lunes, 30 de noviembre de 2015

El Almirante Carlos García en la cubierta del Salón de la Fama del buque magallanero.

Pocas veces he experimentado esa electricidad mientras sigo un juego de beisbol, aquel atardecer del 30 de enero de 1994 mis ojos permanecieron soldados por más de tres horas a la ebullición de un desafío donde los Navegantes del Magallanes enfrentaban lo que en tennis se conoce como match point, los Leones del Caracas dominaban la final tres juegos a dos y sus jugadores afirmaban que Magallanes olía a formol. Había decidido viajar desde Cumaná en el autobús de las diez de la noche para tener oportunidad de ver el juego completo por televisión. Llegué a la habitación donde me hospedaba en Los Teques y de inmediato dejé el equipaje en el cuarto y estuve más de diez minutos bajo la ducha tratando de sacarme el trasnocho. Un mezcla de esa nostalgia espesa que se siente cuando una temporada esta a punto de terminar y el equipo de tus simpatías está a punto de despedirse sin lograr su objetivo amenazaba con invadir mis reflexiones, esta vez la mezcla era más corrosiva porque estaba presente el fantasma de quince años sin alcanzar las mieles del campeonato. Urbano Lugo y Juan Carlos Pulido se enzarzaron en un incandescente duelo de pitcheo cuyo momento cumbre hasta aquel cierre del noveno inning había sido la atrapada fantasmagórica de Melvin Mora en el sexto episodio, ante batazo de Omar Vizquel que amenazaba volver trizas el maderamen del barco. Así apareció el cierre del noveno episodio, la adrenalina fluía desde el diamante del José Bernardo Pérez hasta los confines más remotos del beisbol. Al observa a Carlos García acercarse a la caja de bateo quería tener una especie de teléfono invisible para decirle que la sacara del estadio. Tragué saliva siete veces y me levanté varias infinitas veces de la silla… La primera vez que supe de Carlos García fue a través de una columna Extrainning, en la segunda mitad de la década de los ’80. Rodolfo J. Mauriello tenía por filosofía seguir a los peloteros desde que eran novatos desconocidos, decía que solo así se ganaba un espacio infranqueable a la hora de solicitar una entrevista con esos peloteros cuando alcanzaban el nivel de estrellas o cuando menos se hacían de un nombre respetable. Mauriello hablaba de las virtudes de un muchacho de Ciudad Bolívar que había firmado Carlos Loreto en Mérida. Le llamaba mucho la atención la intensidad y la pasión con que el novato hacia las jugadas en el campocorto y la obstinación con que corría las bases, parecía un vendaval desbordado de finales de agosto en los mares del sur. En ese Extrainning, Mauriello se atrevió a sugerir que en García, Magallanes podría tener uno de los cimientos que le permitiría salir de los momentos difíciles atravesados en los años ’80. Mientras observaba a Carlos García intentar controlar sus emociones al escuchar su ingreso al templo inmortal magallanero, resultó inevitable revivir la ansiedad de aquel comienzo del cierre del noveno inning del 30 de enero de 1994, la tarde hacía rato se había transmutado en noche y el frío no impedía que sudara a borbotones y casi me quemara las manos de tanto templarlas. Urbano Lugo miraba las señas del cátcher con intensidad de fiera perseguida. Lamenté desconocer alguna técnica telepática para transmitirle a García las señas que emergían de los dedos marcados con adhesivo del receptor. Intenté detener la trayectoria de la pelota en los envíos de Lugo para descifrar la rotación de las costuras rojas. Empuñaba las manos en mi bate astillado de todas las caimaneras en el solar de asfalto y sentía mil martillazos de swings mal ejecutados. Sabía que ese no era el caso del Almirante, quien venía de otra gran temporada de Grandes Ligas con los Piratas de Pittsburgh, y de seguro imitaría a Roberto Clemente. En los momentos más oscuros cuando parecía que el Magallanes difícilmente saldría de aquella sequía de grandes momentos, ocurrió el surgimiento del juego agresivo y estudiado de aquel jugador joven a comienzos de la temporada 1992-93, cuando el buque experimentaba un temporal que amenazaba con destrozarlo en medio de un balance de 6 victorias por 14 derrotas. Al incorporarse Carlos García al equipo, empezó una seguidilla de 11 victorias que llevó al Magallanes a las primeras posiciones. Allí empezó a gestarse el título de Almirante, la leyenda que se confundía con