jueves, 11 de julio de 2019
Para Cleon Jones, el Beisbol fue solo el Comienzo.
Michael Powell. The New York Times. 28 de junio de 2019.
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MOBILE, Ala. — “¡Epa Cleon! ¡Gracias por el techo!”
Cleon Jones se recuesta en la ventana de su van y sonríe a la mujer que lo ha saludado desde su porche. “Si Jesse no estuviera sentado ahí, Jones señaló al esposo de ella de cabello cano, les lanzaba un ladrillo a todos. Ni siquiera fueron a la reunión de hoy de nuestra comunidad”.
La mujer mantiene los brazos arriba, como rindiéndose, y sonríe. “¡Lo siento!”
Jones ríe. “Tranquila, todo bien. No la vamos a tomar contigo”.
Bajamos por el camino y nos internamos en Africatown, la antígua sección negra de Mobile, donde Jones creció en los cañaverales y riberas de cocodrilos que llevaban hacia el río Mobile, allí aprendió a jugar beisbol lo suficiente para ser estrella con los Mets y allí él y su esposa Angela construyeron un hermoso hogar de ladrillos cercano a la choza donde creció sin electricidad ni agua potable.
Él es un alcalde de hechos, los vecinos lo buscan para conseguir préstamos, para reparar techos, construir jardines para la comunidad o cuidar a un hijo impactado por un rayo. Jones, ahora de bigotes blancos en su octava década, saluda desde una gorra azul y naranja de los Mets. Sus palabras se extienden con el acento suave de Alabama.
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“Al crecer en el sur de Jim Crow, aprendí mi camino”, dice él. “Si, me mantuve en ese camino. Ahora cada camino es nuestro y tenemos cambios por hacer”.
Jones. Tommie Agee. Ed “The Glider” Charles y Donn Clendenon. Ellos fueron claves para los Mets de 1969, estrellas a quienes mis amigos y yo imitábamos en nuestros swings y carreras hacia el plato. Esos peloteros afroamericanos eran mucho más que eso y en aspectos que apenas podíamos imaginar. Es importante recordarlos, especialmente a Jones, en el fin de semana cuando los Mets celebran el quincuagésimo aniversario de aquel equipo de 1969.
Eran los hijos generacionales de los pioneros del beisbol Jackie Robinson y Larry Doby que navegaron el sur de Jim Crow con sus leyes venenosas y límites disimulados.
Donn Clendenon, el primera base de paso relajado con swing de Barca Lounger, fue estudiante en Morehouse, donde le asignaron un tutor conocido como “big brother”: Dr. Martin Luther King Jr. En 1968, Clendenon estaba con los Piratas de Pittsburgh, organizó a los peloteros negros y amenazó con un boicot a menos que se suspendiesen los juegos el día del funeral de King; los dueños de equipos tuvieron que aceptar a regañadientes.
Ed Charles venía de la realidad segregacionista de Daytona, Fla. Agee era el mejor amigo de Cleon e hijo especial de Mobile. Todo esto es planteado maravillosamente en el libro de Wayne Coffey acerca de ese equipo, “They Said It Couldn’t Be Done”.
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Mobile fue una cisterna desbordada de talento beisbolero afroamericano. Una agraciada ciudad de sauces llorones de 190.000 habitantes, Mobile produjo cinco inquilinos del Salón de la Fama del beisbol, todos negros: Hank Aaron, Willie McCovey, Billy Williams, Ozzie Smith y Satchel Paige. Jones recuerda mirar de joven a Paige lanzar en una exhibición: “Le ordenaba a sus compañeros, ‘siéntense’. Y ellos se sentaron en el terreno mientras él ponchaba a tres bateadores”.
Entre los que casi alcanzaron la grandeza está el jardinero central de los Reales de Kansas City, Amos Otis.
“Hombre, si querías jugar, todo lo que tenías que hacer era ir allá afuera y lanzar una pelota al aire”, dijo Jones.
Mucho de ese talento atlético negro ya no fluye hacia el beisbol, se desvió hacia el futbol americano y el baloncesto. Eso le duele a Jones y es una historia para otra oportunidad.
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A decir de Jones, su juventud fue bucólica luego de una niñez complicada. Tuvo amistades con muchachos blancos de Chickasaw y Prichard, y jugaron futbol americano y beisbol. A veces comían en la mesa de su madre en Africatown y a veces el comía en sus mesas. Nunca se dio el lujo de olvidar donde estaba. Cuando se asomaba el crepúsculo se excusaba y tomaba su larga caminata de vuelta a casa.
“Me aseguraba de estar en casa al anochecer, si, lo hacía”, dijo él.
Mientras se apuraba de vuelta a casa oía los gritos desde los porches en penumbras.
“Muchacho ¿te bañaron en chocolate?” y “Regresa a África”.
La ecuanimidad de Jones se resquebrajaba.
“Les gritaba de vuelta: ‘Al infierno con eso. ¡Llévame de regreso! ¡Ustedes me trajeron aquí!’”
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Cuando era un infante, su madre y padre hacían cola para tomar el bus en Mobile. Un hombre blanco exigió que se fueran al final de la cola. “Mi madre usaba el cabello largo, y él la templó por el cabello y la haló hacia atrás” y le dijo un epíteto racial, dijo Jones.
