hojas de las hallacas con un dejo de tristeza, Carmen le propuso a tu mamá que ella podía acompañarte a la misa de aguinaldos y Olivia casi se cae de la silla con una sonrisa de victoria.
Esa alegría tuvo su corto circuito, tu mamá y Carmen pusieron como condición que Olivia y tú se pusieran al día con las últimas clases de quinto grado. A duras penas fueron a estudiar porque efectivamente a eso de las cinco de la tarde tu mamá te interrogó y te puso unos ejercicios en el cuaderno y luego hizo lo mismo con Olivia, aun cuando en principio dijo que no habían salido bien del todo, aprobó que fueran a la misa de aguinaldos.
Antes de irte a dormir, tu papá te llamó a la oficina, te ofreció unas galletas rústicas italianas llamadas bastoncini, rellenas con almendras, nueces, pistachos y un toque de amaretto, nunca más las volviste a ver. Te dijo que Carmen te las entregaría en la madrugada antes de salir para la misa, y que no te olvidaras de compartirlas con ella y Olivia.
La emoción por levantarte a las cinco de la mañana y salir a la calle en esa oscuridad era tan grande que apenas prestabas atención a ratos al juego entre Caracas y Magallanes que escuchaban tus hermanos, debías acostarte temprano y aquel juego se fue a extrainning.
De regreso de un postrero mandado para comprar una caja de pasitas, te detuviste un momento a hablar con los hijos de Clemente y te dijeron que si te amarrabas un hilo en el dedo gordo del pie y ponías el otro extremo en la ventana, ellos pasaban a templarlo para que te despertaras a tiempo de ir a la misa. Carmen y Olivia estaban muertas de risa cuando te vieron hacer el ritual del hilo en el dedo del pie.
A las cuatro y media de la mañana Carmen te bajó la cobija y te dijo al oído que era la hora de la misa de aguinaldos. Al principio te refugiaste bajo la almohada, luego recordaste tus expectativas y te levantaste, estiraste los brazos y buscaste las pantuflas bajo la cama, cada roce de la punta de tus pies con el piso te hacia imaginar los glaciares del polo norte. Al regresar de cepillarte los dientes y con las manos temblando entre la camisa mangalarga, le templaste la cobija y le preguntaste a Felipe como había terminado el juego. Primero te dijo que lo dejaras dormir, luego desde las entrañas del sueño te dijo que Magallanes había ganado 15-10 en doce innings. Pensaste que te había contestado lo primero que se le vino a la mente.
Cuando estuvieron listos, fueron con Carmen a la casa de Alfredo Gómez, cada palabra pronunciada formaba una voluta de vapor de agua condensado que parecía nieve; atravesaron el jardín y se asomaron en la ventana del cuarto de Alfredo. “Señor Alfredo venimos a buscar a las muchachas para ir a la misa de aguinaldos”, dijo Carmen. Luego de hablar con Emira, Alfredo te dijo que hasta hacía poco había escuchado el juego, que ese Magallanes le había echado tremenda broma al Caracas, hasta el pitcher había bateado un jonrón, pero que lo iban a esperar en la bajaíta. Cuando la Carmen que trabajaba en casa de Alfredo, Gregorina y Milagros estuvieron listas, se despidieron y Alfredo les dijo en medio de su carácter jovial que se cuidaran de los tumbarranchos y que le trajeran una empanada de dominó.
La visión de Cumanacoa en penumbras, embadurnada en neblina y estallidos de cohetes, te quedó grabada por siempre, en cada cuadra, en cada acera que pasaban, se sentían los alfileres del frío, el rumor de los villancicos en la distancia, el ambiente decembrino en el aire, los gritos de los muchachos patinando, el ritmo de un cuatro en una esquina, toda una galería de visiones y emociones que galvanizaron en algun rincón de tu cráneo desde donde aún alumbran tus recuerdos.