el día a día de la bitácora mediante desplazamientos impensables en las bases que desconcertaban al pitcher y el cátcher contrarios, con jugadas en el hueco en su posición original de campocorto que transformaban en outs imparables cantados, el uniforme pintado de arcilla y su voz a un costado del manager se empezaba a escuchar desde una silla donde esperaba su turno al bate sin perder el mínimo detalle del juego. Recuerdo un artículo de Cristobal Guerra en la página deportiva de El Nacional con ocasión del round robin de la temporada 1990-91 donde lamentaba que Rodolfo Mauriello no estuviese en la redacción del diario para que escribiese con legítima propiedad aquel texto sobre un juego donde Carlos García había demostrado sobre el terreno todas las virtudes que Mauriello había visualizado en él desde sus días como novato. Y mucho más adelante, incluso luego de haberse retirado como jugador activo, encontré un dato en la página de SABR (Society of Authors for Baseball Research) que ilustraba el talante de liderazgo que Carlos García también mostró en su estadía con los Piratas de Pittsburgh. Aparecía en una lista de peloteros que habían conectado un jonrón que resultó ser la única carrera del juego para darle la victoria a su equipo. Cuando sonó el impacto de la madera sobre la pelota a través de la televisión me quedé petrificado contra la pared, tenía dudas de si la trayectoria llevaba demasiado arco o era una línea recta intensa, rauda y trepidante. En fracciones infinitesimales de segundo visualicé todas las posibilidades; cuando regresé a la pantalla del televisor le pelota se estrellaba contra la pared del jardín izquierdo y la narración de Carlos Tovar Bracho por radio se intercalaba con la descripción de Delio Amado León por televisión. Me sentía en un túnel fantástico en el cual la única salida la marcaba el ambiente del estadio. Cuando vi a Carlos García titubear al tomar la palabra luego de conocer su ingreso al Salón de la Fama magallanero, regresé a una tarde en el hotel Ucaima de Valencia, yo bajaba en el ascensor y hubo una parada en el tercer piso, me resultó impresionante la mano estirada, el apretón y el saludo cálido de alguien a quien conocía por el beisbol pero era la primera vez que compartía en persona con él; me pareció compartir con un pelotero de otras épocas, Carlos García sonrió, saludó y compartió algún parecer sobre el juego que empezaría en unas tres horas ante los Leones del Caracas, siempre muy centrado en las posibilidades de su equipo y muy respetuoso del rival. Al momento cuando cada quien tomó su rumbo en la recepción del hotel, me pareció despedir a un amigo de toda la vida, esa actitud dentro y fuera del campo hace de García un personaje muy particular en el beisbol y en Magallanes, especie en extinción que muestra los caminos casi olvidados de la armonía. Hasta estos instantes sigo ignorando quien corrió más rápido, en el momento que salió el batazo, escuché un rumor que repercutía desde varias cuadras a la redonda, la carrera de García desde el plato simulaba un torbellino que arrasaba el infield, en simultanea yo corría alrededor del cuarto con la esperanza de que mientras más vueltas diera, García podía llegar más lejos con su batazo, recuerdo unas tres vueltas sobre la cama, la silla y cerrando las puertas de entrada y del baño, cuando vi que el Almirante estaba sobre la segunda base con algún amago para impulsarse hacia tercera, respiré profundo. Comenzaba el cierre del noveno inning con hombre en posición anotadora y sin outs, me imaginaba que el manager Tim Tolman olvidaría el toque de pelota. Si, pasé un rato preguntándome si García emprendería otra vertiginosa carrera para robarse la antesala, luego rebobiné cuando noté que el próximo en el turno era Oscar Azocar, con un bateador de sus características, era muy probable que García aguardara. Ahora recordaba y entendía mejor el artículo de un periódico de Pittsburgh donde el periodista hablaba del respaldo de la afición de los Piratas por un segunda base joven que era muy estimado por su nivel defensivo, al punto de generar algún tipo de comparación con Bill Mazeroski. El periodista se inspiró en el ambiente de un bar deportivo de la ciudad con fotografías de Roberto Clemente, Willie Stargell, Steve Blass, Kent Tekulve, Manny Sanguillén. Y aún cuando los entendidos y los aficionados de Pittsburgh reconocían que los