lunes, 23 de abril de 2012

Juego perfecto: ¿Arte o circunstancia?

Existen muchos momentos de un juego de béisbol cuando pueden estar ocurriendo tantas cosas a la vez que quienes se quejan de la lentitud del juego se llevarían la mano a la barbilla. Un juego perfecto. 27 bateadores. 27 outs. En fila. El gran logro de todo pitcher. El sueño de cualquier aficionado. Es la situación ideal para ilustrar la dinámica y la tensión que puede generar el béisbol. Por eso cuando este sábado 21 de abril de 2012 el pitcher Philip Humber ponchó al último bateador del juego, la adrenalina se desbordó y quienes saltaban en las tribunas y el campo se pellizcaban para verificar que el sueño era realidad, que los outs se habían sucedido consecutivos hasta completar el juego en 96 lanzamientos, que aquella nota escrita por Jim Bunning en la introducción de un libro de juegos sin hits ni carreras flotaba en el ambiente. Muchos analistas del juego explican este tipo de juego desde el ángulo de estar en el momento adecuado en el lugar preciso, de que la defensiva sea impecable, de que los árbitros favorezcan al pitcher o sentencien apropiadamente. Si el ambiente de un juego sin hits ni carreras acorrala por completo la gritería y sume en la soledad al pitcher. Un juego perfecto tiene visos de camposanto a medianoche con viento silbante. Hasta los vendedores de perros calientes se comunican por señas. En el último inning se puede escuchar hasta la caída de un alfiler. El pitcher pareciera un astronauta justo antes de abordar la nave espacial. Nadie intenta hablar en el dugout, en el campo todos cuidan los detalles al milímetro, tal cual si cargaran un piano de vidrio en una escalera de caracol. Otros analistas refieren que lanzar un juego perfecto tiene mucho de mérito y de arte para el pitcher y su receptor, que hay que saber escoger los lanzamientos y ubicar a la defensa. Cual Vincent Van Gogh en su Noche estrellada. O Reverón en sus carboncillos. O Picasso en Guernica. O Andrés Eloy Blanco en Canto a los Hijos. O Ramos Sucre en Trizas de Papel. O Modigliani . O Arturo Michelena. O Beethoven en la Novena Sinfonía. O Aldemaro Romero en Fuga con Pajarillo. O Gabriel García Marquez en Cien años de soledad. O Hemingway en el Viejo y el mar. O Christian Barnard en el primer transplante cardíaco. Muhammad Ali neutralizando a George Foreman. Quizás ese juego sea el punto máximo en la carrera de muchos de lanzadores. Eso difícilmente reste brillo a ese logro en particular. En Venezuela aún se espera por un juego perfecto en la liga profesional. Sin embargo se tienen muy en cuenta las faenas de Gustavo Mocho García con Locomotora de La Guaira el 19 de abril de 1951 y Armando Bastardo con Mop Zona 10 el 23 de septiembre de 1971, ambos oriundos del estado Sucre, ambos lanzaron perfecto en la categoría AA amateur. También brilla en la memoria beisbolera el perfecto de Don Larsen en la Serie Mundial de 1956 ante los Dodgers de Brooklyn. La gesta de Sandy Koufax ante los Cachorros de Chicago en 1965 porque el juego terminó 1-0 y el pitcher contrario Bob Hendley, sólo permitió un imparable. Igual de inolvidable es la épica de Armando Galárraga al perder su juego perfecto debido a una decisión controversial del árbitro de primera base. O aquella joya de Harvey Haddix quién lanzó 12 episodios perfectos para perder ante los Bravos de Milwaukee en el episodio 13. Todos momentos dramáticos, únicos en el universo deportivo. Sólo quienes viven el juego pueden dar fe de cuan helada estaba la sangre o si el corazón latía o explotaba. Cuando un pitcher sale al montículo en el episodio culminante de un juego perfecto, se puede hasta sentir la bolsa de pezrrubia resbalando en sus manos y el escobilleo de la brocha del árbitro principal sobre el plato. Cuando suelta la pelota y suena el batazo, las líneas de Jim Bunning envuelven la pelota: “…lanzar un no-hitter es como participar en un accidente automovilístico que casi ocurrió. Si ustedes lo han vivido saben que se siente. Han girado el volante, el pedal del freno hundido hasta el fondo. Huele a caucho quemado, se escucha el chirrido de los frenos. Mientras ven que el desastre se aproxima con velocidad de rayo, lo que les queda es la desesperanza de que todo esta fuera de control. Entonces, como un milagro, los neumáticos se deslizan hasta detenerse a escasos centímetros de la pared de ladrillos”. Alfonso L. Tusa C.

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