jueves, 2 de junio de 2011

La otra cara de Sparky Anderson

Steve Henson. 30 de mayo de 2011.

No hubo funeral para Sparky Anderson cuando falleció el pasado noviembre. Tampoco hubo velatorio. Nadie de la familia del legendario manager de beisbol asistió a las ceremonias inaugurales que se efectuaron en su honor en Cincinnati y Detroit. Y nadie apellidado Anderson se apareció en una cena realizada en su honor la semana pasada en Los Angeles.
Muchos en el mundo del béisbol están perplejos por su deseo, cuando estaba moribundo, de que su deceso adoleciera de la vigilia tradicional. Para entender las razones hay que empezar por reconocer que Sparky Anderson y George Anderson, el nombre de pila de Sparky, eran dos caras muy distintas de una misma persona. George decidió como serían los últimos rituales de Sparky hace años.
Cuando él y su esposa visitaron a un amigo moribundo en un hospital, llegó un cura para aliviar al amigo pero vio la cara familiar al otro lado de la habitación y empezó a hablar de béisbol con excitación. George se sintió muy mal. Había sido un católico devoto toda su vida, a menudo se levantaba temprano para ir a misa. Pero en ese momento decidió que no habría servicio eclesiástico cuando falleciera.
George siempre estuvo comprometido a poner primero a su familia. Sparky era sociable, amigable y un símbolo del diamante como manager de los Rojos entre 1970 y 1978 y los Tigres de 1979 a 1995, pero a un costo familiar para muchos de los que hacen del beisbol una carrera. Permanecía inmerso en la temporada 9 meses al año e incapaz de decir no a los organizadores de caridad, periodistas, amigos y antíguos peloteros.
A veces todo había ocurrido cuando él llegaba a casa, a veces reconocía vagamente en que se habían convertido sus hijos y ellos podían vagamente entender en que se convertiría él. Pero una vez que se quitó el uniforme por última vez y abandonó la caseta de transmisión por su bien, se transformó de nuevo en George. Estuvo de vuelta en el lugar común junto a sus dos hijos y su hija, y pasó mucho tiempo con sus nietos, sobrinos y sobrinas. Cuando falleció el 04 de noviembre de 2010, aún bajo el humo grueso de la demencia, él sabía quién quería ser después de muerto.
Sería George Anderson.

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La tentativa de la cena Rod Dedeaux Award de la semana pasada fue noble, y que le dieran el honor a Anderson no fue planificado: El difunto Dedeaux, quién ganó 11 títulos nacionales como entrenador de béisbol de USC, había sido el mentor de Sparky en su niñez, lo recaudado fue a beneficio de Major League Baseball Urban Youth Academy. Pero el evento confirmó que George tomó la decisión acertada para su familia.
Joe Morgan, Tom Seaver, Doug Harvey, Vin Scully y otros recordaron a Sparky, el apodo que George adoptó como un enérgico manager de ligas menores en los años ’60 y como persona hasta que se retiró como uno de los managers de Grandes Ligas más exitosos de todos los tiempos.
Un funeral y un velatorio hubiesen incluido un desfile de personalidades beisboleras de renombre pagando tributo a Sparky, una cena Dedeaux Award magnificada por 10. Ellos pensarían que hacían lo correcto. Desconocían algo mejor. Eso hubiera sido de muy mal gusto para Carol, la esposa de George, de 57 años, y sus hijos.
Los días finales de George fueron todos dedicados a la familia. A su lado estaba su hijo mayor, Lee, cuyo cabello largo y rebeldía, en un tiempo cuando su conservador padre dirigía a los Rojos con reglas muy estrictas en los años ’70, fue descrito en el excelente libro de Joe Posnanski The Machine (La Maquina)
Lee Anderson, un exitoso contratista de la industria concretera y hombre de integridad, aún lleva su cabello hasta más allá de los hombros a los 52 años. George no sólo aprendió a aceptarlo, llegó a quererlo porque los mechones de su hijo tenían las mismas tonalidades de canas prematuras como las suyas.

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Mi conocimiento de los Anderson viene de ser su vecino desde los años ’60. Jugué en un equipo infantil con Lee. Mi mamá y Carol Anderson vendían tortas y panes juntas para recaudar dinero para la Liga Infantil. Después fui entrenador del hermano menor de Lee, Albert, y su primo Mike Sheehan, quien se ha mantenido como mi amigo de toda la vida. Conocí a George y concocí a Sparky. Luego conocí a George otra vez.
A través de nuestros 40 años de conocernos sólo me dirigí a él como Mr. Anderson. He sido un periodista deportivo toda mi carrera y nunca escribí una historia sobre él hasta ahora. Nunca le dije cual era mi profesión. ¿Por qué complicar una buena amistad con ese tipo de información? Para Mr. Anderson, yo era el muchacho de la vecindad que el llamaba Stevie, el que entrenaba adolescentes año tras año como voluntario. Eso era algo que él podía respetar.
Después de las poco frecuentes temporadas cuando su equipo no iba a los playoffs, él ayudaba en nuestra liga de invierno. Se aparecía con sus pantalones manchados de pintura, bateaba muchos roletazos y elevados y les ponía apodos divertidos a los muchachos. Mientras fungía como coach envié un corredor a tercera, después del inning meneó la cabeza y dijo, “Nunca dejes que te hagan el último out en tercera base, Stevie. Nunca”.
Los muchachos se amontonaban en su camión de estacas y viajábamos a las granjas de Oxnard y Fillmore para efectuar juegos. Los equipos rivales nos veían acercarnos al campo y pestañeaban: El hombre del cabello cano era reconocido de inmediato, y los niños hacían una fila para pedirle que les autografiara los guantes antes de jugar.
Los días como esos hacían difusa la línea entre George y Sparky. Estaba ahí por amor a su hijo y por su devoción al juego. Nadie lo llamaba Capitán Garfio y nadie esperaba que se llevara el banderín. El béisbol puede ser un simple placer, y Mr. Anderson disfrutaba recordándose a si mismo de eso, lejos de la luz pública en Thousand Oaks.

