martes, 30 de junio de 2009

La biblia de las barajitas de béisbol.

David Davis

Hace tiempo, cuando se les permitía a los niños alejarse de sus padres por más de 15 minutos, yo pasé mucho de mi tiempo libre coleccionando barajitas de béisbol.
Después de la escuela, mi amigo Adam Rogers y yo íbamos a la bodega y comprábamos varios sobres de barajitas. Nos sentábamos en un banco cerca de su apartamento, abríamos los paqueticos y discutíamos los méritos de cada pelotero hasta que oscurecía.
No nos preocupaba el estado de las barajitas o si podríamos completar la colección. Sólo disfrutábamos con tenerlas en las manos e idear juegos con ellas, mientras respirábamos el olor a goma de mascar al pasar a la próxima barajita. ¿Quién sería: Willie Mays (por favor, por favor) u otra repetida de Horace Clark?
Esa fue mi primera obsesión, sólo costaba una moneda de 10 centavos de dólar.
En 1973, cuando Adam y yo teníamos 11 años, Brendan Boyd y Fred Harris publicaron un libro muy particular titulado: “El Gran Libro de colección, cambio de barajitas de béisbol y goma de mascar”, ("The Great American Baseball Card Flipping, Trading and Bubble Gum Book"). Al instante, se convirtió en nuestro libro favorito.
Harris y Boyd eran analistas de béisbol en sus veintitantos años que trabajaban en una librería de Boston. La idea, Boyd recuerda hoy, apareció cuando un cliente preguntó por un libro de barajitas de béisbol y él y Harris se percataron que no había. Luego el gerente de la librería, Richard McDonough, se marchó para convertirse en editor de Little, Brown, y los contrató a los dos para escribir su libro de barajitas de béisbol.
Irreverente y nostálgico a la vez, “Great American” es un híbrido de “Los muchachos del verano” de Roger Kahn y la revista Mad. La primera sección está dedicada a las memorias de Boyd sobre el arte de coleccionar barajitas en los años cincuenta y sesenta, en “tiendas de esquina, que nunca estaban en esquinas. Tiendas de variedades completamente carentes de variedades. Generalmente estas tiendas les pertenecían a hombres de mediana edad con psoriasis, individuos barrigones de piel amarillo-grisácea y apariencia desagradable, que usaban camisas de lana a cuadros sin importar cuanto calor hiciera y pequeños sombreros de fieltro que habían sido pisoteados varias veces”.
Boyd hasta hace una peregrinación al edificio Topps Chewing Gum en Brooklyn para entrevistar a Sy Berger, el irreprimible presidente de la compañía, a fin de hacer una crónica de la evolución de las barajitas de béisbol.
La mayor parte del libro, sin embargo, está dedicada a las imágenes de las barajitas, unas 253 de ellas, acompañadas de textos reverenciales y sarcásticos de Boyd, aficionado de los Medias Rojas de Boston, y Harris, un nativo de Filadelfia.
Hay peloteros estrella en el libro, Don Drysdale y Minnie Miñoso entre ellos, y en una página se rinde homenaje póstumo a Jackie Robinson y Roberto Clemente (quienes habían fallecido recientemente). Pero los autores prefirieron hacer homenaje a lo oscuro, lo olvidado y lo absurdo. Allí hay peloteros memorables sólo por sus nombres irrepetibles, como Whammy Douglas y Choo Choo Coleman y Sibby Sisti y Clyde Kluttz.
Allí están los peloteros marginales que nunca llegaron al estrellato, como el relevista lanzallamas de los Angelinos Ryne Duren, quién “usaba lentes de cristales gruesos y coloreados y solía calentar antes de cada inning lanzando rectas por encima del brazo contra la tierra en frente del plato, sobre la cabeza del catcher, contra el backstop y hacia las tribunas”.
“Este puede haber sido el primer libro en celebrar a los tipos que solo eran un nombre en las barajitas de goma de mascar, no sobre los nombres familiares o las figuras míticas del juego”, dice Terry Cannon, Director Ejecutivo de el Relicario del Béisbol, ubicado en Pasadena. “Obviamente era fácil bromear a costa de estos tipos, como el pitcher Don Mossi y sus inmensas orejas y la oscura presencia de un nuevo muerto o resucitado. Pero pienso que los autores hicieron un gran esfuerzo en demostrar que estos eran los tipos que hacían grandioso al béisbol”.