“Iniciaron una pelea y mi papá sacó la mejor parte”, dijo Jones. “Llegó la noticia de que la policía lo buscaba, y esa noche mi papá subió a un tren que iba a Nueva Orleans y Chicago”.
Pocos días después su madre huyó a Filadelfia. Cuando el cumplió 12 años, oyó a su abuela llorar en el porche, él se levantó de la cama y se acercó a su lado y le preguntó que ocurría.
Había llegado la noticia de que la madre de Jones había fallecido. “Nunca vi a mi madre excepto en fotografías”.
Después de la escuela secundaria, Jones empezó un arduo viaje de carreteras en las ligas menores y pueblos del sur, donde hombres y mujeres entrecerraban los ojos y gritaban ofensas raciales. Unos cuantos peloteros negros agitaban sus cabezas y partían hacia su hogar.
Jones no hizo eso. “Oía eso y me enterraba tan profundo en el plato que solo miraba al pitcher. Entonces venía el lanzamiento y ¡bang!”
Aquí y allá vio asomos de luz. Su equipo llegó a Jacksonville Fla., una noche y Jones y otros compañeros de equipo negros entraron en un restaurant. Estuvieron sentados 45 minutos sin ver una mesera.
El gerente se disculpó y llamó a la mesera. Ella utilizó una grosería racial para dejar claro que no le serviría a Jones ni a sus acompañantes. El gerente llamó a otra mesera y despidió a la que no les sirvió.
El día siguiente los peloteros regresaron a ese restaurant y la misma mesera que había rechazado servirles, fue a verlos. “Ella nos dijo, ‘Me criaron de cierta manera pero debo reconocer que soy adulta y tomo mis propias decisiones. Rogué para que me devolvieran mi trabajo y ahora les ruego a ustedes que me disculpen’”.
Los hombres hablaron con ella y ella les sirvió la cena.
Esa noche jugaron y Jones miró hacia las tribunas y vio a la misma mesera aupándolos. “Cada vez que íbamos a Jacksonville siempre la reconocíamos y ella nos saludaba. Habíamos conseguido una amiga genuina”.
“La mayoría de las personas quiere ser cordial. Solo hay que dejar la puerta abierta”.
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Jones no es un idealista de ojos estrellados, y sus ojos destilan acero cuando es retado. Aun en los Mets, a quienes consideraba su familia, hubo unos pocos blancos racistas incorregibles. Salía de la ducha y oia comentarios que prefería no haber escuchado.
“Después de jugar con esos tipos por un tiempo, se convirtieron en mis amigos”, dijo Jones, mostrando una sonrisa. “O pretendieron serlo tan bien que no podía hacer nada”.
Jones bateó .340 en 1969, con su velocidad y poder, fue el líder ofensivo del equipo.
Su fin con los Mets seis años después fue irregular. Su manager y su gerente general favoritos, Gil Hodges y Johnny Murphy, habían fallecido hacía tiempo de ataques cardíacos.
Se había lesionado la rodilla y había llegado a enfrentarse al manager Yogi Berra.
Entonces, cuando se rehabilitaba en Florida, la policía encontró a Jones completamente vestido y dormido en su van con una mujer blanca. La llevaba al hogar de ella cuando el vehículo se quedó sin gasolina. El director de los Mets, M. Donald Grant, un imperioso corredor de bolsa, obligó a Jones a llevar a su esposa a una conferencia de prensa para disculparse, un momento humillante por lo grotesco y el tono racista. Jones fue despedido del equipo poco después, y se retiró el año siguiente.
Hace mucho tiempo hizo las paces con el equipo.
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Conversábamos en el almuerzo en Catfish Junction, mientras disfrutábamos del bagre frito y los nabos, y regresábamos hasta Africatown. Recientemente, los arqueólogos habían sacado los restos de madera de lo que casi por seguro fue el Clotilda, el último barco de esclavos que llegó al continente americano en 1860, del fondo del río Mobile. Los esclavistas blancos escondían sus esclavos, una carga ilícita porque la importación de esclavos era ilegal, en lo que ahora es conocido como Africatown.
Aquellos esclavos negros, más adelante gobernaron el pueblo de acuerdo a la costumbre Africana. Jones y su grupo comunitario trabajan para construir un centro de visitantes de Africatown y para conseguir nuevos techos y casas y atraer jóvenes negros propietarios de casas.
Jones tiene 76 años de edad; el tiempo no es un río infinito. Charles y Clendenon han fallecido, y su amigo Agee murió muy joven de un ataque cardíaco a los 58 años de edad. “Ellos tocan a su puerta a las 10 pm y el sale”, dice su esposa Angela. “Tienes que hacer lo que Dios le dice a tu corazón que haga”.
Jones sonríe. En pocos días hará un viaje hacia Nueva York para participar en la celebración del quincuagésimo aniversario de aquel campeonato de hace tanto tiempo.
“Viví un sueño donde tenía que estar pellizcándome y preguntándome si era real”, dijo él. “Tengo la oportunidad de reconstruir Africatown, el asentamiento negro más histórico de Alabama. Hemos tenido momentos desesperantes pero la vida es buena. Nos movemos en todas direcciones”.
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Traducción: Alfonso L. Tusa C. 10 de Julio de 2019.
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