Muchísimas mañanas, a veces sin terminar la tarea, agarraba la pelota de goma y me iba a jugar un “Carrasquelito” con mis amigos de la cuadra. Cuando estaba a punto de rebotar la pelota contra la pared del patio de Clemente, llegaba mamá y me templaba del brazo. “Hasta que no termines la tarea, no hay juego de pelota”. Arrugaba los ojos. No recuerdo unas tareas que hiciera con más de dedicación. Al intentar traspasar la puerta de la calle, la voz de mamá se engarzaba en mis tobillos. “Déjame ver la tarea”. Luego de una minuciosa revisión, me daba su aprobación y corría a jugar.
Durante unas vacaciones, mis abuelos sonreían al ver con cual energía pasábamos mañanas y tardes jugando “Carrasquelito” con una fruición que nos permitía ver la pelota aún cuando el sol se diluía en el horizonte. Una tarde abuelo me llamó. “¿Ustedes saben quién fue Carrasquelito?” Pocas veces lo había visto con aquella luz en la mirada, cada episodio, cada hazaña del Chico en Grandes Ligas o en Venezuela lo hacía sonreir y apretar las manos. “Carrasquelito fue el héroe de mi juventud”.
Aquella emoción de mi abuelo, la pude comprobar a plenitud la mañana que tuve la oportunidad de entrevistar a Alfonso Chico Carrasquel en su casa de San José. Necesitaba su testimonio para ilustrar un capítulo del libro de Isaías Látigo Chávez. “Adelante tocayo. Todo lo que esté a mi alcance se lo informo”. A pesar de que en ese momento debía ser dializado con regularidad, el Chico siempre mantuvo ese trato jovial y cariñoso que lo caracterizó toda la vida. Hablamos del Látigo, del béisbol venezolano, de las Grandes Ligas, contó algunos chistes. Hasta me encargó unas morcillas cuando supo que era de Cumaná. “Esas morcillas las disfrutaba mucho porque eran dulces y tenían ají picante. Mmmmm”. La hermana que lo cuidaba se lo quedó mirando con ojos de policía.
Cada vez que terminaba un inning de “Carrasquelito”, el que venía a “batear” lanzaba la pelota lo más rápido posible contra la pared y el que iba al campo debía correr como loco para intentar llegarle a la pelota.
“Disfruto mucho colaborando con todos los que me solicitan para hablar de béisbol y de la vida. Es como revivir una parte de mi existencia. Hace poco me llamaron del canal 8 para hacer una entrevista. Les dije que con gusto iría, pero dadas mis condiciones de salud necesitaba que me vinieran a buscar. Ellos pretendían que me fuera pagando de mi bolsillo…que seguramente en Chicago si me mandaban a buscar de algún medio de comunicación saldría corriendo de inmediato. Les respondí que sí, como no iba a hacerlo, si en Chicago sin que lo pidiera, tenía una limusina esperando a la entrada de la casa para llevarme y traerme en cuanto terminara la entrevista. Finalmente les dije que en esas condiciones iba a ser difícil que los ayudara”.
El 26 de mayo de 2005, entré al estadio en medio del ulular de sirenas que anunciaban la llegada de un visitante que rondaría los alrededores del estadio Universitario por última vez. Con muchísimas personas en el terreno y muchas más en las tribunas, comenzó la espera. En las carpas levantadas sobre el montículo estaban los familiares del Chico. Hablé un rato con su hermano. Domingo. Hasta que apareció el féretro por el dugout de tercera base. El cortejo pasó por tercera base y fue a detenerse justo en la parte más profunda del “hueco” entre la antesala y la segunda base. Allí donde tantas veces el uniforme número 17 relampagueó con los colores de Cervecería; Leones, Medias Blancas, Indios, Orioles, Atléticos, Pampero, Oriente y Magallanes, para agarrar pelotas con el guante de revés, o tomar saltarines adormecidos en la grama del cuadro, o saltar hacia su izquierda para decapitar roletazos que cantaban imparables sobre segunda. El ambiente se detuvo por segundos, sonidos de bates, pelotas y guantes mezclados con gritos de árbitros y tribuna, flotaban sobre la grama. Un reguero de imágenes mezclaron los innumerables juegos donde el Chico hizo vibrar el diamante de las cuatro bases.
Una tarde abuelo se acercó a la pared y agarró la pelota, me la dio. “Pégala lo más duro que puedas de la pared. Me quedé con la boca extendida cuando noté como abuelo se doblaba con todo el cuerpo extendido para agarrar la pelota con la punta de los dedos.
Alfonso L. Tusa C.
sábado, 28 de mayo de 2011
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