peloteros clave de aquel equipo a principios de los años ’90 eran Barry Bonds, Bobby Bonilla, Jay Bell, Andy Van Slyke, Mike LaValiere, había una especie de acuerdo tácito en que el toque de estabilidad del equipo tenía mucho que ver con Carlos García, ese talante de liderazgo, del gesto o la jugada apropiada en el momento preciso, llevaba a muchos a comentar que no veían esa actitud en los Piratas desde los días del gran Roberto Clemente. Mientras Azocar se ubicaba en el plato, yo no podía dejar de mirar la media pantalla que enfocaba los movimientos de García en la intermedia, aparentemente permanecía pegado a la base, sin embargo Urbano Lugo volteaba cada tres segundos hacia atrás, el silencio atenazaba cada segundo de la noche. El próximo lanzamiento rompió en cascada la inercia del momento, Azocar impactó la pelota y salió un elevado que aun que iba en dirección al jardín derecho, era relativamente corto y se conocen las virtudes del brazo de Bob Abreu. Cuando vi que García se montaba en la base y arrancaba hacia tercera, cerré los ojos y sostuve mi frente con la mano izquierda. Por un momento pensé en el extrainning, pero la voz ahogada de Delio Amado León estalló en la quietud de la habitación y “García llega quieto a la antesala, ahora si es verdad que el estadio parece un reverbero al rojo vivo. Hombre en tercera y un out, vamos a ver que decide el manager Phil Regan”. Me levanté de la silla de un salto, la carrera de la victoria estaba muy cerca, pero aún había que anotarla, en algún momento de emoción llegué a imaginar que García podía desprenderse en un intento de robo de “home”, pero reaccioné de inmediato, había demasiado en juego y aquel era un equipo de gran participación. Varios años despues leí en un libro las declaraciones que Carlos García le dio al autor un año después de aquel juego: “No todo el mundo tiene corazón para jugar una final. Cuando di el doble y llegué a segunda, sentí que teníamos el juego. El fly de Azocar no fue tan profundo, pero yo sabía que Abreu no tenía buena ubicación. Tomé el riesgo pensando en el público y la posibilidad de ganar”. Los próximos minutos me levanté, salí y entré a la habitación, fui al patio, entré y salí del baño unas siete veces y regresé al patio para arrancar unas guayabas pintonas que visualicé entre los reflejos de la luna. Phil Regan, manager del Caracas, ordenó a José Centeno pasar intencionalmente a Luis Raven y Chris Hatcher; cada uno de esos lanzamientos parecieron durar una eternidad, luego Regan salió para traer a relevar a Donald Strange y Tolman respondió con Andrés Espinoza como emergente por Eddy Díaz. Son muy escasos los momentos de beisbol donde haya sentido un fuego gélido mezclado con hielo carbonizante, un coctel más potente que cualquier mezcla de bebidas espirituosas, cerré por un momento los ojos y me pareció atravesar un laberinto en medio de la oscuridad sin tropezar con ningún obstáculo. Cuando Espinoza entró al cajón de bateo sentí un ruido de hierros oxidados y retorcidos en el lado izquierdo del pecho, me quedé mirando la franela, que yo sepa no sufro del corazón. La pelota describió una parábola que apenas llegó a la zona media del jardín izquierdo, cuando Wilfredo Romero atrapó la esférica, me resignaba a esperar el próximo bateador, entonces Carlos García se desprendió en una arrancada de carrera de cien metros planos, en medio de la tensión del momento, el tiro de Romero fue apresurado. Casí me caigo de la silla mientras veía como García se aproximaba al plato donde el cátcher esperaba. Empecé a sentir un hormigueo en la piel que estalló en espinas cuando ante la llegada de la pelota, García se lanzó a lo largo de su humanidad desde unos dos metros antes de llegar al “home”. Empecé a mirar el televisor desde varios ángulos. En el momento cuando Carlos García hizo contacto con la goma del plato y el árbitro abrió los brazos me quedé petrificado unos instantes, de inmediato aprecié el embalaje de toda la tripulación desde el dugout, Melvin Mora fue el primero que se lanzó a celebrar con el Almirante sobre el “home” pronto un buque humano navegaba sobre la euforia del estadio y el país entero, habían forzado el séptimo juego. Los corrientazos de ese momento me hicieron salir a la calle donde las caravanas se confundían con infinitos fuegos artificiales. Alfonso L. Tusa C.

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