De acuerdo a McDonough, un agente literario retirado quién ahora vive en Irvine, el libro tuvo éxito porque los autores eran muy distintos.
“Boyd era un experimentado profesional cuyo primer impulso era ser astuto”, dijo McDonough. “Harris tenía inclinación por la precisión. Era muy bueno con los hechos”.
En 1973, mi amigo Adam y yo no entendíamos ninguno de los chistes del libro. ¿Que significaba ser “un acólito envejecido en el altar de Stan Hack”? Pero podíamos sentir la pasión de cada barajita en cada página, y seguíamos diligentemente el consejo de los autores. Pedimos catálogos y compramos barajitas a los coleccionistas negociadores que se anunciaban en el Sporting News. Asistiamos a los shows de barajitas en el sótano de un hotel de Manhattan y comprábamos barajitas antíguas de Christy Mathewson de las que vendían con el tabaco, como por 7 $.
Eramos muy inexpertos para saber que presenciábamos un momento de época en la historia de las barajitas de béisbol. En los años siguientes a la publicación de “Great American”, así como “La Biblia de los coleccionistas deportivos”, el tomo enciclopédico de Bert Randolph Sugar publicado por primera vez en 1975, el arte de colleccionar barajistas (y memorabilia deportiva en general) cambió de un hobby de dinero sencillo a un gran negocio. Varios competidores retaron a Topps, y las tiendas de barajitas se convirtieron en pequeños centros comerciales.
En 1991, la llamada Mona Lisa de las barajitas, un cromo de Honus Wagner de 1910, fue comprada por más de 450.000 $ por el entonces dueño de los Kings de Los Angeles Bruce McNall y su jugador estrella, Wayne Gretzky. Hoy, vale millones.
Boyd contribuyó con el texto de “Dias de carrera” (“Racing Days”), un libro sobre las magníficas fotografías hípicas de Henry Horenstein. También escribió la novela “Blue Ruin” (“Ruina azul”), sobre el episodio del arreglo de la Serie Mundial de 1919. Fue columnista financiero y de música pop. Hoy trabaja en otra novela.
“Estoy orgulloso del libro de las barajitas de béisbol, pero se siente como si fue escrito por otra persona”, dijo Boyd. “Mucha gente pensó que estaba interesado en las barajitas de béisbol, pero realmente estaba interesado en las barajitas como una excusa para hablar de la niñez”.
Harris fue dueño de una tienda en Boston que llamó the Great American Baseball Card Company, hasta que dice él “las barajitas de béisbol dejaron de ser una diversión. El dinero por detrás de todo hizo las cosas repugnantes”. Ahora trabaja en análisis IT y escribe un blog.
El legado de ambos autores, y del Great American Baseball Card Flipping, Trading and Bubble Gum Book", está seguro. Su libro puede carecer de nuevas ediciones, pero es un clásico de culto, la pieza más astuta de escritura sobre barajitas de béisbol producida alguna vez. De acuerdo con Cannon, el libro permanece como uno de los títulos esenciales de la explosión de los años setenta de libros de béisbol, junto a “Los muchachos del verano”, “Bola cuatro”, de Jim Bouton y la antología “Béisbol te dí los mejores años de mi vida”, editada por Kevin Kerrane y Richard Grossinger.
De la misma manera, el mismo espíritu irreverente que Boyd y Harris trajeron al pasatiempo nacional , está presente en el Relicario del Béisbol, de Cannon, fundado en 1996, en la intersección entre el béisbol y el arte. Este verano, el Relicario presentará una exhibición para celebrar las barajitas de béisbol del pasado y el presente. Se exhibirán barajitas alteradas por el artista Paul Kuhrman, “Fetiche de cartón” será presentada en la biblioteca de Pasadera Central del 6 al 31 de julio.
Dejé de coleccionar barajitas en la adolescencia, cuando los precios rebasaron mi mesada, pero siempre disfrutaré mi pequeño tesoro, desde Willie Mays a Clyde Kluttz.
“¿A quién no le gustan las barajitas de béisbol?, pregunta Bert Sugar. “Es la memoria más remota de la juventud”.

Davis es colaborador en una revista de Los Angeles.

Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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