miércoles, 19 de diciembre de 2012

Dámaso Blanco exaltado al Salón de la Fama de los Navegantes del Magallanes

Este jueves 20 de diciembre los Navegantes del Magallanes exaltarán a los peloteros Vidal López, Luis "Camaleón" García, Ramón Monzant, Jesús "Chucho" Ramos, Lázaro Salazar, Gustavo Gil, Dámaso Blanco, Oswaldo Olivares, Dave Parker, Clarence Gaston, los directivos Carlos Lavaud, José Ettedgui, Edgar Rincones y el narrador Felo Ramírez. A continuación un texto que escribí a la memoria de Gustavo Gil. Esquina de reflejos El hombre se incorporó sobre los antebrazos, su mirada iluminaba al muchacho que casi llegaba al tope del marco de la puerta. El olor a antisépticos y medicina, estrujaba las sábanas y condensaba sobre el osciloscopio de la función cardíaca. Lamentaba todos los minutos perdidos para jugar con su hijo ante las urgencias del trabajo. Lo que más recordaba era aquella obsesión del niño por jugar cuadro adentro en el béisbol. “Papá, siempre que lo dicen en el radio, el tercera base es Dámaso Blanco. Y casi siempre me quedo con las ganas de haber estado en el estadio para ver la jugada”. El hombre señalaba una silla plegable. “¿Te acuerdas, cuantas veces me dijiste que querías ir a ver un juego de béisbol profesional? Para preguntarle a Dámaso que significa jugar cuadro adentro”. Se quedó mirando a su padre primero de pie, después sentado muy cerca de la cama. Siempre que llegaba el fin de semana permanecía en la oficina de su progenitor hasta que este se desocupara. Lo veía revisar papeles, golpear las teclas de aquella máquina de escribir con pintura verde descascarada, parecía un pájaro carpintero con hipo. Primero se leía toda la página deportiva de El Nacional. Luego hojeaba la sección de cultura. Cuando veía a través de la persiana que el sol lanzaba sus postreros trazos naranja sobre el horizonte, dejaba el periódico sobre el sofá de patas cromadas y asientos negros. Avanzaba en puntillas hasta el fondo, donde estaban aquellos armarios con aspecto de monstruos intergalácticos. Seleccionaba unas páginas, azules y se iba hasta la máquina de escribir ubicada frente a la puerta del baño. Papá sonreía, al tiempo que encendía un cigarrillo. A eso de las ocho de la noche se levantaba de la silla giratoria. El muchacho reclamaba que a esa hora no podrían jugar “Carrasquelito”. Sacó una pelota de tenis del bolsillo de su pantalón y la rebotó sobre el granito. La mañana siguiente, el padre recibía otro llamado de la escuela. Pasaba un buen rato en la dirección junto a Matías. La maestra explicaba lo ocurrido en el patio de juegos. Manuel observaba el semblante de Matías. Intentaba preguntarle porque siempre debía regresar a la escuela por la misma razón. Matías esquivaba la mirada. En el patio todavía resonaba el encontronazo que había tenido con un muchacho de sexto grado. A pesar de ser más pequeño el otro muchacho salió con un fuerte golpe en el estómago. Todo el que le preguntaba a Matías porque salía corriendo hacia delante cada vez que alguien bateaba, daba la vuelta y se iba. Lo único que sabía era que cada vez que hablaban de “cuadro adentro” en la transmisión radial, el tercera base venía hacia delante y casi llegaba hasta los predios del bateador. Manuel se ajustaba la mascarilla de oxígeno. Respiraba poco a poco, parecía que tuviese algo atravesado en los pulmones. Sonreía y sacaba la mano por debajo de la sabana, la estiraba hasta apretar los dedos de Matías. En el carro, o al atardecer en la oficina, Matías siempre se quedaba mirando a Manuel cada vez que este sacaba la cajetilla de cigarrillos. El humo del butano se mezclaba con el de alquitrán. Si intentaba abrir la ventanilla Manuel reclamaba que el aire acondicionado no iba a funcionar bien. Matías alegaba que se iba a asfixiar con ese humo. Se tapaba las fosas nasales. Contaba hasta 61. Luego inspiraba todo el humo y estornudaba. En la oficina abría las ventanas y las puertas. Manuel las volvía a cerrar. La madre debía venir desde la cocina para aplacar la discusión. Matías acusaba a Manuel de agente contaminante. Luego debía salir corriendo. Matías masajeó cada una de las venas verdosas en las piernas de Manuel. El hombre suspiraba y en un momento hasta soltó un quejido. Matías dio dos palmadas en las rodillas. Era el mismo quejido de aquella tarde de ping pong. Manuel saltó para alcanzar la pelota que había rebotado justo en el filo de la mesa. Apenas pudo alcanzar la esférica que salió disparada