viernes, 7 de diciembre de 2012
Magallanes formaliza el retiro del 23 de Isaías Látigo Chávez
Este sábado 08-12-12 los Navegantes del Magallanes formalizaran el retiro del 11 de Luis Aparicio, el 21 de Camaleón García, el 15 de Félix Rodríguez y el 23 de Isaías Látigo Chávez.
Saludos
Alfonso
Pies y cocuyos en el cielo
La niña se inclinaba hacia delante. Los zapatos descascarados de cuero blanco juntaban sus puntas sobre una ondulación de la grama japonesa. Giraba la cara mientras miraba un pedazo de pared bajo la ventana. Discutía que no quería hacer ese lanzamiento. Corrió hacia la pared y explicó porque había que lanzar la curva adentro. De vuelta a la ondulación quedó con la pierna a la altura del abdomen.
__¡Espérate Margarita! ¿Dónde aprendiste eso?
Martín dejó su maletín en medio del porche. Margarita se mordió los labios y puso los brazos en jarra. Refirió que le había interrumpido el wind up que vio en una revista que él tenía en su oficina. El hombre atravesó la puerta de la calle y regresó con la revista Sport Gráfico. Hojeó hasta que apareció la fotografía de un pitcher haciendo los movimientos para lanzar. “Isaías Látigo Chávez”.
En la oficina Sebastián se ajustaba al lugar más apropiado para observar la pintura que lo enceguecía. Miles de puntos brillantes atravesaban la oscuridad de una noche a través del vidrio y la cañuela. El cuaderno parecía sostenido sobre un pedestal de granito. Martín miraba a Margarita ensayar el movimiento del pitcher y luego en la oficina Sebastián boceteaba los focos embutidos en las ondulaciones nocturna del cuadro. Aquella pintura de Vincent Van Gogh había capturado la atención del niño desde la primera vez que entró a la oficina. Martín disfrutaba mucho los trazos y la profundidad de la pintura de Van Gogh. Sin embargo imaginaba que Sebastián en algún momento se interesaría por el béisbol. Al ver que Margarita llevaba la pierna al nivel de la cintura, la llamó a su cuarto. De allá vino con un pantalón corto bajo el vestido. De inmediato alzó la pierna sobre su cabeza. Los vidrios de la ventana se estremecieron cuando la pelota impactó en la pared.
Sebastián permanecía en solitario largos períodos del recreo escolar. Sus compañeros lo veían como un ejemplar raro. En la parte más acalorada de las conversaciones deportivas. Cuando hablaban de Caracas y Magallanes. Del Chico Carrasquel y Camaleón García. De la Vinotinto. De los héroes de Portland. Sebastián desviaba la mirada hacia los contrastes de luz solar sobre las ramas del araguaney. Sólo cuando mencionaban a un pitcher de hacía mucho tiempo, Sebastián se acercaba al grupo. Querían conocer más del Látigo Chávez. Sabían muy poco de él. Pero las fotografías que habían visto hacían que se emocionaran como si apreciaran las habilidades de Omar Vizquel, Johan Santana o Félix Hernández. Sebastián había escuchado a Martín hablar del Látigo con sus amigos. Lo había visto registrar las hojas de Sport Gráfico hasta encontrar aquellas fotografías y pasaba horas leyendo los textos.
Margarita varias veces llegaba llorando de la escuela. Si había concurso de música o pintura, sus compañeras pasaban por su lado y comentaban que interpretar un instrumento o empuñar el pincel si era un arte, no ese juego fastidioso de béisbol que no jugaban las niñas. Martín sacaba el caballete y desempolvaba el lienzo. Margarita miraba la paleta y los colores por un rato, luego fijaba los ojos en el centro del lienzo y hacía el wind up, soltaba un rectazo al medio del plato y gritaba “Strike one”. Martín giraba la cabeza de hombro a hombro. Margarita agarraba la caja del violín de las manos de Martín. Argumentaba que montarse en un montículo por nueve innings, tratando de colocar la pelota en el medio del plato sin que los bateadores la conectaran y con el riesgo de que un linietazo le pegara en la cara, tenía que ser un arte tan meritorio como pintar, cantar, escribir o interpretar un instrumento. Martín se la quedó mirando y asintió, quería decir algo pero prefirió secarse el sudor de la frente con la mano.
