jueves, 8 de marzo de 2012

Los Yanquis de la mediocridad tuvieron su propio extraño carisma

Dan Barry. The New York Times. 25-02-2012
En alguna parte entre el interminable espiral de aspiraciones de Long Island, un padre se sienta en la sala, toma varias veces de su cáliz de cerveza mientras considera las distintas amenazas financieras que se ciernen sobre su castillo de clase media. Por otro lado, en el piso de arriba, su hijo mayor pondera asuntos más urgentes mientras yace sobre el piso de su habitación, atrapado en la fiebre juvenil que lo envuelve:
El pantalón blue jean sucio y ajustado; las pelotas grises de originales medias blancas, los suplementos rotos de comiquitas; la dispersión de varias monedas de colección, algunas de las cuales costaban más del doble de su valor. Hasta el aire, cargado de un sándwich de boloña perdido y olvidado, pasan desapercibidos.
Larguirucho, con dientes prominentes, acostumbrado a las chanzas diarias, el muchacho analiza con fruición pilas de pequeños documentos rectangulares desperdigados frente a él, busca respuestas a porque le ha sido negada la oportunidad de seguir un equipo campeón. Está confundido más allá de la confusión que implica tener 11 años.
Gracias a la herencia del padre que está sentado en planta baja, él aupa con cada gramo de su cuerpo a un perenne equipo de mitad de la tabla: Los Yanquis de Nueva York.
Mientras escribo esto, oigo el clamor público a través del continente, los gritos de molestia en ciertos lugares de largo sufrimiento: las colinas mojadas de lluvia de Seattle, el desastre del Distrito de Columbia, la zona norte de Chicago, el lago de Cleveland. Hasta Boston, forzado por dos recientes victorias de Serie Mundial a ocultar el estatus de perdedor meticulosamente cultivado por varias generaciones, tiene su lugar.
¿Los Yanquis de Nueva York un equipo de mitad de la tabla? ¡No puede ser!
Ah, pero la citada documentación fue desplegada en el piso de aquella habitación en el verano de 1969, y el muchacho todavía la tiene. Así es, todavía la tengo guardada en una caja de zapatos Rockport cuya ubicación permanecerá en secreto: cientos de barajitas viejas de béisbol, salvadas con empeño de los esporádicos frenesíes de limpieza que barrieron nuestro hogar del desorden natural.
La mayoría de las barajitas valen menos de la mitad del valor de las monedas de colección; algunas hasta tienen marcas de deterioro por fuego. (Es extraño como no recuerdo haberle quemado los ojos al jardinero de los Angelinos de California Rick Reichart con una lupa). Mantengo las barajitas como evidencia, junto con las guía de medios de aquellos Yanquis que ilustran la casi olvidada era pre Steinbrenner, Mike Burke, y unos pocos recortes de periódicos de comienzos de 1969, cuando Mickey Mantle, mi ídolo roto, anunció que no podía jugar más, noté entonces, que el Mick nunca se adaptaría por completo a un trabajo sin grama.
Las barajitas de los Yanquis de mi colección, son como exhibiciones de fotografías sospechosas, preparadas para presentarlas ante lo Corte de Beligerancia. Desde Jake Gibbs, un catcher sin bate, hasta Walt Williams, un jardinero sin cuello, ellas confirman mi estatus de fanático de un equipo de mitad de la tabla. Aquí está Bill Robinson, un supuesto fenómeno, bateando .196; aquí está Steve Whitaker, otro, bateando un poco mejor. Aquí está el primera base Joe Pepitone mostrando su peluquín de juegos diurnos. Aquí está el segunda base Horace Clark, quién esquivaba tanto los contactos corporales que a menudo fallaba los relevos hacia primera base de potenciales dobleplays.
Aquí están Roger Repoz y Rubén Amaro, Andy Kosco y Charley Smith, Fred Talbot y Hal Reniff, Frank Tepedino y Gene Michael y Joe Verbanic y Thad Tillotson y Johnny Callison y Danny Cater y Curt Blefary y Jerry Kenney y Jimmy Lyttle y Celerino Sanchez, pobre Celerino Sanchez, y muchos otros que usted no recuerda.