Mientras atravesaban la plaza Bolívar crecía la expectativa por ver como era la iglesia de madrugada, si era verdad que había una coral y un grupo de gaitas dentro del templo. La primera media hora te pareció una misa más como cualquiera de las que asistías con tu mamá los domingos. Entonces, en una pausa, el sacerdote hizo una seña hacia el fondo y estalló la gaita acompañada por las voces corales. En un descuido de Carmen corriste hacia el lugar de donde venía la música, sobre la puerta principal de la iglesia había una plataforma, desde allí decantaban los rasgueos de los cuatros, las modulaciones vocales, las percusiones de los furros y maracas en la escalera de madera, la hacían sonar como un instrumento musical adicional. Nunca antes habías experimentado una alegría colectiva tan espontanea y expresiva, parecía una cápsula, una nave espacial congelada en el tiempo. De allí salieron eufóricos, embriagados de aguinaldos, de celebración, del espíritu del Niño Jesús.
Fueron con Carmen al mercado, todo el trayecto y la estadía en el mercado se mantuvo esa sustancia mágica de la Navidad en el ambiente, la armonía, el entusiasmo, la alegría, parecía que caminaban en un cuento de Hans Christian Andersen o en una poesía de Andrés Eloy Blanco: Las empanadas fueron las mejores que recuerdes haber comido.
De regreso a casa te quedaste jugando pelota de goma con los hijos de Clemente en la calle, hasta que tu mamá salió a buscarte a eso de las ocho de la mañana. “Ya está bueno, después esta noche te quieres acostar antes de cenar”.
Alfonso L. Tusa C. 17 de diciembre de 2017. ©
miércoles, 13 de diciembre de 2017
“¿Qué hacías las mañanas del 31 de diciembre?”
Hace unos días conversaba con mi hijo de diez años, había un asomo de tristeza y molestia en su mirada. No podía entender la incertidumbre de si podríamos viajar hacia Cumaná para Navidad y Año Nuevo. Miguelín me miraba con ojos punzantes, “pero siempre hemos ido a visitar a la abuela en esos días”. No sabía que hacer, me sentía sin recursos ¿cómo explicarle a un niño que por estrecheces económicas era difícil comprar alimentos y mucho más pasajes para viajar al interior del país? ¿cómo hablarle de los desmanes totalitarios? ¿cómo traducir la historia de quienes han desangrado a todo un país? Me costaba mucho mantenerle la mirada y al final debía simular que habían llegado unos azulejos a las ramas del bucare, para evitar que notara el asomo de mis lágrimas.
“…y entonces ¿Qué vamos a hacer el 31?” Miguelin se plantó frente a mí, parecía un defensor de futbol, de ninguna manera me dejaría levantarme de la mecedora, ni siquiera para ir a la cocina. Como el silencio abarcara los siguientes dos minutos, Miguelín me miró fijo a los ojos, como nunca lo hacía al preguntar. ¿Qué hacías los 31 de diciembre cuando tenías mi edad?
De pronto me sentí acorralado, cuando estaba a punto de darme por vencido, llegaron imágenes nítidas de un domingo de diciembre de 1967, ese 31 debíamos viajar a Cumaná pero el Plymouth Century de papá amaneció con la batería descargada. Siempre salíamos temprano en la mañana desde Cumanacoa hacia Cumaná. Aunque él no lo dijo, escuché a mamá decir que era probable que esa vez no íbamos a pasar el Año Nuevo en casa de la abuela. Me fui al cuarto y descargué mi llanto bajo la almohada. Mientras escuchaba a papá hablar con unos conocidos en la calle, Felipe trató de consolarme diciendo que a las once había un juego de beisbol entre los eternos rivales.
Miguelín sonrió. Mostró la mirada más pícara que le haya visto. “¡Deja de inventar papá! Nunca ha habido juegos de beisbol profesional ni el 24, ni el 31 de diciembre, a veces tampoco hay juegos el 23 ni el 30”.