Las luces de aquellas pinturas campestres de Van Gogh animaron de tal manera los trazos sobre el lienzo, que Sebastián completó por primera vez el boceto del patio de la casa visto desde el techo cuando comenzaba el crepúsculo. Martín se quedó paralizado con las transiciones de cobalto a granate que Sebastián había logrado. El timbre de la puerta lo hizo dejar el Sport Gráfico sobre la mesa. Había un pitcher con el pie izquierdo levantado hacia el cielo sobre el montículo de un diamante beisbolero. Sebastián miró la foto desde varios ángulos. Revisó las formas y la profundidad de la luz. Regresó al lienzo y miró el paisaje del patio. Parecía reagrupar los colores y recomponer varias líneas, luego borraba todo en el aire. Siempre regresaba a la fotografía de la revista. Martín intentó agarrar el Sport Gráfico. Sebastián estaba tan adentro de la fotografía. Martín prefirió deleitarse con los trazos plasmados en el lienzo.
La noche anterior a su primer juego en la liga local, Margarita habló con Martín de cómo hacían los pitchers para no asustarse en el montículo. El catcher jugaba un papel muy importante. Sus consejos y sugerencias ayudan a relajar a los pitchers. Es una relación tan profunda que el pitcher y el catcher andan juntos mucho tiempo. Comen juntos y hasta se van de pesca. Mientras más se conocen tienen más argumentos para enfrentar las dificultades que se presentan en un juego. Isaías Chávez, el pitcher que viste en la foto de la revista, al comienzo del juego decisivo de un torneo juvenil, llamó varias veces al catcher. La pelota se le resbalaba de las manos por el sudor. El catcher le dijo que él era el que le había escondido los zapatos en el juego anterior. La sorpresa de Isaías fue tal que se olvidó de la tensión y empezó a lanzar puros strikes en las esquinas.
Varias veces le pareció a Martín apreciar un rombo verde y anaranjado a un costado de la pintura. Sebastián aseguraba que sólo eran recursos de contrastes para hacer notar más los árboles de su pintura. Luego Martín pasó unos cuantos minutos agachándose frente al lienzo. Decía que veía varios jugadores corriendo detrás de un pitcher que levantaba la pierna izquierda. Sebastíán soltó varias carcajadas, le decía que tenía un ojo muy beisbolero. Martín se alejaba y se acercaba al caballete y cada vez veía nuevos indicios de un campo de béisbol. Se abstuvo de hacer otros comentarios a Sebastián. Solo se rió y cuando regresó al Sport Gráfico entendió perfectamente que los trazos de la pintura reproducían el spike sobre la cabeza del lanzador. Empezó a silbar y ladeó la cabeza. “Menos mal que sólo son recursos de contraste”.
Margarita intentó varias veces hablar con el receptor del equipo. El niño le daba la espalda y se iba a conversar con los demás compañeros. Se sentía como el patito feo. Cuando dos lagrimones asomaban en sus párpados inferiores, el manager la llamó. Le dio dos palmaditas en la espalda y le dijo que subiera al morrito. Agarró una mascota del banco y se agachó detrás del plato. Gritó con todas sus fuerzas. Quería ver que era lo que tenía en la bola. El primer lanzamiento casi le arranca la gorra al manager. El hombre se levantó y subió al montículo. Margarita lo escuchó hablar de concentración de enfocarse en la zona de strike y olvidarse de todo lo que había alrededor, menos de sus compañeros. La próxima pelota salió de sus manos cuando la punta del pie izquierdo rozaba el suelo. El manager se fue hacia atrás con el impacto de la pelota en la pechera.
Por más que intentaba eludir los comentarios de sus compañeros y de enfocar su mirada en la vegetación adyacente o en las montañas lejanas, el murmullo incidía en su capacidad creativa. Todos aquellos comentarios del pitcher que levantaba el pie hacia el cielo, la emoción con que eran referidos, emergían en el lienzo. Sebastián se sorprendía al ver como aparecían montículos de nubes sobre rombos de estrellas. En las sinuosidades más profundas de los azules de notaba el semicírculo de la punta de un zapato. Si intentaba desfigurar los trazos se le venía un vendaval de vértigo semejante al aterrizaje de la pierna izquierda luego del lanzamiento. Se iba varios pasos hacia atrás. Mordía la paleta. Nunca le había pasado eso. Aquellas imágenes se empeñaban en salir solas. Quería desprender el lienzo y empezar otra pintura.
Los atardeceres encontraban a Margarita corriendo junto a Sebastián. Se internaban en un solar cubierto de asfalto en el centro. En los costados crecían arbustos, hierbajos y plantas que espesaban la vegetación. La nube de luciérnagas los llevaba a recorrer varias veces el perímetro del solar. Con incursiones en la vegetación donde veían lagartijas y ratones silvestres. A veces tropezaban con piedras grandes y evitaban la caída con las manos por delante. La voz de Martín trepidaba desde el porche. El tercer alarido los sorprendía saltando la baranda del jardín. Aún sin limpiarse las manos y sin quitarse la ropa cargada de abrojos y manchas de clorofila, Margarita sacaba el Sport Gráfico del escritorio de Martín. Sebastián se quedaba mirando todos los tubos de verdes y azules que había a un lado de la paleta. Dio varios trazos en el aire casi a ras del lienzo.
