Es el título de un texto que escribí inspirado en la primera vez que asistí a un juego del béisbol profesional venezolano. El pasado 30 de octubre se cumplieron 40 años de aquella tarde cuando esperé en Colinas de Bello Monte la llegada del Mercedes Benz de Rubén Campos. Ya casi eran las seis de la tarde y me quedé mirando a mamá. “Tranquilo ya tu tío va a venir”.
En el texto mezclé el desarrollo del juego desde la mirada de unos aficionados de la tribuna, los recuerdos de un niño de 10 años que en Cumanacoa conversaba emocionado con sus compañeros de quinto grado como sería ir al estadio Universitario, la experiencia de aquel niño convertido en profesional de la ecología treinta y tantos años después, debía dictar una charla de calentamiento global a niños de 10 años, sólo pudo llamar su atención al sacar de su cartera el ticket de aquel juego.
Desde el balcón del apartamento se veían las torres del estadio. Cuando empezaron a relumbrar oí una corneta en la calle. Allí estaba el blanco de la pintura del Mercedes chispeando la penumbra de la acera. Mamá me tuvo que agarrar para que no bajara corriendo. Entré al baño y el estómago me traicionó. El tío tocó la puerta y dijo que estábamos retrasados. Hice de tripas corazón y logré levantarme del retrete. Mamá me dio y un abrazo y papá me dijo que disfrutara al máximo.
Los aficionados de la tribuna discutían los pergaminos de los abridores; Aurelio Monteagudo y Jorge Lauzerique. Mencionaron el juego perfecto de Lauzerique en ligas menores y el paso de Monteagudo por varios equipos en Grandes Ligas y en la Liga venezolana. Hablaron de porque no estaba jugando Enzo Hernández. De que Lou Piniella (left fielder de La Guaira) había sido Novato del Año de la Liga Americana en 1969. Hablaron de los batazos de Jim Holt. Y de vez en cuando echaban una mirada a un incendio en El Ávila.
En el trayecto hacia el estadio hubo dos trancas. Tenía ganas de sacar el seguro de la puerta y caminar hacia las torres de luz. Rubén llevó el carro a un estacionamiento privado porque no quería que lo agarrara el jaleo del final del juego. La caminata hasta el estadio terminó siendo asfixiante para Rubén. “Tranquilo, si todavía ni siquiera han tocado el himno”.
Uno de los compañeros de quinto grado le pidió que se fijara en la pizarra que estaba detrás de las gradas del jardín central. “Un amigo mío fue al estadio y me dijo que la pizarra parecía un monstruo de la época de los dinosaurios”. Otro le dijo que tratara de ubicar a un coach trigueño de los Tiburones “Se llama Graciano Ravelo. El también tiene una academia de béisbol menor. Pregúntale por un pitcher que se llama Carlos Fragosa. Siempre lo veo en las páginas deportivas. Cuando no gana pierde por una o dos carreras”.
En la cola para comprar los boletos sólo los vendedores de naranjas y un tipo que gritaba “short stop del home club” con una bolsa de chapas en la mano, me tranquilizaron unos momentos. Entramos por la tribuna de tercera base y bajamos para sentarnos en los bancos de encima del dugout del Magallanes. La sirena encendía el ambiente mientras Monteagudo hacía sus envíos antes de empezar el juego.
Los niños de quinto grado se quedaron con los ojos de vidrio cuando el ecologista sacó el ticket amarillento de aquel juego. Les preguntó si sabían lo que era una marea negra. Los niños querían saber lo que había ocurrido en el juego y él les explicó que su padre iba a ir con él al estadio pero debido que se había producido una marea negra en la costa este de Estados Unidos, él iba a tener que escribir sobre eso para el periódico donde trabajaba y debería ir al estadio con su tío.
Lauzerique y Monteagudo se enfrascaron en un duelo de pitcheo que se decidió cuando Darrell Thomas aterrizó en el plato remolcado por sencillo de Ángel Bravo en el quinto inning. Hacia la parte final del juego un perro entró al jardín derecho y el propio Bravo estuvo un rato persiguiéndolo hasta que lo sacó del campo.
En el cierre del octavo cuando Lauzerique lanzaba con más intensidad y aumentaba la expectativa por ver si Magallanes podría reaccionar en el noveno, Rubén dijo que nos teníamos que ir para evitar el bululú de la salida del estadio. Me quedé con las ganas de ver aquel noveno inning. A cada rato mientras caminábamos hacia el estacionamiento privado volteaba hacia el estadio. En el radio del Mercedes escuché como Monteagudo sacaba el noveno inning. Me dije que si nos hubiésemos quedado quizás se hubiera empatado el juego. La tristeza por abandonar el estadio fue mayor que la de la derrota del Magallanes. Aún hoy puedo sentirla en todos sus aguijones.
Alfonso L. Tusa C.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
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