Stefan Fatsis
En abril de 1981, en un pequeño estadio de Pautucket, Rhode Island, dos equipos de béisbol de ligas menores efectuaron uno de los juegos más extraños de la historia: 32 episodios seguidos comenzando al atardecer del Sábado de Gloria y luego de ocho horas seguían jugando casi al amanecer del Domingo de Resurrección. Los Medias Rojas de Pawtucket y los Alas Rojas de Rochester estaban igualados 2-2 cuando los árbitros recibieron instrucciones de aplicar las reglas, las cuales por un error de redacción omitieron la hora límite para jugar, y suspendieron el juego para una fecha posterior.
Para entonces sólo quedaban 19 aficionados en el frío McCoy Stadium, junto a los jugadores, los coaches y el cuerpo técnico, dos reporteros, un anotador, y dos narradores transmitiendo jugada a jugada para unos pocos escuchas insomnes en el estado de Nueva York. “Oiremos a los pajaritos gorjear en cualquier momento”, dijo uno de ellos. Un jugador se acostó con su cabeza sobre la tercera base como si fuera una almohada. Era béisbol de acuerdo a Beckett, “They Shoot Horses, Don’t They?”, con jugadores de ligas menores en vez de maratonistas de baile.
El juego más largo del béisbol profesional confundió el tiempo, la historia y más que todo el sentido común y además sirvió de evidencia a uno de los encantos del juego. (El béisbol no tiene límite de tiempo). Pero en una época cuando el asunto de las drogas y las reformulaciones estadísticas han hecho que los fanáticos se olviden de las proclamas de inocencia pastoral, sentir el beisbol se ha vuelto un terreno escabroso. El Mito y el Romance se sientan al final del banco, cerca del enfriador de agua, reemplazados en la alineación por el valor de los jugadores de reemplazo y la hormona de crecimiento humano.
¿Qué puede hacer un escritor? En “Cierre del inning 33”, Dan Barry, un columnista nacional del New York Times, reconoce que un juego de comienzos de temporada entre dos equipos AAA, es insignificante. Entonces recurre temerariamente a la esencia poética del béisbol, y al Mito y al Romance. Una pelota de béisbol es una “esfera blanca” el juego tiene lugar “en un lugar de Rhode Island llamado Pawtucket”, las irregulares luces del estadio “se negaron a compartir sus bondades de iluminación”, la máquina de cotufas “trae recuerdos de niñeces felices que nunca lo fueron”.
“¿Por qué siguieron jugando? ¿Por qué se quedaron? El Sr. Barry le pregunta retóricamente a los jugadores y los aficionados. “Porque teníamos un deber que cumplir. Porque aspiramos a grandes cosas. Porque somos leales. Porque a nuestra manera, estamos celebrando la comunión, la resurrección, la posibilidad”. Lo sabemos. El beisbol es sagrado, especialmente cuando un juego es realizado indefinidamente en un estadio casi vacío en plena noche de Resurrección.
A pesar de que a veces su tono es asfixiante y de su entorno metafórico, “Cierre del inning 33” es un buen libro que habla de la comunión y la posibilidad en el béisbol. Un digno acompañante del clásico de Roger Kahn “Boys of Summer” sobre los Dodgers de Brooklyn de los años 50.Mientras los temas de los libro son opuestos beisboleros, un juego de béisbol de ligas menores versus un equipo de béisbol de Grandes Ligas históricamente idolatrado. El señor Barry al igual que el señor Kahn explota el poder de la memoria y la nostalgia con gracia literaria y exactitud periodística. Él mezcla las vivencias de la recreación momento a momento del juego con lo que le ocurre a sus participantes en los próximos 30 años. (El señor no estuvo en el estadio aquella noche pero vivió en Pawtucket y fue reportero del Providence Journal varios años después).