hacia la jardinera. Pasó varios minutos recostado del pilar forrado de lajas de pizarra barnizada. Matías le preguntó si quería agua. La respuesta fue un nuevo jugador de ping pong que respondía todos los remates y pelotas colocadas, encimado sobre la mesa. Cuando la pelota escapó del alcance de Matías, se le abotonaron las palabras con la falta de aliento. Quería preguntarle si así era que Dámaso Blanco jugaba cuadro adentro. Sentía que lo había atropellado un camión a toda velocidad. Manuel pidió que continuara los masajes. Tenía miedo de lastimar al padre, Matías guardaba una carpeta de regaños por haber atravesado una línea amarilla que Manuel variaba de un momento a otro. Luego regresaba y ganaba confianza hasta alcanzar lo que buscaba por el otro lado del laberinto. Mientras hundía los dedos en la pantorrilla le inquirió como hacía para jugar todos aquellos partidos de ping pong con él y sus hermanos. Fumaba muchísimo y había visto a muchos hombres de su edad tirar la toalla con un esfuerzo mucho menor. Y esos no fumaban. Manuel ladeó la cabeza. Matías seguía siendo un exagerador por excelencia. Lo que pasa es que no se daban cuenta cuando se escondía detrás del pilar y jadeaba cual perro en plena faena de perseguir liebres en el más inmenso pastizal. Además disfrutaba mucho jugar con sus hijos. Cada vez que regresaba detrás del pilar parecía el campeón mundial de ping pong o el ganador de la medalla de oro olímpica. Saltaba hasta casi meterse en la jardinera y volteaba la raqueta con una facilidad que parecía estar blandiendo un tenedor. Siempre parecía encimado sobre la mesa, aunque se alejara hasta dos metros. Los zapatazos que daba retumbaban hasta en el toldo del patio. Y gritaba como un karateca japonés. Varias veces Matías se dijo que la forma como Manuel se acercaba y alejaba de la mesa le traía alguna imagen de algunas fotografías y películas que había visto de Dámaso Blanco cubriendo la tercera base. Siempre se preguntó si no le daba miedo que saliera un linietazo y le pegara en la cara o en el pecho. Hay que estar con todos los sentidos abiertos para soltar los reflejos y saltar sobre la pelota si el batazo es fuerte o venir corriendo hacia delante si hay toque de bola y se queda dormida a centímetros del plato. Toda una experiencia muscular y sensorial. Manuel empezó a toser sin pausa. Metía la cara debajo de la almohada y así se quedaba varios minutos. Matías intentaba auxiliarlo pero apretaba el rostro hasta parecer soldado a la almohada. Intentaba tácticas persuasivas. Todo lo que escuchabas eran carcajadas ahogadas en estornudos. Casi al borde del llanto Manuel lo sorprendía. __¿Te acuerdas lo que pasaba cuando rompías alguno de los adornos que tu mamá tenía en la sala? Matías se replegaba hacia la ventana. Parecía estar escuchando los lamentos de su madre. Casi siempre el accidente ocurría por andar rebotando la pelota de goma. __Yo no fui. Yo no fui. Y me ibas a buscar a la oficina. Te quitaba la pelota y la guardaba en el escritorio. Cuando pasaban cinco minutos te la regresaba. El osciloscopio del pulso cardíaco mostraba picos irregulares. Manuel intentaba levantar la mano temblorosa. Matías atravesó la puerta recorrió el pasillo siete veces hasta encontrar una enfermera saliendo de una habitación. Las manos hablaron por cien palabras y sus zapatos de gamuza con suela de goma vencieron la gravedad por milésimas de segundo. La enfermera salió corriendo. Mientras se escuchaba un llamado de urgencia por el sistema de sonido, Matías ensayaba a presionar las manos sobre el comienzo del esternón y luego estiraba el cuello de Manuel hacia atrás y aplicaba respiración boca a boca. El médico se quitó los guantes quirúrgicos y recibió el desfribilador de la enfermera. Manuel arrugó los tonos grisáceos de las mejillas y la frente. Matías se acercó y le dijo en el oído. “Tranquilo Papá, ya agarré el toque de bola. Ahora vamos a lanzar a primera”. El corrientazo de las placas sobre el plexo solar de Manuel rebotaba en los vellos pectorales de Matías. Pasaron alrededor de siete u ocho impactos antes que Manuel abriera los ojos. Matías arrancó uno a uno todos los vellos del pecho, salían con un dolor que ni la anestesia más concentrada habría distanciado tanto. Dirigió los pasos hacia la cama. El médico hizo señas a la enfermera, luego soltó unos sonidos guturales. __El doctor dice que es mejor que espere en el pasillo. Su papá necesita mucho aire y tranquilidad. Matías quiso