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Los días inaugurales en Detroit y Cincinnati esta temporada fueron odas al manager más exitoso de ambas ciudades. Los Tigres izaron una bandera con su nombre en Comerica Park y retirarán su número 11 el 26 de junio de 2011. Los Rojos habían retirado su número 10 en 2005. Ambos equipos están usando etiquetas en sus uniformes que dicen: “Sparky”.
Todos son homenajes para un manager cuyas 2.194 victorias clasifican en el sexto puesto de todos los tiempos. Cuando él estaba vivo, la ceremonia que Anderson disfrutó más, además de su inducción al Salón de la Fama, ocurrió el 29 de enero de 2006, en una pequeña escuela privada ubicada a una cuadra de su hogar. California Lutheran University bautizó su nuevo estadio de béisbol como el campo George “Sparky” Anderson. Fue apropiado debido a que su relación de más de 40 años con la escuela fue una mezcla ecuánime de George y Sparky.
George hacía caminatas mañaneras alrededor de la pista de la universidad con longevas secretarias y abnegados profesores de la universidad. Sparky organizaba un torneo del golf con celebridades cada año a fin de recaudar dinero para el programa de beisbol.
George se sentaba ocasionalmente tranquilo en la esquina del dugout dunrante las prácticas, y se acercaba marginalmente a los talentosos jugadores de la Division III para susurrarle consejos. Sparky se aparecería en un juego de Cal Lutheran en febrero antes de dirigirse a los entrenamientos primaverales y firmaba autógrafos hasta que el sol se ocultaba tras las montañas de Santa Monica.

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Dennis Gilbert, ejecutivo de los Medias Blancas de Chicago y antiguo superagente de Barry Bonds y otros peloteros, probó los pasapalos antes de sentarse a la mesa de la cena Dedeaux Award. Estaba disgustado porque no había asistido ningún miembro de la familia Anderson, pero lo entendía.
Sparky se sentía incómodo en lugares como este”, dijo Gilbert. “Hubiera dicho, ‘No quiero ser una mosca verde’”.
Esa hubiera sido la conversación de George. Proteger el jardín de su patio de esas molestas moscas verdes, era un reto que asumía con seriedad. Sparky habría atendido con todo gusto a los asistentes a la cena Dedeaux Award; George los habría evitado con educado saludo.
Sparky era un orador ameno, sencillo y profundo, sabía que cometía errores gramaticales pero así hablaba. Era muy bueno improvisando sobre la vida más que de béisbol. Ahí era cuando la sensibilidad de George se colaba en el mensaje.
Un hijo de Lance Parrish, quien fue receptor de los Tigres mientras Anderson era el manager, entre 1979 y 1986, jugaba en Biola University, otra pequeña escuela privada del Sur de California. Anderson fue al banquete de bienvenida del equipo invitado por Parrish hace unos años. El entrenador le preguntó a Anderson si podía decir unas palabras.
“Él saltó ante la oportunidad, lo cual me sorprendió de alguna manera porque eso no estaba en el programa”, dijo Parrish a The Sporting News. “Abrió su corazón a todos. Habló de la importancia de ser una buena persona y de trabajar por la gente y hacer lo correcto”.
“Pienso que no habló ni dos palabras de béisbol, pero les hizo saber a todos lo que sentía en su corazón. Fue una gran noche”.
Una de las premisas de sabiduría favoritas de Anderson era simplemente ser agradable. “No cuesta nada ser agradable con la gente”, dijo. “Es algo que puedes dar gratis y vale más que un millón de dólares”.
Desde que murió, eso es lo que todos querían expresar. Sus antiguos peloteros y amigos necesitaban un lugar y un momento para decir cosas agradables de un hombre que admiraban: el gran manager Sparky Anderson. Unos pocos fueron capaces de hacerlo gracias a la familia Dedeaux, quienes sabían muy bien la historia de un chico orejudo de 14 años que en 1948 vivía a una cuadra del campus de la USC y le preguntaba a Dedeaux si él podía ser el recogebates de los Trojans.
Dedeaux lo llamaba como lo hacía su madre: Georgie. En el transcurso de su carrera se convirtió en Sparky, una figura simbólica que perteneció primero al béisbol y segundo a la familia. Se retiró a los 61 años, joven para un manager, lo que le dio bastante tiempo para ajustar sus prioridades.
Los Anderson no necesitaron un funeral o un velatorio para recordar nada de eso. Su fortaleza como familia les aseguraba que Sparky se fue tranquilo. George Anderson descansa en paz.


Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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