martes, 13 de julio de 2010

Para cumplir la solicitud de el hombre que le dio la voz al Yankee Stadium.

Tom Verducci. Inside baseball. Sports Illustrated

Bob Sheppard le dio la voz al edificio. Transformó todo ese acero y concreto del Yankee Stadium en un querido viejo amigo, esa voz era confiable, pausada y siempre estaba ahí. Los jugadores iban y venían, las temporadas amanecían y atardecían, y la única constante por 56 años, mientras los padres traían a sus hijos de la misma manera que sus padres los trajeron a ellos, era que Bob Sheppard sonaba refinado, elocuente y hasta como un dios.
Hubo un juego en los años 80 cuando la puerta del bull pen del Yankee Stadium quedó abierta luego de un cambio de lanzadores. Los árbitros trataron en vano de llamar la atención de alguien en el bull pen para que cerraran la puerta, la cual era parte de la pared entre el jardín izquierdo y el central, y así el juego pudiera reanudarse. Sheppard se percató de lo que ocurría.
De pronto, en uno de esos raros momentos durante el juego, cuando él le hablaba al público de cualquier otra cosa que no fuera la presentación de un bateador, Sheppard anunció en esa cadencia propia de él: “Podría alguien del area del bull pen, por favor cerrar la puerta del bull pen. Gracias”.
La puerta fue cerrada inmediatamente, como si se corriera el riesgo de ser alcanzado por un rayo o dos. Solo Sheppard podía convertir un momento tan prosaico en algo cercano a la divina providencia. Yo estaba en el palco de prensa esa noche y me impresionó la naturaleza del liderazgo de su voz. El estadio quedó en silencio. Su voz creó el efecto de aquella escena de Charlton Heston en la película “Los diez mandamientos” de una forma cinemática, de veras sonó como la voz de Dios viniendo de abajo hasta lo más alto.
Para miles de peloteros de la Liga Americana por más de medio siglo, había dos ritos que cumplir para confirmar su llegada a las Grandes Ligas: su propia barajita con goma de mascar y escuchar su nombre anunciado por Bob Sheppard a través del gran cañón de un estadio del Bronx.
Lo que hizo a la voz tan poderosa fue el hombre que la generaba. Sheppard no sólo le dio la voz al estadio, sino también la humildad y el cariño. Era un religioso devoto que dedicó su vida a la educación (enseñando Oratoria en St. John’s donde había jugado fútbol americano y béisbol) y a su esposa Mary, quién estaba su lado cuando falleció este domingo 11 en su hogar de Long Island, N.Y., a tres meses de cumplir 100 años. Era un hombre sin complejos ni arrogancia, debido a que era tan genuino su voz llegaba profundo.
Fui lo suficientemente afortunado de conocer a Bob desde los años 80, cuando empecé a cubrir a los Yanquis. Las mañanas dominicales cuando los Yanquis estaban en casa, un cura local celebraba la misa en un club-house auxiliar, bajo las tribunas de Yankee Stadium, entre los clubhouses del home club y el visitador. Los parroquianos, por lo general 30 o 40 de nosotros, incluían vendedores, porteros, reporteros y entrenadores y jugadores de los Yanquis y sus oponentes, usualmente con pantalones de juego, sudaderas y chancletas.
El hombre que hacía las lecturas en esas misas era Bob Sheppard. Si se conoce la profundidad de la voz de Sheppard cuando entonaba “Short stop. Num-bah two. Derek Jeter. Num-bah two”, sólo se tiene que imaginar a un lector al lado de un altar entonando “Deuteronomy” de la forma como él lo hacía. Las lecturas del Viejo Testamento nunca sonaron, literalmente, como si el cielo estuviera en la tierra.
Durante los juegos Sheppard leía libros entre innings, en su pequeño compartimiento de vidrio del palco de la prensa, luciendo muy profesional con bien planchados pantalones, su camisa de cuadros manga larga, su sweater sin mangas, y lo más importante, zapatos cómodos. Luego de anunciar al bateador que representaba el out final de un juego, Sheppard abandonaba el compartimiento y se paraba en el pasillo que llevaba al palco de prensa, con el libro en el pecho. Si el bateador extendía el juego, Sheppard regresaba al compartimiento lo suficientemente a tiempo para anunciar al próximo bateador, y luego retomaba su posición de retirada.
Inmediatamente después de concretarse el último out, Sheppard apretaba el paso en el pasillo, él todavía era rápido con sus pies en sus 80, pasaba una puerta con brazo mecánico, luego doblaba a la derecha hacia un espacio abierto del estadio, después hacia las puertas de las oficinas ejecutivas de los Yanquis, y entonces saltaba a un ascensor en el proceso de estar más cerca más rápido con su esposa Mary en el hogar.
Desde el momento que conocí a Bob, sabía que estaba en la compañía de una leyenda, pero era lo suficientemente afortunado para conocerlo (aunque no del todo bien) como alguien mucho más impresionante que eso: un alma bendecida de gran corazón. La voz lo hizo famoso. Pero todos estos años, era lo que estaba en su corazón, no en su alocución, lo más grande. Admiraba profundamente, que en esos años tan avanzados de su vida, disfrutaba y se sentía feliz de su trabajo y de una mujer que amaba.
Así me agarró desprevenido el otoño pasado, en lo que sería una de sus últimas entrevistas, cuando Bob Sheppard habló de mí. Era el 29 de octubre, el día del segundo juego de la Serie Mundial. Sheppard, quién trabajó por última vez en Yankee Stadium en 2007, estaba frágil y muriendo. Melissa Segura, la talentosa periodista de Sports Illustrated visitó a Sheppard en su hogar para entrevistarlo en una pieza en primera persona para la edición de Sports Illustrated en homenaje a los Yanquis. Sheppard recordó su vida y su carrera.
Aquella noche en el estadio, Melissa me dijo lo que Bob había dicho al final de la entrevista. De acuerdo a la transcripción de ella, esto fue lo que le dijo:
“Tengo una petición: si pudiera escoger a alguien de su prestigioso equipo de periodistas, me gustaría que Tom Verducci escribiera la historia de Bob Sheppard. Dígale eso. Que hice esa petición. Pienso que es uno de los mejores periodistas de deportes. Dígale eso también”.
Estaba anonadado. Significaba mucho para mí, especialmente sabiendo del cuidado y respeto que Bob tenía por el lenguaje, pero principalmente porque lo admiraba mucho por su bonhomía y autenticidad. Recordé sus palabras ayer al saber de su deceso, y me golpearon más duro. Y lloré no porque se había ido, sino por su benevolencia.
Entonces, aquí tienes Bob. Esto es para tí. Tu petición está cumplida.

Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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