Tan hueco como pueda sonar, estos fueron mis héroes. Sufría y aupaba a cada uno de ellos mientras fallaban en el Broadway del béisbol, Yankee Stadium, enfrentaban dos oponentes cada vez que salían al campo: El equipo de turno de la Liga Americana y los Yanquis del pasado. Los Yanquis de mi padre.
¿Quién sabe cuando un niño empieza a ser consciente del béisbol? Empecé a seguir el juego a los 7 años, en el invertido año de 1965. Mi madre venía de la rural Irlanda, donde el deporte significaba fútbol, rugby, lanzamientos y sangre; ella veía al béisbol como algo pastoral, cási como cortar la grama, sólo que con uniforme. Aún así, se hizo conocedora de nuestra afición central por los héroes post-Mantle, Bobby Murcer, Mel Stottlemyre, Roy White y Steve Hamilton, porque era esposa y madre, resolvió mantener la paz doméstica que ocasionalmente lograba alcanzar.
Mi padre en cambio era un neoyorquino hasta la médula, sin importar cuantas veces la ciudad le diera la espalda. Creció en medio de la Depresión, fue de tropiezo en tropiezo, nunca permaneció lo suficiente en una escuela para desarrollar amistades, nunca encontró raíces urbanas. Terminó la secundaria de noche, obtuvo su educación superior en el ejército durante la guerra de Corea, y regresó a trabajar en Wall Street, literalmente en la calle, como vendedor de puerta en puerta.
Pero atesoraba su pisacorbatas de los Yanquis como un anillo de diamantes. Eso le daba un toque de elegancia a sus camisas manchadas de sudor, sus zapatos de suelas gastadas, sus carreras. Un niño de padres alcohólicos, cuyas opciones de crianza incluían amarrarlo a un árbol del patio, él ahora aupaba al mejor equipo de béisbol en el día y socializaba con los peloteros en la noche en Toots Shor’s o el Copa con aquella pandilla de Billy Martin, Whitey Ford y Mickey Mantle. Todos ganadores.
Cuando yo tenía 7 años, sabía que Mickey Mantle había nacido el 20 de octubre de 1931, diez días después que mi padre. Que mi padre había visto a Don Larsen lanzar su juego perfecto en la Serie Mundial de 1956. Que Ruth predijo un jonrón en la Serie Mundial de 1932; que Gehrig fue el hombre más sortario en la faz de la tierra, pero no completamente; que DiMaggio una vez bateó imparables en 56 juegos seguidos; que Berra era el mejor y Maris era el mejor y Mantle era el mejor, siempre, aún con las piernas lesionadas



Y de pronto, los Yanquis perdieron la Serie Mundial de 1964 en siete juegos. Regresarán hijo, porque, son ganadores, no segundones. Los mejores, los mejores, mejores absolutos.
Pero justo cuando tenía la edad para entender mejor el béisbol, en la primavera de 1965, mi preciosa herencia se rompió en pedazos como algún pequeño juguete de una tienda de descuentos: los reverenciados y de repente mediocres Yanquis de Nueva York.
Las estadísticas, incluyendo aquellas del revés de aquellas barajitas, contaban el condenado cuento.
En 1965, cuando tenía 7 años, los Yanquis terminaron bajo .500 por primera vez desde 1925, 6 años antes que naciera mi padre.
En 1966, cuando tenía 8 años, terminaron en último lugar por primera vez desde 1912, tan lejos en el tiempo que entonces se llamaban los Highlanders, tenían un equipo con nombres como Hippo Vaughn, Cozy Dolan y Klondike Wilson.
Y en 1967, cuando tenía—si lo adivinaron—9 años, ellos de nuevo perdieron muchos más juegos de los que ganaron y completaron un trío de descalabros desconocido en la organización desde los días de Woodrow Wilson.
De hecho, los Yanquis de Nueva York de mis años formativos estuvieron plagados de fallas y mediocridad, con ocasionales relumbrones de competitividad, por 11 temporadas consecutivas. Este período fue tan negativo, tan impropio de los Yanquis, que hay que regresar a tiempos prehistóricos para hallar algo parecido, esto es aquellos años oscuros anteriores a la adquisición de Babe Ruth en 1919, dos décadas que son generalmente desestimadas en la narrativa histórica del equipo como un tipo de entrenamiento primaveral frustrado.