alzar un poco la voz. El médico giró la cara. Sus ojos filosos se estrellaban contra la puerta. Cada paso requirió una fuerza de varias toneladas. Matías caminó varios maratones de un extremo al otro del pasillo. Sentía el ardor de aquel sarampión en su cama de niño. El ardor apenas dejaba que abriera los ojos. Se veía en un corredor grandísimo lleno de nubes. Todas las voces tenían eco. Veía estrellitas y truenos cada vez que le tocaban la mano o el cuello. Cuando oía la voz del médico, le provocaba levantarse y arrancar a correr, de ninguna manera quería sentir aquel pinchazo que le helaba la sangre. Hacia finales de la tarde, en el gradiente de la noche por fín escuchaba los pasos presurosos de los mocasines marrones. Matías sonreía, intentaba imaginar con cual juego se aparecería el único tipo que lo trataba como si estuviese sano. De casualidad le decía “Ponte los zapatos y vamos a jugar en el patio”. A veces imitaba las voces de Tio Tigre y Tío Conejo. Esta vez trajo un reproductor con el tema musical de “Perdidos en el Espacio”. Todavía ensanchó los casi cerrados ojos, Manuel se llevó el índice a los labios. Sacó dos sobrecitos y una revista del bolsillo trasero de su pantalón. La fotografía de un tercera base zambulléndose sobre la línea de cal bajo el cuadrito anaranjado de Sport Gráfico templó la barbilla de Matías. El dolor de la última inyección precipitó por los acantilados del olvido. “El Guante Mágico de Dámaso Blanco”. Matías casi arrebata la revista. Su mirada escarbaba en la polvareda levantada detrás de la almohadilla. Uno de tantos momentos que hubiera querido vivir en el estadio, muy cerca del terreno. Manuel destapó los sobrecitos. Las barajitas giraron en las manos de Matías. __Aquí hay algo extraño. No puede ser que todas las barajitas sean de Dámaso y con varios equipos. Nunca había visto está de los Pericos del Valencia. Manuel se remangó la camisa y se inclinó con el pecho paralelo al piso. Avanzaba cada dos segundos y miraba adelante y los costados, cual liebre perseguida por jauría de sabuesos. De momento brincaba a su derecha, casi se acostaba en el piso. Abigail chasqueaba la lengua desde el marco de la puerta. __¡Muy bonito Manuel! Con razón me cuesta tanto arrancarle el mugre a esas camisas. Yo que creía que las ponías así de tanto trabajar. El hombre se incorporó con un sonoro contacto de los tacones. Hizo una reverencia casi militar y pidió permiso para dirigirse al enfermo. Abigail apretó los labios y pasó a tomarle la temperatura a Matías. __No te pongas brava mamá. Mi papá me trajo varias barajitas de Dámaso Blanco, el tercera base que hace todas esas jugadas acrobáticas y además siempre juega cuadro adentro. Varias veces asomó la mirada en el vidrio de la sala de urgencia, su imaginación rasguñaba pedazos de aquellos mediodías cuando acercaba las pestañas a la puerta de metal blanca con vidrio de relieve. El repiqueteo de las teclas sacaba campanitas y explosiones de papel y rodillo. A la tercera vez Manuel levantaba la mano derecha y movía los dedos. __Pasa Matías. Había varias monedas sobre el escritorio. Manuel las miraba de reojo. Matías se retiró dos pasos. Preguntó si podía agarrar una. Las teclas se detuvieron. El niño estuvo a punto de salir corriendo. Quería comprar unas barajitas de béisbol. Manuel le indicó que fuese al armario y sacara una página blanca. La metió en el rodillo de otra máquina. __Si quieres la moneda tienes que escribir una composición de lo que vas a hacer con ella. El médico atravesó la puerta con visos de exhalación invisible. Matías lo siguió al mismo ritmo de Dámaso Blanco cuando sale un toque sorpresivo por tercera base. Por fin logró alcanzarlo en un cruce de pasillos. El médico respondió con muchos tecnicismos. Matías pasó varios minutos indagando con las enfermeras para descifrar el acertijo. Luego se escondió detrás de un pilar. A la primera ocasión se agachó y traspasó la puerta con las manos rozando el piso. La respiración de Manuel tenía tonalidades de ronquidos. Matías quería que abriera los ojos, quería volver a agradecerle aquellas barajitas de béisbol y que hubiese estado muy pendiente de que completara la versión corregida de la composición escrita para entregarle las monedas ofrecidas. Aquel día salió a millón a comprar otros sobres de barajitas y vio el cielo muy azul cuando le salió un cromo de Dámaso Blanco con el uniforme del Magallanes. Pasó varias horas en el cuarto cuadrándose ante un bateador