Sebastián salía por momentos al porche y regresaba a la paleta. Apretaba los tubos y dudaba cuanto exprimir de azul y cuanto de verde. Las tonalidades que veía sobre el asfalto, lo enceguecían. Si intentaba acercarse desde el jardín, regresaba inmediatamente volteaba y veía a Martín alerta desde la mecedora del porche. Una percusión en el piso lo hizo correr hasta su cuarto. En el medio de la oficina, Margarita recogía las páginas de Sport Gráfico mientras se levantaba del piso. Se sobó varias veces la espalda. Sebastían escondió la carcajada entre las manos. Dos carraspeos de Martín lo hicieron salir corriendo. Margarita se acercó. Su voz tenía algo de mandolina cargada de humedad. “Papá ¿Cómo hace el Látigo para levantar la pierna tan alta y no caerse?” Martín se volteó hacia la pared para disimular la risa. Margarita iba a empezar a llorar. “Hija, eso es un trabajo. Te aseguro que El Látigo pasó mucho tiempo practicando ese movimiento”.
El cuaderno de dibujar se resbaló de sus manos. Sebastián soltó los lápices de colorear y atravesó el portón de la escuela. Desde el cemento pulido de la acera trató de acercarse al pedazo de cartón de leche donde un muchachito levantaba la pierna izquierda hasta casi rozar las hojas de jabillo como si nada. Desde una hilera de plantas ornamentales que corría paralela a la línea de tercera base un muchacho le gritó que se quitara de en medio. Sebastián intentó decirle al pitcher que volviera a lanzar. Un manganzón de algunos doce años lo sacó a empellones hasta detrás de la primera base. Allí se quedó mirando la dinámica del lanzador hasta que notó como el muchacho colocaba el talón con respecto a la cabeza. Esbozó varios trazos en la última página del bloc, se fue alejando para tener varios ángulos que reprodujo en otras tantas páginas. Al llegar a la acera de la escuela tropezó con la cerca. El timbre lo hizo correr al salón.
Margarita pasó varios minutos riéndose. Le costaba creer que Sebastián le hubiese dedicado parte de su tiempo a otra cosa que no fuera la pintura de algún paisaje de Van Gogh. Sólo después de caerse tres veces por colocar el pie totalmente desalineado de la cabeza, empezó a mirar los dibujos de Sebastián. Al principio intentó cerrar el cuaderno varias veces. Luego notó como Margarita juntó las manos. Nunca la había visto pedir un favor con tanta insistencia. Los primeros ensayos apenas le permitieron concretar el movimiento. El equilibrio era una gelatina que temblaba en sus rodillas. En el cuarto intento Sebastián se acercó y empujó el talón más adentro. Margarita alzó el pie hasta que la planta quedo paralela al techo. Luego llevó la mano detrás del cráneo y soltó la pelota. Un estruendo de tablillas de madera sacó a Martín de su oficina. La pelota llegó hasta el medio de la sala.
La voz limpió todas las telarañas del techo. Martín alumbraba las penumbras de la sala con la incandescencia de su nariz. Recriminó la risa de Sebastián. Señaló la puerta del cuarto a Margarita. Cuando ambos niños escondían sus rostros en el esternón, Martín avanzó un paso, luego ensayó un llamado que salió sin rozar las cuerdas vocales. Margarita recogió la pelota y la pasó por los ríos de sus mejillas. Sebastián apretó el bloc debajo del brazo y metió la mano hasta las profundidades del bolsillo. Martín se atravesó delante de la habitación. Levantó la barbilla de Margarita. Agarró la pelota y le mostró como se colocaban los dedos en los distintos lanzamientos. Margarita preguntó si aquellos eran los lanzamientos que hacía el Látigo. Casi todos, lo que pasa es que ahora los han mejorado. Pero en esencia esas eran las maneras como Isaías Chávez agarraba la pelota para lanzar. Los vestigios de lágrimas dieron paso a un arco iris en los ojos de Margarita.