Es cierto que los Yanquis pronto pasarían por una sequía aún mayor: la era Mattingly, podría llamarse, cuando la impresionante carrera del corazón de león Don Mattingly, el Sísifo del Bronx, coincidió con 13 años de futilidad, entre 1982 y 1994, que no terminó hasta que el equipo clasificó para los play offs de 1995. Pero la anterior década de fallas, mi década, todavía estaba fresca en la memoria colectiva de los Yanquis. De muchas maneras, esto preparó a los aficionados del equipo para su descenso a las humillaciones sostenidas.
Como el colapso de otros imperios antes de éste, la caída de los Yanquis ha sido sometida a un intenso escrutinio académico, aunque al final las causas son esencialmente las mismas: envejecimiento, autosatisfacción, prejuicio. En 1965, los Yanquis adquirieron a un buen catcher defensivo de nombre Doc Edwards, quién saludó a sus nuevos compañeros con efusividad, pero de inmediató reconoció que aquellos hombres vendados a su alrededor ya no eran los famosos, dominantes Yanquis de años pasados.
“Ya no eran los Mickey Mantle y Whitey Ford y el Roger Marias que conocimos”, dijo Edwards. “Ellos habían alcanzado un punto de sus vidas donde todos estaban adoloridos. No se puede reemplazar a muchos purasangres con ponys, y en mi caso, un caballo de ocasión. No se puede hacer eso”.
No se puede hacer. Pero yo no entendía eso. ¿No eran los mismos los apellidos de los box scores de cuando el equipo dominaba octubre? ¿El sólo hecho de usar el uniforme de rayas no le imbuía a los peloteros el poder de Ruth y la gracia de DiMaggio? No sabía, por ejemplo, que Mantle estaba pagando el precio por años de abuso alcohólico, o que Ford y Elston Howard, a los 36 años, eran los Matusalén del béisbol.
Debido a las curiosidades del tiempo, y a las alianzas heredadas, me convertí en fanático de un equipo segundón. Y estoy muy agradecido.
De otra manera, no habría apreciado la necesidad de encontrar equilibrio cuando el mundo está patas arriba, como cuando una monja llevó un televisor al salón de sexto grado del Cyril and Methodius School para que viéramos un evento más espiritual que la visita papal de 1965: la Serie Mundial de 1969, que fue ganada por el otro equipo de Nueva York.
Los una vez sotaneros Mets estaban arriba, los una vez invencibles Yanquis estaban abajo, y los hijos e hijas de aquellos abandonados hacía una década por Dodgers de Brooklyn y los Gigantes de Nueva York secaron sus lágrimas y volvieron al estadio. Encasillado entonces como un yanquista perdedor, aprendí a ser buen deportista; a ver las maravillas del béisbol más allá de las algunas veces claustrofóbicas barras de las rayas del uniforme de los Yanquis.
A comprender por completo los poderes restauradores inherentes a la derrota, o la profunda resonancia del cliché que invitaba a esperar hasta el próximo año. Mientras otras familias se vinculaban a la victoria, mi familia se vinculaba a la derrota, un sentido persuasivo de estar fuera de lugar que se agudizaba por el conocimiento de la grandeza que hubo alguna vez.
Los nativos de Nueva Inglaterra de seguro recordarán donde estaban cuando sus amados Medias Rojas ganaron el banderín en 1967. Yo nunca he olvidado un domingo de principios de esa temporada, en junio, cuando los Yanquis ganaron el primer juego de una doble cartelera contra los Tigres de Detroit, e iban por la barrida.
¡Imagínense! ¡Ganar el doblejuego significaba acercarse más a jugar para .500, donde reside la mediocridad oficial! ¡Existía la posibilidad!