Volví a sentirme sin palabras. Aquel país, aquella realidad era tan distinto a lo que teníamos ahora que podía entender una a una las palabras de Miguelín. Quizás por eso escuché como la parte culminante de un sueño, el momento cuando Felipe sintonizó Radio Sucre y sonó aquel himno: “En los deportes…Radio Rumbos presente está…”
Aunque escuchaba con tristeza como papá había intentado auxiliar la batería con los cables de un vecino y el motor del carro no arrancaba, poco a poco la voz grave de Delio Amado León y la aguda de Carlitos González fueron abriendo una ventana que si bien no restañó la herida de no viajar a Cumaná, al menos me motivó a distraerme. La voz grave elogiaba la presencia de Diego Seguí en el montículo caraquista, hasta ese momento invicto en ocho decisiones. La voz aguda apuntaba la difícil situación del Magallanes en la parte inferior de la clasificación, por si fuera poco esa mañana dependería de Tom Fisher un pitcher que había empezado la temporada con los Tiburones de La Guaira y había sido dejado en libertad.
Miguelín me veía cada vez con más picardía y visos de reclamo en su mirada. “¿Por qué insistes en ese cuento papá? No soy ningun bebé para no saber que el 31 de diciembre no hay juegos de beisbol porque los peloteros también se reúnen con sus familias”
Quise explicarle que hace cincuenta años la vida era diferente, el beisbol era diferente, el país era muy diferente. Solo que había pasado tanto tiempo, habían ocurrido tantos cambios desde entonces, que ciertamente todos aquellos recuerdos parecían fragmentos de cuentos de hadas, trazas de polvo mágico, visiones etéreas.
Escuché a través de la narración radiofónica cuando papá decidió caminar hasta la estación de gasolina ubicada a más de un kilometro para comprar una batería nueva. En ese momento del juego Oswaldo Blanco le conecto triple a Seguí por la izquierda y luego apareció Armando Ortíz, un jardinero que había llegado recientemente desde los Tiburones de La Guaira a cambio del lanzador Aurelio Monteagudo, y despachó doble entre el jardin central y el derecho. Magallanes 1 – Caracas 0.
Miguelín sonreía incrédulo. “Hasta parece que estuvieras inventando el juego. El eterno cuento del más débil ganándole al fuerte”.
Intenté buscar entre los recortes de periódicos, hasta logré ubicar algunas revistas de lo que había sido mi gran colección de Sport Gráfico, pero en ninguna parte apareció nada relacionado al juego en cuestión. Solo contaba con mi memoria y Miguelin decía que cada quien recuerda las cosas a su conveniencia, que yo mismo lo había dicho muchas veces. Sin embargo continué refiriendo lo que recordaba de aquella mañana. Miguelín me seguía mirando como diciendo “con ese cuento no vas a conseguir los pasajes para viajar a casa de la abuela”.
Felipe casi apaga el radio cuando el Caracas empató el juego en el tercer inning. Quizás previendo que ese 31 de diciembre iba a ser diferente, sin el quesillo de piña, ni las hallacas de la abuela, me acerqué más al radio sin saber mucho de beisbol.
La primera señal de lo particular de aquel juego la dio el cambio de voz de Delio Amado, de pronto su voz fue de tenor para ilustrar como Armando Ortiz atacaba un imparable de Musulungo Herrera en el jardín derecho para mandar un cañonazo que resonó en la mascota de Ed Herrmann para hacer levantar la voz y el brazo derecho del árbitro Armando Rodríguez.
Miguelín seguía mirándome con su sonrisa impasible, “¿Y…? Un out en la goma lo hace cualquier right fielder”. Quise atropellar la historia para que entendiera porque aquella no iba a ser una simple jugada común de cualquier right fielder. Casi de inmediato recuperé la calma y hasta acompañé la risa de Miguelín. Era increíble como aún conservaba la pasión que sentí ese día por ese juego, como deseé con todas mis ansias que Magallanes le ganara a Diego Seguí y que Armando Ortíz siguiera haciendo jugadas inesperadas. Miguelín me miraba con ojos tranquilos. “¿Por qué te pones bravo, como el gran danés ese de la esquina que se molesta cada vez que le hago burlas? Ese juego dices que ocurrió hace cincuenta años. Deberías haberlo superado hace tiempo, como me dices cada vez que me empecino en algo que me ocurrió hace una semana”.