imaginario que bajaba el bate desde los hombros para tocar la pelota. Saltaba desde una esquina a otra. Los impactos con las puntas de las camas sacaban algunos quejidos. De inmediato se levantaba y corría hacia delante hasta casi estrellarse contra el espejo de la cómoda. Soltaba la pelota unos pasos al frente. A veces rebotaba y se metía por debajo de las camas. Matías se zambullía con la misma intensidad con que Dámaso se lanzaba ante el más violento linietazo sobre la línea de cal. Estiraba el brazo, varias veces se raspaba con el jergón pero seguía nadando bajo la cama con los brazos en cinética. La pelota desaparecía en los dedos y un grito traspasaba la puerta, “…y es out en primera señores, Dámaso lo reventó en el salto…”. Manuel empujaba la puerta y preguntaba que gritería era esa. El rostro lleno de polvo y telarañas asomaba debajo de la cama. La mano inmensa templaba los dedos fríos. El pedazo de arepa con queso y aguacate se le atragantó en la lengua. El médico le hacía señas desde la entrada del cafetín. Matías casi atropella la mesa. El jugo de naranja mojó el piso. La servilleta manchada de verde y amarillo la metió en el bolsillo de la camisa. Tenía miedo de hacer preguntas. El médico le dio dos palmadas y estuvo a punto de mojar las mejillas. Se pasó el índice por el párpado izquierdo. Quería hundir el piso con las suelas de goma. El osciloscopio iluminaba el fondo de la habitación. Casi a empujones Matías llegó a la cama. Manuel guiñó el ojo derecho de la misma manera que tantas veces lo hizo mientras almorzaban en casa. Sacó la mano entre las sabanas y tocó los dedos de Matías. Señaló una guayabera mostaza en el closet. La voz se quebró cuando murmuró que se la trajera. Registró todos los bolsillos hasta sacar un pedazo de papel doblado. Tenía varias líneas verdes con dibujos que semejaban una colmena. Matías repasó una noche frente al radio de la aguja roja y el vidrio verde de números amarillos. Aquellas hojas de rombos y cuadritos contíguos hicieron que pasara más de una hora preguntando que significaba esa rayita, porqué rellenaba el rombo completo, porque la mitad, porque escribía una K al revés. Manuel se rascaba la nuca y empujaba la hoja debajo de las teclas del radio. Hubo un momento cuando se produjo un toque de bola, el tercera base tomo la pelota a mano limpia y sacó el out. “¿Por qué se anota 53 y por ninguna parte se dice que fue un toque? ¡Que va! Eso de que el que sabe de béisbol lo interpreta no me convence”. Manuel terminó reconociendo que un corredor puede pasar de primera a segunda con un rolling por tercera. Abrió el papel con ojos temblorosos. Allí estaban todos los borrones de aquella noche del toque de sacrificio. Primero había marcado una T. “¿Por qué no se puede escribir así? ¡Fue un toque papá!” Matías buscaba la intensidad de las pupilas de Manuel. Tuvo que registrar en lo profundo. Apretó la mano de Manuel cuando notó aquellas visuales de empeño y determinación. La firmeza de las palabras aún resonaba en las sienes de Matías. “Esto no es una carta, es una hoja de anotación, sólo se asientan los códigos aceptados por un comité que se reunió para tener un lenguaje común”. La segunda vez que hubo un toque, el narrador casi deja la garganta en la jugada que se mandó Dámaso. Matías anotó una T invertida. Otra vez tuvo que aplicar el borrador. Reclamó porque podían usar una K invertida y no una T. Manuel sonrió al mirar las manchas rosadas sobre los cuadritos donde se anotaron los toques de bola. “Si hubieras tenido oportunidad de asistir a las reuniones del comité de anotadores de béisbol, seguro que ahora se utilizara la T invertida”. El contacto del estetoscopio contra el tubo del soporte del suero aumentó su frecuencia en los próximos dos minutos. Manuel apretaba la mano de Matías. Ni el roletazo más caliente bateado hacia la línea de cal de tercera base hubiese repercutido con tanta fuerza en el guante de Dámaso Blanco. De cúbito ventral sobre la arcilla y la cal sacó la pelota debajo de las costillas y lanzó a primera base desde el suelo. Matías levantó los dedos de Manuel hasta rozarlos con los labios. “No me vayas a dejar sólo con este doctor, todavía tengo una barajita de Dámaso que nunca viste”. Antes que el doctor llegara a la cama Matías apretó la mano de Manuel contra su pecho. La pelota llegó al mascotín de primera base con un repiqueteo de puerta de hospital. Alfonso Tusa

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