sábado, 1 de octubre de 2016
El Esqueleto de un Estadio
Las imágenes de la primera casa, la primera calle, la primera plaza, la primera escuela que vi quedaron troqueladas en mis retinas para toda la vida. En mi caso tengo una mezcla de lugares de Cumanacoa y Cumaná por los continuos viajes de fines de semana hacia la casa de mis abuelos maternos. Entonces las panorámicas de la calle Ayacucho, la plaza Andrés Eloy Blanco, la esquina de la arepera “19 de abril”, la entrada del cine “Pichincha”, el callejón que conecta la calle Sucre con el sitio donde quedaba el cine “Paramount”, configuraban una geografía emocional que ilustraba cada uno de los lugares que frecuentaba cuando el Century Plymouth de papá se estacionaba frente a la casa número 30 de la calle Ayacucho. Cada sábado descubría nuevas particularidades, nuevas situaciones, nuevos misterios que atizaban mi curiosidad. Quizás una de las experiencias que más me impresionó fue la primera vez que fui al estadio municipal de Cumaná con el tío Carlos para ver un juego del XIII Campeonato Nacional de Beisbol Juvenil, esa noche jugaban Sucre versus Cojedes y la vista se me quedó incrustada en el verde esmeralda del infield y los jardines, nunca había visto un estadio a ese nivel de cuidado de su terreno de juego. El tío Carlos tuvo que halarme de la mano para subir a la tribuna.
Tampoco podía quitar la mirada de la pizarra de bombillos que se levantaba sobre el paredón del jardín derecho. Desde ese momento empecé a sentir curiosidad por las palabras inglesas: home club, visitor, ball, strike. La magia de aquel estadio empezó a profundizarse además de las incidencias del juego, por las historias que me contaba el tío Carlos de un tal Bob Gibson quién había subido al montículo de ese estadio para lanzar con los Indios de Oriente, el equipo que había sustituido al Magallanes hacia finales de los años ’50. De Camaleón García decapitando linietazos sobre esa misma arcilla de alrededor de la tercera base, con Oriente y después cuando reapareció Magallanes a mediados de los años ’60. De Graciliano Parra, lanzando para vencer a Cardenales de Lara, si el mismo Graciliano que había lanzado 9 innings sin hits ni carreras ante los temibles Tiburones de La Guaira. Magallanes iba con cierta regularidad a efectuar juegos de la temporada de beisbol profesional en ese estadio.
En cada juego que presencié de aquel campeonato juvenil, plasmé una pintura tan profunda, tan nítida, tan emotiva, como las imágenes que guardo de la casa de la calle La Florida de Cumanacoa, junto al camino de cemento pulido que atravesaba el jardín de la morada de la maestra Teodosia, mi primera escuela académica. Sentía los gritos del árbitro principal como las llamadas de atención de la maestra, o como los regaños de papá por quedarme dormido y salir retrasado para la escuela. Siempre he guardado los colores vivos que percibí aquella noche de agosto en ese estadio.
Por eso cuando hace unos diez o doce años me asomé por los alrededores de ese estadio de la avenida Gran Mariscal de Cumaná, sentí un escalofrío en el mentón y un corrientazo en los tobillos, igualito que cuando vas en un bote en el mar picado del golfo de Cariaco durante las horas de mediados de la tarde. Apenas el entusiasmo de los niños de categoría pre-infantil me mantuvo sentado en las gradas de la tribuna central. Me parecía estar en un estadio fantasma, en los restos de un cataclismo que se había llevado todas aquellas visiones de grama esmeralda, arcilla naranja y la hilera continua de decenas de bombillos iluminando la pizarra del jardín derecho. El infield solo tenía grava, ripio, o a lo sumo un polvo pálido y desgastado. Los jardines eran más bien sabanas desérticas, caminos tortuosos sin nada que envidiar a las montañas de Araya o al cerro Pan de Azucar. Sobre la pared del jardín derecho, solo quedaba una superficie desgastada, herrumbrosa de lo que alguna vez fuera lustrosa pizarra. Solo la victoria del equipo venezolano ante su similar cubano, neutralizó un poco la tristeza por el inmenso contraste entre mis imágenes originales y lo que ahora presenciaba de ese estadio.
¿Es que había alguien en la comunidad beisbolera de Cumaná a quien le doliera ese estadio, escenario de tantas gestas deportivas, ligadas con el gentilicio y la familia?
Hace dos años en uno de mis paseos por la avenida Gran Mariscal, sentí curiosidad por ver si habría mejorado la condición del estadio. Cuando subí la acera y empecé a subir los escalones de la tribuna de primera base, estuve a punto de sufrir otro desmayo, desde la entrada de la tribuna llegué a divisar el estado deplorable de los jardines, ni siquiera quise mirar hacia el infield. Bajé casi corriendo las escaleras y me alejé una, dos, tres, cuadras, en mi mente llevaba las imágenes relucientes de la primera vez que entré a ese estadio y sentí una conexión inmensa con la esencia del beisbol. Solo me quedaba la competitividad de Bob Gibson, la constancia de Camaleón García, el empeño de Graciliano Parra y el pundonor del equipo juvenil de Sucre en aquel campeonato juvenil de 1970, donde jugaba un jardinero central llamado Cesar Campos; el tío Carlos me quedó mirando cuando le dije que había visto a ese centerfielder atrapando batazos difíciles en el solar de asfalto frente a la casa de Cumanacoa, todos le gritaban “Buena esa Charro”.
Alfonso L. Tusa C.
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