Cuando se hizo la una de la tarde, mamá nos llamó a almorzar. Trató de explicarme que iba a ser difícil que viajáramos a Cumaná esa víspera de Año Nuevo. Sentí algo de tristeza, pero la narración del juego de beisbol que se escuchaba desde el cuarto, me mantuvo algo distraído. En ese momento Delio Amado elevó aun más la modulaciones de tenor para describir la carrera al pisa y corre de Paul Schaal desde tercera base hasta el plato con elevado a la derecha de Cesar Tovar. “…Ortiz atrapa la pelota y lanza hacia el plato de aire…¡qué bárbaro señores, Herrmann tiene la pelota y espera al corredor, dobleplay 9-92…segunda asistencia de Ortiz!”
Sonreí y hasta le hice un guiño a Miguelín. Preferí agitarle los cabellos Preferí responder dentro de mi cráneo. Claro que un out en la goma no lo hace cualquier right fielder, mucho menos uno colocado en esa posición circunstancialmente, uno quien nunca fue regular en su equipo anterior y tampoco lo era con Magallanes. Mucho menos en un juego de los eternos rivales con toda esa tensión en las tribunas, mucho menos ante un equipo tan sobrado como el Caracas de ese momento de la temporada 1967-68, mucho menos con un equipo tan desajustado como el Magallanes de ese momento. Y no, nunca podré olvidar ese juego, por la alegría que me dio, porque me ayudó a sobreponerme al golpe bajo de romper la tradición de viajar a Cumaná todos los 31 de diciembre, porque representa una época de ensueño, de fantasía hecha realidad, nunca más tuve la oportunidad de escuchar un juego de beisbol profesional un 31 de diciembre, de distraerme y soñar en vivo solo con un simple radio transistor.
Cuando el mediodía se convertía en tarde y papá no aparecía, solo aquel juego me mantuvo animado, restañó toda la tristeza de no viajar a Cumaná, de no compartir el cariño de abuela, sus hallacas y su quesillo de piña. Hacia la parte final del juego, Delio Amado León siguió agregando nuevos matices de tenor a sus modulaciones.”…allá va un elevado hacia la derecha…está vez si parece con suficiente distancia… el coach de tercera base, Pompeyo Davalillo ordena al Nelson Castellanos que salga al pisa y corre. Ortíz lanza de nuevo al plato…viene de aire señores y de nuevo Herrmann tiene la pelota con tiempo y el corredor es out en la goma…que día el de Armando Ortíz…tercera asistencia en el plato…esto tiene que estar cerca de un record…”
Cuando papá regresó, a eso de las dos y media de la tarde, lucía cansado, derrotado, casi apretó el paso hacia su oficina cuando me le acerqué. No quería hablar. Me veía y hundía la mirada en el piso. Yo sabía, como sé ahora que Miguelín no me cree lo de los juegos de beisbol profesional el 24 de diciembre y Navidad y el 31 de diciembre y Año Nuevo, que papá no había conseguido la batería del carro, su mirada era la misma de cuando no tenía pan campesino para sus huevos con salsa o galletas Nic Nac para su desayuno, sospechaba que yo me los había comido y había una mezcla de tristeza y rabia en su mirada, esta vez la mezcla era de impotencia y desesperación. Antes que pudiera decir algo se quedó petrificado cuando empecé a silbar y le entregué una hallaca con una sonrisa más grande que si estuviéramos en casa de los abuelos. Yo sabía que en su mente papá se preguntaba porque yo sonreía en vez de llorar. A la distancia le guiñé el ojo a Felipe. El jonrón de Armando Ortiz en el cierre del séptimo inning significó la victoria ante Diego Seguí. De pronto me sentí en el número 30 de la calle Ayacucho de Cumaná, la alegría de mis hermanos, mi impresión de estar escuchando algo fabuloso, recuperaron la magia de la víspera de Año Nuevo.
Alfonso L. Tusa C. 06-12-2017.
Paciorek se sobrepuso a una niñez dificil para disfrutar una larga carrera en el beisbol.
Bruce Markusen
Junio 2, 2017
Siempre he disfrutado el trabajo de Tom Paciorek como analista de las transmisiones de los juegos de los Medias Blancas de Chicago, desde sus primeros días como narrador en la década de 1990. Ahora retirado, él era divertido, agudo y reflexivo, una voz agradable de muchas maneras. Fue solo recientemente que supe acerca de su conexión con Detroit, lo cual me motivó a escribir de él.
Paciorek nació y se crió en la ciudad el motor, donde resistió una niñez difícil. Una vez que empecé a investigar el entorno de Paciorek, descubrí una historia fascinante y problemática que me hizo preguntarme como pude haber sabido tan poco de este beisbolista y narrador deportivo.
Uno de ocho hijos, Paciorek creció en la pobreza en una de las secciones más olvidadas de Detroit. Él, sus padres, y sus hermanos (incluyendo dos otros futuros jugadores de grandes ligas, John y Jim) vivían en una colapsada casa de tres habitaciones. Debido a los ingresos limitados de sus padres y a la presencia de muchos niños que alimentar y vestir, los Paciorek carecían de dinero hasta para comprar un televisor. De acuerdo a Paciorek, su familia fue la última de la vecindad en adquirir un televisor, eso ilustra las difíciles circunstancias económicas que vivieron los Paciorek.
Como si su situación monetaria no fuese lo suficientemente mala, Tom y varios de sus hermanos también enfrentaron un problema adicional. Asistían a la escuela secundaria en St. Ladislaus, en Hamtramck, una institución manejada por curas católicos. Como Paciorek reveló muchos años después, él y tres de sus hermanos fueron sometidos al abuso sexual por un cura en St. Ladislaus. Dada la cultura de la década de 1960, cuando era difícil retar a la autoridad del clero, Paciorek y sus hermanos se sintieron sin respaldo para denunciar al cura, reverendo Gerald Shirilla. Paciorek dijo que los repetidos incidentes con Shirilla lo traumatizaron, lo cual le afectó por años. A comienzos de la década de 1990, Paciorek se motivó a realizar una demanda contra el cura en St. Ladislaus (la cual ahora no existe), pero para entonces había expirado el período para denunciar el abuso sexual.
“Él me molestó durante cuatro años”, le dijo Paciorek a Detroit Free Press en 2002. “Definiría esos incidentes como ataques. Diría que hubo por lo menos cien de ellos”. La situación alcanzó su punto culminante durante un periodo de tres dias cuando Shirilla obtuvo permiso para que Paciorek se quedara con él por un fin de semana. “Por 72 horas, me sentí bajo un ataque constante”, dijo Paciorek. “Fue implacable. Me refiero a que me sentí prisionero en su casa…Recuerdo decir en un momento de silencio, cuando tal vez dormía un par de horas. ‘Dios ¿terminará esto alguna vez?’ ¿Cuándo va a terminar esto?’”
Sorprendentemente, Paciorek siguió siendo un buen estudiante en St. Ladislaus, donde se convirtió en jugador estrella de beisbol y futbol americano. Se ganó la oportunidad de asistir a la University of Detroit, donde destacó en el equipo de futbol americano. En otro episodio de infortunio, la universidad canceló el programa de futbol americano después del primer año de Paciorek. Tratando de mantener las esperanzas de una prometedora carrera en el futbol americano universitario, Paciorek se cambió a la University of Houston, donde no solo jugo como defensa en el futbol, sino que también surgió como un gran jardinero en el equipo de beisbol.