El libro es un rectazo de recursos literarios, como la visión de Ted Williams, puede ser 20/10, pero aquí funciona de maravillas, gracias a un diverso grupo de personajes. Los antesalistas Cal Ripken Jr. De Rochester y Wade Boggs de Pawtucket, tendrán carreras que los llevarán al Salón de la Fama. Un holandés de espíritu libre llamado Win Remmerswaal, quién lanza entre los episodios 18 y 22 para Pawtucket, se convertirá en alcohólico, sufre daño cerebral y termina confinado a una silla de ruedas en un hogar de cuidados en The Hague. El jardinero derecho de nombre exótico del Rochester, Drungo Hazewood, saldrá del béisbol de manera abrupta, maneja un camión y piensa sobre “La mejor época de su vida: los días que pasó jugando béisbol en noches como esta, tan fría, con compañeros que te cubrían las espaldas y la organización de Baltimore invertía en el futuro”.
En el juego final de la Serie Mundial de 1986 dos antíguos compañeros de Pawtucket, Bruce Hurst y Bob Ojeda “se mirarán mutuamente uno con el uniforme de los Medias Rojas, otro con el uniforme de los Mets, y sus ojos fijan una comunicación sin palabras que implica muchas cosas incluyendo Pawtucket”. El dueño del equipo Pawtucket, Ben Mondor, y sus dos jóvenes tenientes manejarán el equipo por las próximas tres décadas. El eventual héroe del juego, el inicialista de Pawtucket Dave Koza, tendrá dificultades dentro y luego fuera del béisbol antes de enderezar su vida en la ciudad donde vivió su momento de fama.
Los testimonias llenan a “Cierre del inning 33” con resonancia y profundidad. Los participantes le dicen al Sr. Barry que no pasa un día sin que se acuerden del juego, o que éste definió sus vidas, o que les dio una gran historia, como la del pitcher del Rochester Jim Umbarger quién se tomó “alrededor de 20 tazas de café” y lanzó 10 innings en blanco, desde el 23 al 32; o Danny Card, de 9 años para el momento, quién se quedó porque su padre había prometido una vez nunca irse temprano de un juego. “Aprendí lo que significaba una promesa”. Le dice el Sr. Card al Sr. Barry.
La mayoría de los participantes recuerda la naturaleza surrealista de un juego que no terminaría. En el inning 24 el Sr. Barry se pregunta: “¿Es esto un juego de béisbol? Tal vez esto se ha transmutado en algún tipo de arte extravagante, en el cual la falla para alcanzar el climax es el punto, en el cual la repetición de innings sin carreras indica la insignificancia de la existencia. Tal vez el desarrollo del juego envía el mensaje opuesto: Que todo esto es la celebración del misterio, un recordatorio divino de que la condición humana es muy compleja e impredecible, por lo que hay que disfrutar de la fiesta mientras se puede”.
¿Un poco exagerado? Seguro, pero hacer preguntas existenciales parece no sólo razonable sino tambien necesario cuando se habla de un juego donde los jugadores quemaron bates quebrados en un tambor de basura para calentarse, y sus familiares llamaron a los hospitales preguntando por sus seres queridos que debieron regresar a casa varias horas más temprano.
Para el Sr. Barry es narrativamente ideal que el juego más largo del béisbol haya ocurrido en la categoría justo inferior a Grandes Ligas, Triple A, habitada por “han sido” y “serán” y aquellos intermedios. Todo el que está en Triple A se encuentra en una encrucijada de cambios vitales, aún cuando no lo saben, pero por una noche de abril de 1981 el tiempo se paró. En el momento los presentes querían que terminara aquella insanidad, 30 años más tarde están agradecidos de que no terminó.
El juego empatado terminó una tarde cálida de junio. Esta vez el McCoy Stadium estaba repleto con 6000 aficionados y 150 periodistas, todos intrusos en un momento privado. Lo que tomó 8 horas 7 minutos y 32 innings para comenzar, requirió sólo 18 minutos y 1 inning para terminar, con un sencillo de bases llenas del Sr. Koza. Nunca jugó en Grandes Ligas. Pero el bate que usó para conectar el hit ganador está en el Salón de la Fama.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
En ese juego Luis Aponte no pudo entrar a su casa porque su esposa no lo creyó que venía del estadio. A las cuatro de la mañana pensó que venía de otro lugar. Aponte debió regresar al estadio y tubo que dormir en el dugout.
miércoles, 27 de abril de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario