lunes, 9 de febrero de 2015
El juego de sufrir y esperar.
La pelota saltó rauda del bate, Felipe recogió el madero contra su pecho. La cinta adhesiva zumbaba tangencial en la pelota como un cigarrón azuzado por ráfagas de aire caliente. Apenas percibí el comienzo del grito de Felipe. La diáspora de piedras sobre el asfalto propulsó la pelota y en menos de dos segundos acentuó su trazo sobre el lienzo inmaculado que dibujaba el sol en la mañana de arbustos y pajaritos libando el rocío en sus hojas desde la calle Bolívar hasta un lugar indefinido al fondo del solar paralelo al cañaveral de la curva donde la calle La Florida se convierte en Pichincha. De pronto oscureció, un alambre ígneo fluyó por mi pómulo izquierdo, solté el guante y me llevé las manos a los ojos.
¡Hermano! ¿Qué te pasó, hermano? Seguro papá me va a dejar sin merienda ni cine varios días.
Mientras regresábamos a casa, apenas si veía el porche, sentía un tropel de punzadas entre el pómulo y el ojo izquierdo.
En menos de tres minutos mamá consiguió unas hojas de mango y la puso a hervir en agua. Tomó mi rostro entre sus manos, sus ojos parecían a punto de vaciarse, sus palabras tasajeaban el oxígeno. ¡Muy bonito quedaste ahora! Vas a pasar un buen tiempo sin jugar pelota.
En el mismo tono de voz, quizás más cortante, papá sentenciaba a Felipe a una semana sin cine y ese sábado pasaban una película que él esperaba hacía mucho tiempo, “Al maestro con cariño”, con Sidney Poitier.
A pesar del cataplasma de hojas hervidas de mango en el ojo, me detuve un momento frente a papá. No sabía como hablar con él. Cuando él tenía aquella mirada incandescente, apenas si yo podía enhebrar las palabras. Papá yo fui quien no movió rápido el guante. Yo le dije que bateara duro.
Solo después de dos días de tristeza profunda, papá accedió a que fuéramos al cine, aunque el levantamiento de la pena fue solo por esa noche. Pasamos la próxima semana encerrados en la casa esperando las ocho de la noche para escuchar los juegos del Magallanes. Casi siempre perdían por falta de pitcheo, deficiencias defensivas o incapacidad para dar el batazo oportuno. Apenas cuando lanzaba el Látigo Chávez, el equipo lucía diferente y hasta ganaba. Por eso nuestra prisión parecía de doble seguridad.
Al terminar la temporada, el balance siempre era negativo, ante las bromas que recibía de mis amigos en la escuela, le preguntaba a Felipe cuando había sido la última vez que Magallanes ganó el campeonato. 1955 era un año remoto para mí. Habían pasado más de 10 años. Como nos viera muy tristes, casi sin movernos en el porche, papá intentaba llevar alguna palabra de esperanza. El próximo año será mejor. Mucho después supe que en aquel año de 1955 los Dodgers de Brooklyn habían ganado la Serie Mundial luego del sufrimiento y la ignominia de perder año tras año ante los poderosos Yanquis de Nueva York. Doris Kearns escribió un libro titulado “Wait ‘till next year” (Espera hasta el año que viene) donde refiere los pormenores de todos esos años cuando su padre la consolaba ante las sucesivas derrotas de los Dodgers ante los Yanquis en la Serie Mundial. Entonces llegó aquella jugada fantasmal de Sandy Amorós ante un peligrosísimo batazo de Yogi Berra y el liderazgo incansable de un segunda base llamado Jackie Robinson.
Cuando el abismo parecía más profundo, llegó 1969, una mañana de febrero o marzo vi a Felipe ladeando la cabeza frente a las páginas deportivas, Magallanes había cambiado de dueño y de sede. Sin embargo las bromas de los caraquistas y aficionados de otros equipos sonaban lapidarias. Ni que se muden a jugar en Yankee Stadium…ni que contraten a Roberto Clemente… quizás cuando el hombre llegue a la luna y los Mets ganen la Serie Mundial ese equipo tenga alguna oportunidad de rozar el trofeo de campeón de la liga venezolana. Cuando le pregunté a Felipe si estaba de acuerdo con esas sentencias, me respondió que Magallanes tenía quince años sin ser campeón y que debía demostrar muchas cosas que hasta ahora le había costado mucho ejecutar sobre el diamante. Bajé la cabeza y me fui a buscar información de Roberto Clemente en la revista Sport Gráfíco. Una noche de julio a eso de las 10 vi a Felipe frotarse las manos, el Apolo 11 estaba por llegar a la luna, en el momento cuando Neil Armstrong marcó su bota espacial sobre el polvo de El Mar de la Tranquilidad, emitió un grito tan duro y aplaudió hasta que me levanté asustado. ¡Bueno ya se dio la primera condición! el rostro de Felipe burbujeaba a escasos centímetros del televisor.
