martes, 15 de mayo de 2012
Skowron tenía un don para crear memorias.
Malcolm Moran. The New York Times. 05-05-2012.
De todas las personas que aparecen todos los días en el clubhouse de los Yanquis. Bill Skowron estaba sentado en un sofá en el clubhouse del visitador en el U.S. Cellular Field de Chicago. Era un empleado de los Medias Blancas, una presencia constante en las relaciones con la comunidad, aún así parecía parte de los Yanquis, tan cómodo y aceptado como cuando jugaba para ellos. Moose, como era conocido Skowron para las generaciones de Yanquis y sus aficionados, podía hacer eso.
Pero este día, 27 de mayo de 2002, era especial, y tenía que decirle porqué. Cuarenta años atrás, en el primero de un doble juego en Yankee Stadium, Skowron bateó un jonrón de tres carreras, sobre la cerca del right field sin outs en el cierre del noveno ining para vencer a los Tigres de Detroit 4-1.
Moose alzó la vista desde el sofá.
“¿Yo hice eso?”
Reímos, y le aseguré que sí, el lo hizo. El hecho había ocurrido décadas antes de que el término “walk off” (“dejar en el campo”) fuese utilizado para describir ese tipo de logro. Moose me hizo preguntarme como alguien podía hacer eso, ganar un juego de Grandes Ligas con un jonrón, y no recordarlo. Tal vez fue porque tuvo tantos momentos triunfales.
Skowron, quién falleció el 17 de abril de 2012 a los 81 años, bateó 77 de sus 211 cuadrangulares en Grandes Ligas entre las temporadas de 1960 y 1962. Su jonrón con las bases llenas en el séptimo inning del séptimo juego de la Serie Mundial de 1956 en el Ebbets Field de Brooklyn. Dos años después, su jonrón de tres carreras en el octavo episodio ayudó a completar un regreso de un deficit de tres juegos a uno para ganar el séptimo juego en Milwaukee.
Fui capaz de recordar los detalles de aquel juego de 1962 sin necesidad de ningún material de referencia porque esa fue la primera vez que asistí a Yankee Stadium. Me senté en la mezzanina, frente a la raya del left field, y no hablé mucho durante los primeros cinco o seis episodios. Para un niño, había mucho que observar.
Toda aquella grama, bajo el sol brillante, que se desplegaba desde el jardín izquierdo hacia el central del Yankee Stadium original. Años después, cuando compré una cinta sonora del juego, recordé un tiempo cuando los sonidos de la tribuna eran dirigidos por el curso del juego. Y la voz del locutor interno Bob Sheppard, entonces en su segunda década con los Yanquis, era emitida en volumen alto, como si tuviera que subir la voz para ser oído a través de un pequeño sistema de sonido.
Por buena parte de la ocasión, me pregunté si mi primer juego iba a ser decepcionante. Hacía nueve días, Mickey Mantle había corrido al máximo para embasarse con un rodado al cuadro con dos outs en el noveno inning, luego colapsó sobre la raya con un desgarramiento muscular en la cadera derecha. Un día antes, Al Kaline de los Tigres se lanzó de cabeza para hacer la atrapada salvadora en la jugada final del juego, pero se rompió la clavícula. Mientras mi padre manejaba el vagón de la familia en el Major Deegan Expressway, pensaba que mi primer juego se iba a quedar sin superestrellas.
Skowron no estaba en la alineación regular contra Frank Lary, el matador de Yanquis. Pero después que Lary tuvo que salir del juego por rigidez en su brazo derecho, Skowron emergió por Joe Pepitone y empató el juego en el sétimo inning con rolling al cuadro. La sacó en el noveno luego de intentar el toque. Cuando su conexión desapareció sobre la cerca, el momento fue infinito.
Puedo confesar, protegido por algún estatuto de limitaciones de periodistas, que antes de darme cuenta cuan a menudo Skowron frecuentaba a los Medias Blancas, una vez salí del palco de prensa a mitad de un juego para comprar una pelota con el propósito de que él me la firmara.
En la primavera de 1985, cuando el debut de Rickey Henderson con los Yanquis fue retrasado por una lesión en el tobillo, yo estaba monitoreando su rehabilitación en Florida para el New York Times, esperaba en un clubhouse, que en otra circunstancia estaría vacío, en Fort Lauderdale Stadium, a que Henderson completara el tratamiento. Afuera se desarrollaba un juego de campamento de fantasía entre los asistentes y los veteranos de los Yanquis.
Aparentemente, las reglas habían sido alteradas para que a los asistentes al campamento les tuvieran que hacer seis outs por inning y a los Yanquis tres. Todo lo que supe fue de un repentino estallido, cuando las puertas que daban al campo se abrieron, se notó que Moose Skowron estaba molesto.
En ese instante, pareció el hombre más cruel del mundo. Sus ojos parecían delgadas aberturas. Sus antebrazos, aún fuertes, estaban a la altura del pecho, mientras estrangulaba su mascotín de primera base. Hablaba en siseos.
“Seis outs”, dijo, maldiciendo entre palabras. “Seis outs”.
Mientras rumiaba alrededor del clubhouse, se desprendieron 23 años desde su último entrenamiento primaveral con los Yanquis en aquel mismo estadio pequeño, me di cuenta que estaba viendo al real, esencial Moose.
Pero tambien era esto: Un momento después, cuando los asistentes al campamento saltaban y gritaban y llevaban su celebración al clubhouse, él fue el primero en saludarlos. Estrechó sus manos. Sonrió para sus fotografías y les dijo que había sido una gran experiencia. Una vez más, Moose Skowron había creado un momento que alguien nunca olvidaría.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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