El taxi me dejó en la esquina de Beacon y Arlington street. Tuve una conversación tan amena con el taxista que ni me di cuenta de la nieve y la temperatura. En la puerta del Boston School of Modern Languages la señora de la oficina me dijo que debía ir urgente a comprar ropa de invierno en la tienda Jordan Marsh, luego de dejar el equipaje en el apartamento. Apenas sentía las manos mucho menos las orejas. Nada que ver con el clima de Venezuela.
Luego de comprar la ropa de invierno, empecé a conocer Boston a pié. No me importó que todo estuviera cubierto de nieve, ni que el termómetro marcara varios grados bajo cero. En la cima de la torre John Hancock empuñé un telescopio e hice un rápido barrido visual de la ciudad. Noté un paisaje conocido y regresé allí. Ahí estaba el monstruo verde donde Ted Williams, Carl Yastrzemski y Jim Rice habían brillado, la escalera de la pared del centerfield donde Dom DiMaggio, Jimmy Piersall, Reggie Smith y Fred Lynn efectuaran atrapadas fantásticas. Los confines del right field donde alguna vez Tony Conigliaro se lanzara en la grama para tomar la pelota en esfuerzo supremo o Dewey Evans realizara aquel salto increíble para empezar aquel dobleplay en el sexto juego de la Serie Mundial de 1975. Pasé al cuadro interior y vi a Jerry Adair salir del juego con la boca llena de sangre para regresar poco después a seguir jugando. Rico Petrocelli esperando que la pelota en su guante para completar el out del banderín de 1967. Luis Aparicio ayudando a Doug Griffin en el arte del dobleplay. Carlton Fisk corriendo hacia las tribunas para atrapar elevados de foul sobre los asientos. Fijé la mirada en el montículo y de inmediato imaginé los rostros de Babe Ruth, Jim Lonborg o Dennis Eckersley. El guardián del edificio me tocó en el hombro. “Son las 10 en punto de la noche. Hora de cerrar”.
Me costaba adaptarme a la ciudad. Principalmente por el clima. Pero cuando descubrí una tienda de barajitas de béisbol cerca de Kenmore Square las cosas empezaron a mejorar. Allí me enteré de la fecha cuando los Medias Rojas empezarían a vender los boletos de todos los juegos de la temporada. Ese día sentí como si estuviera en Cumaná. Compré tickets para los juegos de la primera mitad de la temporada.
El próximo día me levanté temprano, pasé por el Boston Public Garden, luego me fui por Boylston street, Copley Square y seguí caminando hasta Kenmore Square. Desde ahí podía ver las torres de las luces del estadio. Avancé dos cuadras y empecé a girar el cuello como un buho. Cuando pensé que estaba perdido le pregunté a un hombre de mediana edad y me respondió con una gran sonrisa: “¡Pero si estás enfrente de la entrada principal de Fenway Park!” El periódico se me cayó de las manos. ¿Eran aquellas fachadas como de museo la entrada de Fenway Park? Me quedé ahí preguntando a la gente por la historia del edificio, pero todos iban muy apurados. Alrededor de mediodía me convencí que Fenway Park permanecería cerrado. Un viejo me dio unas palmadas en el hombro. “Fenway no abrirá sus puertas hasta abril”. De todas formas regresé muy contento a Beacon street. Las paredes externas de Fenway Park eran como la entrada de una casa de familia.
La primera vez que asistí a un juego en Fenway Park fue a comienzos de abril de 1983. Mepuse mi chaqueta de invierno y los guantes para el frío. A mitad de camino tuve que comprar un helado en Brigham’s para dejar de titiritar. Me las arreglé para entrar a Fenway Park por el portón indicado a pesar de mis dificultades para hablar inglés. Palco de terreno detrás del plato. Esa fue la primera temporada de Antonio Armas con los Medias Rojas. Después de la práctica de bateo, un remolino de aficionados gritaba desde la tribuna en buscade un autógrafo. “Armas, aquí, de Venezuela”. El pelotero seguía trotando hacia el dugout. Entonces aproveché mi oportunidad. “Epa Armas. Puerto Píritu. Puerto Píritu”. Armas se detuvo y empezó a mirar alrededor. Empujé y traté de escabullirme entre el tumulto, había tantos aficionados que me quedé atascado. Durante el juego un tipo cercano a mi asiento gritó varias veces “Armas vete de vuelta a Oakland”. Yo podía entender inglés mejor de lo que los hablaba. Recé a Dios para que Armas jugara mejor. En el inning siguiente Armas despachó un batazo inmenso que se estrelló contra la mitad del monstruo verde. La gente empezó una ovación. El tipo dejó de gritar.
La próxima vez que pisé los confines de Fenway Park sentí curiosidad por todas esas personas que compraban pretzels rociados con cristales de sal y luego las cubrían con mostaza. Primero arrugué los labios. Después compre un pretzel. La mezcla de pan y mostaza me hizo regresar dos veces por otro pretzel.
Ese día me senté en las gradas. La temperatura todavía rondaba alrededor de cero. Una vez que el juego empezó sentí que disfrutaba el sol de Cumaná. Los Medias Rojas jugaban ante los Angelinos de California. En el octavo inning, dos pitchers empezaron a calentar en el bull pen. Uno de ellos era Luis Mercedes Sánchez. Empecé a gritar “¡Ese de Cariaco!”. Sánchez dejó de calendar y miró hacia las gradas. Lo saludé desde mitad de la grada y levantó la gorra.
Luego que terminó el juego me perdí en la multitud y terminé en una calle que no conocía. Seguí avanzando. Cuando empezaba a pensar que aquella sería una larga noche vi las torres de luz de Fenway Park y empecé a cruzar calles hasta llegar a Boylston street. Allí me sentí feliz de nuevo.
Alfonso L. Tusa C.
martes, 10 de abril de 2012
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