Hacia finales de septiembre y principios de octubre la conducta de Felipe me resultaba incomprensible, llegaba del liceo sumergido en el Sport Gráfico, papá debía arrancarle la revista de las manos para que fuese a cenar, una noche lo escuché murmurar algo así como, de verdad son milagrosos esos Mets. Al día siguiente lei en la página deportiva de El Nacional que los Milagrosos Mets habían ganado la división este de la Liga Nacional desplazando a los favoritos Cachorros de Chicago de Ernie Banks, Ron Santo, Billy Williams, Ferguson Jenkins, Glenn Beckert, Don Kessinger. Luego dejarían en el camino a los Bravos de Atlanta de Henry Aaron y en la Serie Mundial, aun burbujean las dos atrapadas de Tommie Agee, la visión de Ron Swoboda rodando por la grama del jardín derecho en una jugada fantasmal y el pitcheo de Tom Seaver, Jerry Koosman, Gary Gentry, Nolan Ryan y Tug McGraw, habían despachado en cinco juegos a los archi favoritos Orioles de Baltimore de Brooks y Frank Robinson, Miguel Cuellar, Boog Powel, Paul Blair, Mark Belanger, Andy Etchebarren, Elrod Hendricks, Jim Palmer, Dave McNally.
Tan pronto se consumó el out 27 de esa Serie Mundial, vi a Felipe hablar solo, y hasta en las madrugadas lo escuchaba, ¡ajá ya el hombre llegó a la luna y ganaron los Mets, ahora falta ver si es verdad que Magallanes va a ganar el campeonato! En aquella temporada 1969-70, los expertos y entendidos del juego apenas si asomaban a los Navegantes como un equipo con posibilidades de clasificar, los grandes favoritos para acceder a las instancias decisivas eran La Guaira y Caracas. Sin embargo sobre el terreno de juego, los hechos fueron otros y el 01 de febrero de 1970 cuando Delio Amado León anunciaba en el noveno episodio de un juego diurno, que estaba montada la olla para el hervido de tiburones, apenas si me dio tiempo levantar el radio cuando me sumergieron en un tambor de agua en la calle Ayacucho de Cumaná. Entonces, en la Serie del Caribe, nos quedamos mudos con el jonrón de Armando Ortíz ante el flamante premio Cy Young de la Liga Americana, Miguel Cuellar y aquella jugada cardíaca de Dámaso Blanco, que desactivó el squeeze play intentado por Santos Alomar.
Entonces vino aquella inmensa sequía de los ’80 e inicios de los ’90, varios años con la película de la mudez ante la derrota y de aguantar el chaparrón ¿y tú todavía sigues a ese equipo? Apenas sobrevivía las chanzas con cada imagen recuperada de aquellos largos días de espera a que el hematoma bajase en mi pómulo, a que las manchas coloradas desaparecieran de mi esclerótica izquierda. El acceso hasta aquellos días de los ’60 era más fácil mediante la voz de Lulú cantando “To Sir with love” (Don Black, Mark London.1967) (Al Maestro con cariño). “If you wanted the sky…I would write across the sky in letters… That would soar a thousand feet high… To sir, with love…”Veía el radio ubicado en un lugar estratégico del cuarto, Felipe conectaba un cable desde la antena hasta la reja de la ventana para sintonizar mejor la emisora. Entonces en medio de los falsetes de entonaciones y silbidos de la canción, él empezaba a doblarse sobre las rodillas flexionadas, el guante en la mano izquierda, la mirada clavada en la pared del frente cual si la pelota fuese hacia él en un roletazo incandescente, metía la mano en el guante, llevaba el brazo a la altura de la oreja y lanzaba. Eso, es lo que tienes que hacer, fijar la vista en la pelota hasta que la tengas en el guante, así evitarás otro morado en la cara.
En asuntos de afición beisbolera trataba siempre de dirigir el tema hacia las Grandes Ligas o el beisbol amateur, pero siempre me acorralaba la echadera de broma de las tres eliminaciones seguidas de comienzos de los ’80. Luego vino el período de Tommy Sandt, la primera clasificación terminó en una barrida contundente de las Águilas del Zulia en una semifinal directa. El año siguiente al menos el buque ganó dos juegos en la semifinal ante La Guaira, en una de las derrotas alcancé a una banda de trompetas y saxofones acompañada de un coro que mostraba un cántico nostálgico y melancólico, propio de quienes recuerdan momentos gratos. Luego vino otra experiencia con el periodista Rodolfo J. Mauriello en la gerencia general. Se abrió un horizonte de grandes esperanzas con el anuncio de Felipe Rojas Alou como manager. Toda su experiencia, conocimiento del juego en todos sus niveles y circunstancias, hacía abrigar al menos la posibilidad de regresar a una final. Solo se llegó a una semifinal todos contra todos sin pena ni gloria y otra eliminación. En ese momento no lo apreciábamos, pero el equipo había empezado su evolución.