En 1967, Paciorek y los Cougars avanzaron a la Serie Mundial universitaria, lo cual sirvió para que lo vieran los scouts de grandes ligas. Luego vinieron más adversidades. En su último año en la universidad se lesionó una pierna al chocar contra la pared de los jardines. La lesión disminuyó la calidad de su juego, pero aún así los Dodgers de Los Angeles lo seleccionaron en el draft de grandes ligas de 1968. Los Dodgers lo escogieron en su quinta oportunidad. Ese año los Dolphins de Miami de la NFL lo seleccionaron en su escogencia de octava ronda. Tratando de no perder lo que consideraban un prospecto legítimo, los Dodgers convencieron a Paciorek de optar por el beisbol al ofercerle un bono de 20.000 $. Paciorek aceptó la oferta y se fue a su primera asignación de ligas menores, se reportó al equipo filial de los Dodgers en la liga novatos ubicado en Ogden, Utah.
Paciorek probó rápidamente que era capaz de batear el pitcheo profesional. Bateó .386 con un porcentaje de slugging de .653, mientras también se desempeñaba satisfactoriamente a la defensiva. Durante su estadía de 29 juegos con Ogden, Paciorek aprendió más del juego con un manager joven llamado Tommy LaSorda. Fue LaSorda quien le pondría a Paciorek su famoso apodo. Una noche, Paciorek y varios de sus compañeros de equipo cenaron en un restaurant. Todos los peloteros ordenaron filete, excepto Paciorek. El optó por una hamburguesa. Cuando LaSorda se enteró, lo llamó “Wimpy” (“Roque Pilón”), en referencia al personaje de la comiquita de Popeye.
Ahora conocido por su amor a las hamburguesas, Paciorek procedió a escalar a través del sistema de granjas de los Dodgers. A mediados de la temporada de 1968, se ganó una promoción a Bakersfield, donde alcanzaría grandes números en 1969. Entonces vino una promoción hasta el Spokane AAA en 1970, donde bateó para .326 con 17 jonrones y 101 carreras empujadas. Impresionados con su fácil transición a AAA, los Dodgers lo premiaron con una llamada de última hora a Los Angeles.
Paciorek parecía listo para quedarse en grandes ligas. Pero los Dodgers tenían un sistema de ligas menores cargado de talento, y ya tenían jardineros establecidos como Willie Crawford, Willie Davis y Manny Mota. Despues de la temporada de 1970, los Dodgers agregaron otro elemento a esa mezcla al adquirir a Richie Allen, otro pelotero que podía jugar en los jardines, en un cambio con los Cardenales de San Luis. Con esa clase de competencia, Paciorek pasaría la mayor parte de 1971 en AAA.
Luego de la temporada de 1971, los Dodgers salieron de Allen, pero añadieron a Frank Robinson. Una vez más Paciorek fue forzado a pasar más tiempo en las ligas menores.
En 1972, los Dodgers mudaron a Paciorek a primera base, posición donde jugaría en el Albuquerque AAA. Por supuesto, los Dodgers tenían otro enredo en primera base, donde el ganador del guante de oro Wes Parker era regular, y donde un prospecto llamado Steve Garvey jugaría pronto debido a problemas en el hombro que terminaron sus días como tercera base.
Para 1973, el aprendizaje de Paciorek en ligas menores llegó a su conclusión, pero tendría que asumir el papel de jugador a medio tiempo y jardinero de reserva. Al no poder establecerse en la alineación regular de los Dodgers, Paciorek jugó esporádicamente las próximas tres temporadas. En 1975, tocó fondo con promedio de .193. Disgustados con su una vez prospecto principal, los Dodgers hicieron un cambio grande ese invierno, enviaron a Paciorek, el jardinero Jimmy Wynn y los jugadores del cuadro Lee Lacy y Jerry Royster a los Bravos de Atlanta por el jardinero Dusty Baker y el jugador del cuadro Ed Goodson.
La mudanza a Atlanta ayudó a Paciorek. No solo le abrió la puerta para más tiempo de juego, sino que le dio la oportunidad de jugar en Fulton County Stadium, un parque mucho más amigable para los bateadores que Dodger Stadium. Al dársele más tiempo de juego en los tres jardines, primera base, y tercera base, Paciorek apareció en 111 juegos y bateó un impresionante .290, aunque falló en sacarle provecho a las dimensiones del “Launching Pad”.
