lunes, 9 de abril de 2012

La visitas contínuas al estadio crearon una aficionada vitalicia.

Emilie Miller. The New York Times. 07-04-2012.

La gente siempre me pregunta, “¿Eres aficionada al béisbol?”.
Es una pregunta válida. Mi padre; Jon Miller, es narrador de béisbol. No recuerdo mi primer juego, pero no puedo separar mis memorias infantiles del béisbol. Durante los primeros seis años de mi vida, mi padre alternó sus deberes de narrador deportivo con los de un padre soltero con dos niñas pequeñas. Estos deberes a menudo se solapaban.
En una fotografía de los años ’80, mi hermana Holly y yo estamos sentadas en la cabina de transmisisón antes de un juego de los Orioles en el Memorial Stadium de Baltimore. Con las mejillas coloradas y algo sudorosas en un pegajoso día de verano, estamos dibujando en el reverso de hojas de estadísticas. Holly está inclinada sobre la mesa en frente del micrófono, mirando hacia la cámara con aburrimiento. La miro como si todavía tuviera pañales.
Mi padre nos crió mientras íbamos a los juegos, pero nunca insistió en que compartiéramos su pasión. Pudo haber sido muy fácil criarnos como aficionadas precoces con conocimiento enciclopédico de béisbol; estábamos posicionadas.
Tenía 5 años cuando una pelota bateada en foul atravesó la cabina de transmisión. Mi padre se agachó por instinto mientras la pelota voló sobre su cabeza y se estrelló contra una ventana posterior. Yo estaba sentada debajo de esa ventana, sumergida en un libro de colorear.
Antes que supiera lo que había ocurrido, nadaba en pedacitos de vidrio que cubrían mi cabello y se pegaban a los dobleces de mi vestido. De pronto, varios adultos inmensos, sus voces transmitían mucha preocupación. Mi padre estaba en medio de la transmisión del inning. Mientras íbamos en el carro de vuelta a casa, aprendí una lección de mi padre: “Em, en el béisbol, puede parecer que nada está pasando, pero siempre debes prestar atención”.
Así lo hice. Es una extraña introducción al béisbol, la cabina y su particular ambiente. Aprendí a querer una ruidosa actividad comunitaria, sin aplaudir o gritar. Mi béisbol era silencioso, contemplativo, desprendido. Podía disfrutar viendo el juego sin sentir el dolor asociado a que siempre habría otro juego y otra temporada. Este era el orden natural de la naturaleza, el ritmo de la vida.
Eddie Murray se convirtió en mi jugador favorito cuando dijo que había puesto el dibujo que yo había hecho, en su nevera. Willie Mays me contó historias mágicas. He empuñado el bate de Babe Ruth. Una vez choqué con Barry Bonds al doblar una esquina, era sólido como una pared y muy alto.
Pasar mucho tiempo en un espacio que se llena noche tras noche con decenas de miles de aficionados que siguen a un equipo con devoción, y crecer rodeada de gente quienes, a todos lo niveles jerarquicos, aman lo que hacen, fue hermoso. Todavía disfruto sentarme en la tribuna antes que el estadio abra sus puertas; se siente como una catedral, lleno de expectativas y el sonido de las banderas agitándose en el viento. El béisbol es la razón por la que siempre me gustará la música pop a alto volumen y los perros calientes.
Cuando no íbamos al estadio, Holly y yo escuchábamos los juegos por radio hasta dormirnos. En el receso entre temporada, mi padre ponía cassettes de juegos viejos, los cuales según él, actuaban como sedantes.
La voz de mi padre estaba en todas partes mientras crecía, una banda sonora familiar y refrescante. En la escuela primaria, su voz estaba en la tienda de videos donde escogíamos las películas que veríamos en casa de nuestras amigas. En la universidad, mientras celebraba mis 19 años en el único bar de la ciudad que no revisaba la cédula de identidad, ahí estaba él, en el centelleante televisor de la esquina.
Finalmente me convertí en una verdadera aficionada como adulto. Aunque 2010 no parecía un año apropiado para convertirme en aficionada de los Gigantes, pareció inevitable. Aquel julio, mi padre recibió el premio Ford C. Frick en la ceremonia de inducción del Salón de la Fama en Cooperstown, N.Y. El aire estaba tan pesado con el galardón; que podía sentirlo presionando mi piel. Para cuando nos fuimos de Cooperstown, los Gigantes habían empezado a jugar milagrosamente bien, aunque con mucho drama y tensión.
Esa postemporada, por primera vez en mi vida, vi un juego de béisbol con mi padre. Él vino a Nueva York para transmitir un juego de la serie divisional de la Liga Americana entre Yanquis y Mellizos por ESPN. En su noche libre, vimos la serie de la Liga Nacional entre Gigantes y Bravos por televisión. Habló de estadísticas y estrategia. Recuerdo haber pensado, este hombre sabe mucho de béisbol. También recuerdo haber pensado, cualquiera debe sentirse afortunado de ver un juego con Jon Miller. Por supuesto, mucha gente lo hace.
El béisbol se ha convertido en la fuente de los picos más altos y los valles más bajos de mi vida, más de lo que me preocupo en admitir. Mi hermano me dijo que para ser un verdadero aficionado de los Gigantes, yo tenía que adorar la tortura exquisita, desearla. Mi padre me dijo que me relajara, que disfrutara, que al final de día, era sólo un juego.
Pero no es sólo un juego. Nací en Texas porque mi padre transmitía los juegos de los Rangers. Crecí en Baltimore por los Orioles. Estábamos en la Liga Americana, éramos Cal Ripken, éramos noches calientes veraniegas en el patio. Como adulto, visito mi familia al norte de California y grito viendo los juegos de los Gigantes en medio del viento silbando mientras el sol se pone sobre la bahía de San Francisco.
La cabina de transmisión todavía es mi sitio favorito para ver el béisbol. Estar ahí es como estar en casa. Cuando los Gigantes fueron eliminados la temporada pasada, sentí el dolor de un verdadero aficionado. Pero algunas veces, eso ocurre.
Así es la vida. Así es el béisbol.

Emilie Miller es una actriz y aficionada de los Gigantes de San Francisco que vive en Nueva York.

Traducción: Alfonso L. Tusa C.

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