Los trazos sobre el papel se hicieron más fiebrosos. El grafito deslizaba una dinámica que disparaba contrastes y perspectivas de una manera que muy pocas veces había experimentado Sebastián. Sólo cuando intentaba seguir las líneas de Van Gogh, o los de esos dos señores que Martín le había mostrado sus pinturas: Arturo Michelena y Armando Reverón. La estancia donde el pitcher llevaba el guante hacia el occipital le traía ensoñaciones de La Siesta de Van Gogh. La imagen donde el lanzador empezaba a levantar la rodilla lo trasladaba hasta los entornos de “La Joven Madre” de Michelena. El momento cuando el pitcher suelta la pelota desde la oreja ilumina todos los ángulos de los “Uveros” de Reverón en medio de un caleidoscopio de incandescencias que hacían a Sebastián soltar el lápiz sobre cada evolución del movimiento en cinética simultanea.
El próximo juego, Martín se agarró el crucifijo bajo la camisa y lo apretó contra el pecho. Bajó tres escalones cuando Margarita piso la goma de la caja de lanzar. Logró levantar la pierna izquierda hasta la altura del pecho. Sacó la pelota desde atrás de la oreja y soltó la pelota. Martín bajó hasta la alambrada. La pelota zumbaba cual cigarrón en el mediodía más incandescente del verano. El bateador apenas sacó el bate. Salió un elevado altísimo entre tercera base y el plato. Margarita corrió hacia la raya, hizo señas con los brazos y recibió la pelota en la malla del guante. Martín se restregó los ojos siete veces. Al terminar el juego lo primero que le preguntó a Margarita fue donde había aprendido a fildear esos batazos tan elevados que casi siempre los atrapan los infielders o el catcher. Margarita sonrió y guiñó un ojo.
__Una tarde cuando ensayaba a levantar la pierna en el jardín, oí a dos señores que te esperaban en el porche. Primero hablaban de negocios y de esos seguros que tú vendes. Después de la familia. Uno mencionó algo relacionado con el béisbol. Me resbalé y casi me fui de espaldas sobre la grama. Me asomé en puntillas detrás de la pared.
Martín de casualidad se comió la luz de un semáforo. El frenazo lo hizo avanzar media cuadra antes de pedirle a Margarita que continuara.
__Estaba por regresar a ensayar. Pronunciaron el nombre de “El Látigo”. Entonces me soldé a la pared. “Ese muchacho que llaman Látigo Chávez, no solamente es buen pitcher, como fildeador es buenísimo siempre está entre los primeros en outs, asistencias y dobleplays de cualquier liga donde juegue. Una vez lo vi pedir un globo que por lo general lo pide el tercera base o el catcher. Él Látigo corrió hacia la zona de foul entre tercera y el plato, abrió los brazos y agarró la pelota.
Martín volteó hacia el asiento trasero, mientras subía la palanca de cambios a “P”, se quedó mirando la carcajada de Margarita. El hombre siguió la dirección del dedo índice de la niña. En el fondo del jardín Sebastián afincaba el pie derecho sobre la grama de lochas, cuando el pie izquierdo subía a la altura de las rodillas caía de platanazo sobre la grama. Margarita preguntó de cuando acá quería practicar béisbol, si lo de él era la pintura. Martín apretó las manos sobre las tirillas traseras del pantalón. Entre contento y sorprendido quiso saber el motivo de la metamorfosis. Sebastián volvió a intentar. Esta vez llevó el pie a la altura del cuello. Se quedó paralizado y el pie regresó al piso. Margarita le explicó que tenía que llevar la mano con la pelota hasta detrás de la oreja y luego que tuviera el pie arriba, impulsarse hacia delante y “¡zas!” soltar la pelota.
Margarita se sentó en la acera del jardín. Entre las observaciones para que hiciera mejor el lanzamiento, empezó a mezclar preguntas para saber porqué Sebastián quería tanto aprender a lanzar una pelota de béisbol como un pitcher. Al principio se quedaba callado. Margarita insistió, cual gota de agua sobre una roca de pizarra, hasta que Sebastián aflojó que necesitaba perfeccionar sus pinturas de las distintas etapas de un pitcher cuando se prepara para lanzar sobre el montículo. El artista necesita vivir, sentir en carne propia lo que quiere transmitir, sólo así puede hacerse una buena obra de arte. Margarita se quedó mirando fijamente a los ojos a Sebastián y este no pestañeó ni un instante. Luego de hacer varios intentos hasta hacer un lanzamiento aceptable, Sebastián salió corriendo hacia el lienzo. Margarita se fue hasta el pasillo posterior del jardín. Sintió un sonido de papeles retorcidos detrás de una mata de uña de danta. Al agacharse salió corriendo una lagartija. Metió la mano y sacó el Sport Gráfico. Estaba abierta justo en la página donde aparecía el reportaje del Látigo. A pie de página distinguió unas letras: “Si no puedo jugar como tú. Te voy a dibujar mejor que en la fotografía”.
Alfonso L. Tusa C.
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