Tanto le rogué a Felipe que saliéramos a practicar en el solar de asfalto, que una mañana sabatina cuando papá salió con mamá en viaje de trabajo hacia Caripe de El Guácharo, luego de revisar muy bien los restos del hematoma y que hubiesen desaparecido las venitas rojas en mi esclerótica izquierda, asintió con la cabeza. Pero solo con la condición de que: cuando te diga que es suficiente, nos regresamos a casa. Mi alegría burbujeaba en tropel en mis pies y manos, atiné a decir, está bien, cuando volaba sobre la baranda del jardín con mi visión enmarcada en aquel espacio de superficie oscura rodeado de matorrales. El primer roletazo casi llega al mismo pómulo, en el último instante moví el guante con una agilidad desconocida y Felipe se quitó las manos de la cara. Caramba chico, me vas a matar de un susto. Solo silbando la canción de “Al maestro con cariño”, recobró la tranquilidad y seguimos practicando.
Hacia inicios de los ’90 resultaba todo un acertijo dinámico, conocer hasta donde llegaría el Magallanes ese año, en octubre siempre hay grandes expectativas, en aquellas temporadas, los sueños se desvanecían a mediados de enero. Entonces llegó la campaña 1992-93 y el equipo llegó a la final, pero hasta ahí, luego vino una barrida estrepitosa propinada por las Águilas del Zulia. Entonces vinieron a mi mente los Orioles de Baltimore que en sus inicios debieron esperar desde 1954 hasta 1966 para alcanzar un título de Serie Mundial, solo que desde 1979 hasta 1993 habían transcurrido 14 años. Entonces vino a mi mente un libro escrito por Herbert F. Crehan y James W. Ryan. Lightning in a bottle. The Sox of ’67. Allí se habla de la gesta de los Medias Rojas de Boston y su Sueño Imposible de 1967. Pasaron 21 años desde su última presencia en la Serie Mundial (1946) para regresar a ella luego de una temporada fantástica. Sin embargo en la calle sólo escuchaba el martillo de los caraquistas en referencia al “traje de quinceañera” que estrenaría Magallanes aquella temporada 1993-94. Mientras el equipo avanzaba en la temporada, sentía el tic tac de una bomba de tiempo, ¿se quedarían en la ronda eliminatoria? Pero se notaba cierta obstinación en los jugadores y mucha entrega de los pitchers. Dudaba de la experiencia del manager nuevo Tim Tolman, aunque conocía la liga como jugador. Por eso me sorprendí con algo de incredulidad cuando Magallanes trascendió a la final, nada más y nada menos que ante los Leones del Caracas. Entonces arreció más el cuento de los quince años, sobre todo cuando perdieron el primer juego, y dos días después la portada de Meridiano decía: “El segundo por el pecho”. Entonces vino la reacción y cuando el Caracas ganó el quinto alguien dijo que el buque olía a formol. Y llegó aquel sexto juego de pólvora y adrenalina de dientes desintegrados de Pulido y Lugo de un fantasma llamado Melvin Mora que atrapó una pelota imposible y de un Carlos García aplastado en el plato por la felicidad de sus compañeros y el éxtasis de la afición. Allí me vino a la mente los Filis de Filadelfia, los Whiz Kids de Richie Ashburn y Robin Roberts que fueron barridos por los Yanquis en 1950 y regresaron en 1980 para ganar la Serie Mundial ante Kansas City de la mano de Mike Schmidt, Pete Rose y Steve Carlton.
Existen mil mundos de diferencia entre el sufrimiento relacionado a los seres queridos de cada persona y lo que se pueda sentir por el desempeño del equipo deportivo donde juega o tiene sus simpatía enfocadas. Quizás resulte absurdo hacer esta comparación, sin embargo hay cierta conexión en los momentos cuando se ve al equipo fallar con las circunstancias que nos dislocan la vida cuando nuestros familiares pasan momentos difíciles. Seguramente la diferencia en latidos cardíacos y pulso sanguíneo es abismal, pero por más que se niegue, la ansiedad tiene mucha similitud. Mientras en las noches veía al Magallanes fallar los fundamentos del juego a lo largo de la temporada 2014-15, en los días me enfrentaba a las dificultades de Miguelín para adaptarse a las reglas de la maestra de segundo grado, una veces sin argumentos, otras veces debía ir a conversar con la maestra porque el niño reclamaba un derecho válido. Notaba como el equipo de beisbol empezaba a dar lo mejor de sí por avanzar a los play offs y lo conseguía. Sin embargo sentía que faltaba algo y no podía clasificar ese momento como sufrimiento porque Magallanes venía de ganar el campeonato dos veces seguidas.
Algo muy distinto a lo ocurrido en los diez años comprendidos entre 2002 y 2012, donde el equipo llegó a dos finales, en la primera de ellas encajó una derrota muy dolorosa al permitir alrededor de 8 carreras mientras el bull pen se derrumbaba y nunca se trajo a otros pitchers abridores tomando en cuenta que ese era un juego de vida o muerte. La otra fue la tercera entre Caracas y Magallanes en la cual tuvo mucha incidencia el jonrón de Gregor Blanco ante Francisco Rodríguez, allí probablemente cambió la orientación de la brújula de la serie. Ver al equipo fallar luego de dos campeonatos, deja la duda de si fue un parpadeo de una temporada o el inicio de otro período de sufrimiento. Y aunque pueda estar conforme con todo lo que dieron los peloteros en el campo, eso dista mucho de sentirme orgulloso de esa actuación.
Alfonso L. Tusa C.
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