lunes, 14 de julio de 2008

Una madre se acerca al cajón de bateo

Ellen M. Iseman.
The New York Times. 13 de julio de 2008.

“Cuando tenía 20 años, en medio de mi juventud y desenfado, los hombres me invitaban a los juegos de béisbol. Acompañaba a mis pretendientes usando tacones altos, inapropiados para subir los escalones de Yankee Stadium, y un maletín de trabajo. Mi portafolios podía parecer fuera de lugar, pero era fácil de llevar en esos días, cuando no habían chequeos de seguridad.
Los hombres parecían saber de lo que ocurría en el terreno de juego. Yo trataba de simular que también conocía el béisbol.
‘¿Viste ese imparable?’, me preguntó un abogado en una ocasión. Yo decía ‘Sí’, ajena a la acción. Pensaba en mis próximas vacaciones o en el libro que me esperaba en casa.
‘Tremenda jugada’, gritaba con entusiasmo un inversionista bancario. Yo asentía con una mueca de aprobación, aunque ignoraba lo que significaba la jugada.
No sabía nada de las reglas del béisbol, o de los equipos, ni del Yankee Stadium. Durante los juegos, contaba las personas de nuestra fila, o leía revistas, memos o cartas dobladas en mi bolso. Cada cierto tiempo, levantaba la mirada y trataba de decir algo apropiado e inevitablemente banal.
‘Que buena interpretación del himno’.
‘Que bueno que llegó el receso del séptimo inning’
‘Que cantidad de público vino esta noche’
Esta ignorancia persistió hasta que me casé y tuve un niño, quién a los 5 años era un apasionado del béisbol y los Yanquis. Su padre, un atleta natural, conocía los secretos de los métodos de pitcheo, las sutilezas del juego y los famosos y menos conocidos jugadores y equipos. Hasta se ofreció como voluntario para dirigir el equipo de nuestro hijo en las Pequeñas Ligas. Me encontré en una casa donde era la única extraña al béisbol.
En un esfuerzo por entender la pasión de mi hijo, alimentada por el enstusiasmo de su padre, decidí ilustrarme por mí misma. Leí libros de béisbol escritos por A. Bartlett Giamatti, Roger Angell, George F. Will y Buzz Bissinger entre otros y leí libros que hablan sobre la técnica del juego.
Compré entradas para los juegos de entrenamientos primaverales en todo Florida, presencié la anotación de los juegos en Nueva York y otras ciudades, y me enteré a través de un amigo de lo que es un día en el campo de juego y en el club house con un equipo ganador de la Serie Mundial. Llegué a disfrutar la belleza del juego, y a olvidarme de su lentitud, las largas colas para comprar comestibles y el calor del sol veraniego.
Mi hijo y yo visitamos el Parque de los Monumentos en Yankee Stadium, viajamos a otros estadios e hicimos varias visitas al Salón de la Fama y el Museo del Béisbol en Cooperstown, N.Y.Tomamos el ferry de Staten Island para ir a ver jugar un equipo de las granjas de los Yanquis con el telón de fondo del cielo añil de Manhattan degradándose en el atardecer mientras nosotros comíamos perros calientes. Pasamos el Día de las Madres entre el Museo Yogi Berra y el Centro de Aprendizaje del campus de la Universidad de Montclair en Nueva Jersey, mientras a otras madres les servían huevos sancochados, café caliente y una tarjeta de felicitaciones.
Ahora, la caja de trofeos de mi hijo de 9 años relumbra con pelotas firmadas por peloteros que hemos conocido en difrentes estadios a través del país, y mis días de interés fingido son recuerdos.
Mi escaparate esta lleno de gorras de los Yanquis, mi vocabulario de beísbol me permite entender cualquier jerga y yo reviso al detalle el calendario de viajes de fin de semana para asistir a los juegos del equipo de béisbol donde mi hijo es receptor. Yo lo observo desde la línea de cal, siguiendo la acción al milímetro.
Desde que mi esposo murió de cáncer hace 18 meses, mi hijo y yo nos hemos convertido en un equipo de aficionados al béisbol dentro de la casa. Tiene la buena fortuna de heredar los genes deportivos de su padre. En mi imaginación, finalmente soy una madre en el círculo de prevenidos, lista para agarrar el bate tan pronto como el manager pronuncie mi nombre”.

Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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