Mi hermano menor y yo entrábamos y salíamos de la casa en carreras infantiles, veíamos un inning en televisión, luego íbamos a jugar en la grama de enfrente, veíamos un inning en blanco y negro, jugábamos un inning en colores, y molestábamos a nuestro padre sobre lo que nos habíamos perdido. Fritz Peterson, el pitcher de los Yanquis, había permitido 6 carreras temprano en el juego, pero el equipo reaccionó hasta que con un out en el noveno inning, Jake Gibbs rompió el libreto y bateó un jonrón como emergente para empatar el juego.
Nuestro momento a la Bobby Thomson: ¡un batazo que se escuchó alrededor de la sala!
Ahora la modesta fortuna de nuestro equipo dependía del relevista Dooley Womack, cuyo nombre nunca nos pareció tonto; era sólo Dooley Womack. Mantuvo el juego igualado a través del décimo, undécimo y duodécimo innings, mientras las sombras del atardecer se adentraban sobre la grama de nuestro estadio, y nuestras peticiones telepáticas fallaron una vez más en mejorar las actuaciones de tipos como Bill Robinson (roletazo) y Steve Whitaker (roletazo para dobleplay).
Entonces, en la parte de arriba del décimo tercer inning, los Tigres llenaron las bases, y vino a batear con dos outs su segunda base, Dick McAuliffe, con aquel estilo de bateo gloriosamente excéntrico, con las piernas totalmente abiertas, nosotros lo imitábamos cuando jugábamos chapita. Dick McAuliffe. No era precisamente lo que se llamaba una amenaza. No era un Al Kaline o un Norman Cash. Sólo Dick McAuliffe.
Bien, bateando a la zurda, Dick McAuliffe le sacó un jonrón con las bases llenas a Dooley Womack por las gradas del jardín derecho.
Casi 45 años después, todavía recuerdo el dolor que me causó la derrota de aquel juego inconsecuente: el deprimente momento del contacto de McAuliffe; el marcador final, 11-7, números que en otros contextos son considerados sortarios; la sensación de insignificancia, muerte súbita en nuestra sala; y la reflexión de que el equipo de mi niñez simplemente no era lo suficientemente bueno, y nunca lo sería. Y estoy agradecido.
Los contínuos descalabros de los Yanquis hacían del juego de béisbol algo dulce. Se convirtió en un tipo de agente aglutinador para una familia suburbana que necesitaba una distracción compartida, un recurso siempre a la mano para cambiar la conversación. Cuando mi padre perdía su trabajo, o su compostura; cuando las discusiones domésticas de nuestro hogar subían tanto de tono que toda la vecindad las disfrutaba (Todos eran fanáticos de los Mets); cuando los perros se deslizaban debajo de la cerca y se escapaban de nuevo, siempre había algo como esto:
Papá, ¿viste que los Yanquis van a conseguir a Rocky Colavito?
Papá, ¡mira como levanto el pie alto como Lindy McDaniel!
Papá ¿sabés qué? ¡Bobby Murcer es un Todos Estrellas!
Papá, aquí dice que Mickey Mantle va a participar en el juego de los veteranos. ¿Podemos verlo juntos?
Cuando Chris Chambliss acabó con la década de sinsabores de los Yanquis con un jonrón para terminar el juego que envió al equipo a la Serie Mundial de 1976, yo era un estudiante de primer año en la universidad y tenía 18 años, técnicamente un hombre, quién brincó de su silla con la pasión de un niño de 11 años en el instante cuando la pelota se llevó la cerca.
Pero en los años siguientes, mientras los Yanquis volvieron a coleccionar campeonatos de Series Mundiales como yo una vez coleccionaba monedas, mi sangre Yanqui batallaba contra mi naturaleza de apoyar equipos débiles. Había sido condicionado por las burlas y el béisbol a resistir, a no dominar. Me encontré aupando por momentos a equipos de pequeños mercados, como los Mellizos de Minnesota, y equipo de cinturón oxidado, como los Tigres, como una manera de honrar a mi padre: fanático de los Yanquis de toda la vida, un subestimado toda la vida.
La familia hace tiempo se fue de Long Island. La madre irlandesa se marchó, y el padre de los Yanquis también. De vez en cuando abro la vieja caja de zapatos, agarro unos cuantos rectángulos de cartón, y despliego mi orgullosa herencia ante mí.

Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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