lunes, 11 de noviembre de 2013
¿Por qué la sirena dejó de sonar como antes?
Antes del inicio de los juegos, en medio de los comentarios previos, se escuchaba a través de la transmisión radial el influjo urgente de un sonido que indicaba que el equipo de la luna y las estrellas, del barco y el sextante, de las velas desplegadas, estaba a punto de iniciar otra expedición sobre el diamante. Mientras escuchaba el radio, imaginaba la trayectoria de aquella línea sónica, preguntaba a mis hermanos ¿que significaba esa sirena? Al tiempo que imaginaba las mujeres con extremidad de pez que había apreciado en historietas y películas. “Esa es la señal de que el Magallanes va a jugar. Cada vez que el equipo anota carreras o hace una buena jugada a la defensiva, esa sirena suena durísimo”. Siempre quise saber más del orígen de esa tradición. Ahora extraño esa sirena, hace algunas temporadas que el sonido rectilíneo y efusivo dejó de oírse en el estadio, al menos de forma contínua y en cualquier situación. Solo se escuchan cánticos y gritos, unos poco convincentes, sólo la estridencia de la sirena podía galvanizar las emociones experimentadas a lo largo del juego, existen momentos que solo pueden ilustrar la intensidad de su influjo. Cada vez que sonaba esa sirena, más que el ánimo de los aficionados, se prendía la mística en los jugadores.
Desde los años cincuenta, sesenta y setenta, percibir aquella señal significaba que Magallanes había empezado a jugar mucho antes del ¡Play Ball!, los aficionados y peloteros rivales sentían envidia ante el cúmulo de competitividad y coraje contenidos en el sonido que salía de un dinamo que un señor llevaba dentro de una caja. Muchos se quedaban embelesados ante la majestuosidad de aquellas formas que delineaba el sonido. Parecían hipnotizados, parecían delirar ante la hermosura de aquellos seres mitológicos cargados de atractivo femenino como Daryl Hannah en la película Splash. Cuando pestañeaban, se pellizcaban y subían apresurados las gradas sin quitar la mirada del bull pen, ni del home plate. Querían que el juego empezara de inmediato, la sirena actuaba como catalizador sobre el tiempo que transcurría desde la práctica de bateo hasta que los árbitros recibían las tarjetas de las alineaciones y los abucheos de los presentes.
Recuerdo una tarde decembrina de 1975, Magallanes jugaría ante los Tigres de Aragua en Cumaná. Desde las cinco de la tarde la ciudad rezumaba en aullidos de sirena desde Boca de Sabana hasta El Tacal. Nada que ver con ambulancias, ni bomberos. El ambiente era festivo y se intensificaba hacia los alrededores del estadio de béisbol. La expectativa hervía en la piel y las conversaciones avanzaban en cámara lenta atravesadas por las peluzas de la sonoridad. Sólo hubo silencio al inicio del juego y cuando el centerfielder de los Tigres se estrelló contra la pared del jardín central. Aquel sonido moderaba la dinámica de la multitud, reconducía las emociones, abría espacios donde descargar los gritos. A lo largo de los nueve innings, nunca desapareció la fiebre de seguir el béisbol en el más mínimo detalle. Al caer el out 27, todos permanecieron varios minutos en las gradas.
La imagen del señor con la caja sonora avanzando entre la muchedumbre hacia la zona baja de la tribuna central del estadio Universitario o del José Bernardo Pérez representa una escena mil veces escuchada en vivo, a través de la radio, la televisión o las anécdotas, una pedazo de la historia de la bitácora del buque cuya idea nació de las experiencias reportadas desde las ciudades bombardeadas en la segunda guerra mundial. Cuando era inminente el bombardeo, la señal para prevenir a los habitantes de las ciudades eran las sirenas que sonaban en un radio de varios kilómetros a la redonda quizás diez o quince minutos antes de que empezaran a caer proyectiles desde los aviones de guerra. En el estadio el símil indicaba a los otros equipos que venía fuego de artillería desde el buque y que sería muy difícil eludirlo.
El sábado 09 de noviembre de 2013, Magallanes llegó perdiendo 4-1 ante los Tigres de Aragua al cierre del noveno inning. El escándalo de la sirena percutía en las memorias de otros tiempos. Esta vez solo se escuchaba el grito apagado del locutor interno. En la memoria seguía sonando al tope de la sonoridad aquella línea rectilínea que alimentaba las remontadas más inexplicables. Cuando Frank Días desapareció la pelota por el jardín central ante Eduardo Sánchez, el volumen de la sirena subió en mi mente. Llegaban imágenes de otros novenos innings cuando el ulular poblaba el estadio y calles completas en todo el país. La resaca emocional se mezclaba con la esperanza de la victoria. Allan Dykstra entregó el primer out, sin embargo la sirena seguía chapoteando en la imaginación. El sencillo de Jesús Flores y el infieldhit de Rougned Odor sirvieron el momento para que estallara la expectativa. Lew Ford salió de emergente por Darwin Pérez y A. Thompson relevó a Eduardo Sánchez. Con cada foul que Ford le bateaba a Thompson la intensidad del momento se desbordaba. El roletazo entre tercera y short que siguió imparable al jardín izquierdo hizo anotar a Flores y llevó a Odor hasta tercera base. El vortex de la sirena vibraba en mi interior. Apenás decreció con el ponche de Ezequiel Carrera. Buddy Bailey trajo a Francisco Buttó para enfrentar a Adonis Pérez, y éste como hace dos años le restañó un estacazo hacia la derecha que se llevó al jardinero Alex Romero. El embalaje de Ford hacia el plato hizo circular el éxtasis en el estadio, mientras escuchaba en toda la intensidad la sirena y el momento mágico de la canción de Billo’s cuando Felo Ramírez exclama “¡Es de locura amigos, aquí en Valencia!”. Y en todo el país.
Alfonso L. Tusa C.
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