miércoles, 10 de octubre de 2012
El juego inaugural que nunca olvidaré
En los albores de cada nueva temporada de béisbol profesional venezolano hay mucha expectativa de cómo vienen los equipos, y aunque muchos prefieren esperar que avance la campaña para empezar a ver los juegos, siempre me llamó la atención seguir la acción desde el primer juego. Quizás la razón de esto tenga mucho que ver con varios artículos y páginas deportivas que leí una noche que descubrí un cerro de periódicos y revistas viejas bajo la cama de mis hermanos. Cuando empecé a preguntarles por Graciliano Parra, Isaías Látigo Chávez y la inauguración del torneo 1965-66, Felipe estiró los ojos y Jesús Mario se pasó la mano por la nuca. Aquel juego formaba parte de las historias a que apelaba Papá para acostarlos en la noche, o convencerlos de almorzar cuando eran muy niños.
“Llegamos al estadio por el puente de Las Acacias. Pedro y Joaquín hablaban hasta por los codos del equipazo que tendría otra vez La Guaira. Casi sentían lástima por la afición de Juan y mía por el Magallanes. Desde el punto más alto del puente, el sol parecía una pelota que salía por el right field y la luna otra que flotaba sobre el home plate. Un murmullo de aficionados hervía frente a las taquillas. Además de la ventaja teórica del nivel que tenían los jugadores de La Guaira, Magallanes tampoco podría contar con su lanzador estelar, el que los nivelaba con cualquier equipo por poderoso que fuera. El Látigo Chávez tenía varias semanas de disputa contractual con la directiva de los Navegantes, ni la intervención de LVBP, ni una incipiente Asociación de peloteros había podido solventar la discordia. Se decía que el Látigo regresaría a Estados Unidos para jugar en una liga de Arizona, siguiendo recomendaciones de los Gigantes de San Francisco. Pedro hacía burlas mientras traspasábamos el portón de la tribuna de tercera base. ‘¡Pero no nos la pongan tan papita!’.
Mientras bajábamos a los bancos del dugout magallanero, nos llevamos los dedos a las orejas, el tipo de la sirena agitaba una manivela, y un sonido de ambulancia enmascaraba toda la tribuna central. Miré hacia el bullpen del left field. Un tipo de mediana estatura y rostro aindiado subía el pie a la altura del pecho y hacia estallar la mascota de Owen Johnson. Desde dos filas más abajo llegó el nombre de Graciliano Parra. Viene de ganar 4 y perder 4 con el Lexington Clase A de la Liga Western Carolina, lanzo 100.1 episodios y dejó efectividad de 3.42. El rostro de Juan parecía medio limón exprimido. ‘Ay mamá. Que Dios nos agarre confesados’. Ni siquiera el ritmo de “El Pompo” que llegaba desde la tribuna central entonado por la banda municipal borró la tristeza del rostro de Juan. Varias muchachas ensayaban pasos de baile y los guairistas levantaban sus gorras. “A mi me gusta bailar el pompo que ritmo nuevo. Y sino lo bailo ahora te juro que yo me muero”.
Mientras el gobernador del Distrito Federal hacia el lanzamiento inicial y los peloteros regresaban a los dugouts, Pedro señalaba con el índice hacia un lugar de la tribuna. ‘Mira ahí está El Látigo. Desde ahí va a ser difícil que haga algo por el Magallanes’. Deseé tener una varita mágica para resolver la disputa contractual y ver aquella misma noche al Látigo enfrentando a los Tiburones. El grito de play ball me sacó de mi sueño despierto.
Al ver a Graciliano terminar sus lanzamientos y a Ángel Bravo conversando con Luis Aparicio en el círculo de prevenidos, me sentí un ratoncito en tierra de gigantes. Detrás venían José Cardenal, Jim Wynn, John Bateman, José Martínez, José Herrera, Graciano Ravelo y el pitcher Darrell Brandon. Aunque Graciliano colgó el primer cero, seguía sintiendo un tic tac en todo el estadio.
En la apertura del cuarto episodio empecé a percibir algo en el aire, una señal de algún arma escondida en el barco, más no me convencía del todo. Jim Wynn descargó un linietazo bestial que hizo saltar a Pedro, Joaquín cantaba extrabase cuando Leopoldo Chingo Tovar corrió 50 metros, cual velocista, hacia la raya del right field para capturar la pelota.
Abriendo el noveno episodio con la pizarra pletórica de arepas y el suspenso pellizcando todo el estadio, Luis Aparicio tronó otra línea que iba cantando hit hasta que Leopoldo Tovar se lanzó de cabeza para atrapar la pelota. El juego iba a extrainning y todos tenían el rostro blanco de la emoción. El Látigo aupaba a Graciliano desde la tribuna y con él todos los magallaneros. Apenas “El Pompo” podía dar un poco de respiro a los aficionados, pero eran pasos y voces nerviosas.
En el décimo Graciliano dominó a Wynn y Bateman. De pronto la algarabía se trocó en el silencio más estridente. José Martínez despachó una línea sobre la intermedia. Graciliano respiró profundo detrás del montículo. Mike Andrews y Marv Breeding llegaron desde segunda y conversaron con él. César Gutiérrez y Oswaldo Blanco le dieron dos palmaditas en el hombro y Owen Johnson le dio algunas recomendaciones. Se había terminado el no hit no run, pero el juego continuaba. José Herrera siguió con otro imparable que llevó a Martínez hasta la antesala. Juan casi se metía debajo de los bancos. Pedro pedía el otro hit. Yo sentía que masticaba el corazón con cada latido. Tony Pacheco ordenó el doble robo y el alma me volvió al cuerpo cuando Johnson tocó a Martínez antes de llegar a la goma.
Ese cierre del décimo es la vez cuando he oido la sirena con más intensidad en mi vida, cuando Andrews soltó aquel imparable, el estadio parecía un 24 de diciembre a medianoche. El Pompo empezó a sonar otra vez. Leopoldo Tovar llevó a Andrews hasta segunda con toque de sacrificio. Me estrujaba tanto las manos que casi me saco los dedos. Victor Colina soltó un linietazo fulgurante hacia la izquierda que Aparicio persiguió hasta casi caerse. Andrews venía cayéndose entre la longitud de sus piernas. Cuando hincó los spikes sobre el plato levantamos los brazos y esta vez si bailamos El Pompo con ganas. Sobre el terreno los aficionados levantaban en hombros a Graciliano, Andrews y Colina”.
La referencia de mis hermanos fue tan vívida que parecía que hubiesen estado en el estadio. Yo también lo siento así.
Alfonso L. Tusa C.
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