Paciorek esperaba por una mayor experiencia como regular en 1977, pero tuvo dificultades en el plato, su promedio de bateo cayó a .239. Su imagen con Atlanta decayó tanto que los Bravos lo despidieron al terminar el entrenamiento primaveral. Luego, cerca de una semana después, lo volvieron a firmar, pero solo le dieron unos pocos turnos al bate como bateador emergente. Hacia finales de mayo, los Bravos lo despidieron por segunda vez, lo cual significó el final de su fracturada estadía en Atlanta.
Ahora su carrera estaba en una encrucijada, Paciorek encontró trabajo ocho días después, cuando los Marineros de Seattle lo firmaron como agente libre. Como equipo de la reciente expansión, los Marineros necesitaban ayuda en muchas posiciones, así que estaban muy contentos de contar con un pelotero con el potencial bateador de Paciorek.
Por las próximas tres temporadas y media, Paciorek jugó el jardín izquierdo para los Marineros, mientras mostraba un incremento en su producción casi cada año. Su pasantía en Seattle alcanzó su punto cumbre durante la temporada de la huelga de 1981, cuando bateó para .326 con 14 vuelacercas y su tope personal en OPS con .888. Paciorek fue líder en promedio de bateo de la Liga Americana hasta la semana final de agosto, aunque terminó segundo en la carrera por el título de bateo. Por primera vez en su carrera, Paciorek actuó en el Juego de Estrellas. Al final de la temporada, recibió alguna consideración para el premio al jugador más valioso de la liga, terminó décimo en la votación.
La mayoría de los peloteros no tienen el año de su carrera a la edad de 34 calendarios, pero Paciorek lo había logrado con los Marineros. En vez de conservar a Paciorek, los Marineros decidieron capitalizar su repentino valor en el mercado. Despues de la temporada del ’81, lo cambiaron a los Medias Blancas de Chicago por el cátcher Jim Essian, el campocorto Todd Cruz y el jardinero Rod Allen.
En las siguientes dos temporadas, Paciorek siguió siendo un pelotero productivo con los Medias Blancas, quienes lo mudaron desde los jardines hasta primera base. El rendimiento de Paciorek empezó a decaer en 1984 y 1985, muy comprensible debido a que se acercaba a los cuarenta años de edad. A mediados de la temporada de 1985 los Medias Blancas lo negociaron a los Mets de Nueva York por el infielder de ligas menores Dave Cochrane. Paciorek bateó para un respetable .284 en total esa temporada, pero aún asi fue despedido ese invierno. Firmó un contrato como agente libre con Texas, donde jugó sorpresivamente bien como jugador de reserva en sus últimas dos temporadas en las cuales bateó por encima de .280.
La carrera de Paciorek, que duró 18 años, es un testamento a su perseverancia. Fue ese raro pelotero, a la Mike Easler y Bill Robinson, quien fue mejor a los treinta años que a los veinte. Paciorek logró prolongar su carrera hasta los 40 años de edad, a pesar de los disgustos en los años con los Dodgers y las variadas despedidas de los Bravos. También hizo suficientes contactos en la organización de los Medias Blancas para asegurar un trabajo como narrador deportivo, una posición en la que entraba y salía. Además de los Medias Blancas, también narró juegos para los Tigres, Marineros, Bravos y Nacionales de Washington.
De manera más impresionante, Paciorek se sobrepuso a dos problemas de niñez que a menudo arruinan a las personas por el resto de sus vidas: la pobreza y el abuso sexual. Su voluntad para hablar del martirio de St. Ladislaus, junto a su voluntad para confrontar a su atormentador, ilustran el carácter de Paciorek.
Un orgulloso hijo de Detroit, Tom Paciorek lo ha hecho muy bien.
Traducción: Alfonso L. Tusa C. 12-12-2017.
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