viernes, 1 de febrero de 2013
1970: Una Serie del Caribe dentro de un cuento de hadas.
La temporada anterior todo había terminado con la final entre La Guaira, Caracas, Magallanes y Aragua en un todos contra todos que terminó con el campeonato para los Tiburones. Ahora, luego de la barrida en 3 juegos ante unos poderosos Tiburones, me sorprendía la inminencia de otra competencia. Venían los equipos campeones de República Dominicana (Licey) y Puerto Rico (Ponce). Nunca había escuchado que hacía unos diez años se efectuaba entre las novenas campeonas de Cuba, Puerto Rico, Panamá y Venezuela un torneo para dilucidar quién jugaba mejor en la zona del Caribe.
La expectativa por seguir viendo a los Navegantes del Magallanes desplegar su magia sobre el terreno me hizo dejar a un lado momentáneamente la escuela y un disfraz de charro que mamá me había escogido para el carnaval. Ella tenía que arrancarme la página deportiva o el radio transistor para que fuese a practicar la tabla de multiplicar o a probarme el traje de satén negro. Nunca antes había estudiado la tabla con tanto ahínco, hasta la sorprendí con la tabla del nueve.
El día de la inauguración recitaba junto a Felipe y Jesús Mario la alineación magallanera. Ray Fosse catcher, Gonzalo Márquez 1b, Gustavo Gil 2b, Dámaso Blanco 3b, Jesús Aristimuño ss, Armando Ortíz lf, Cesar Tovar cf, Jim Holt rf y el pitcher Orlando Peña. Por los Leones de Ponce lanzaría un tal Miguel Cuellar. Lo que menos imaginaba yo era que ese señor venía de compartir el premio Cy Young de la Liga Americana con Denny McLain, quien el año anterior había ganado 31 juegos. Estaba tan embriagado de la entrega y el compromiso de mi equipo que al escuchar la sirena por la radio me parecía que Magallanes saldría victorioso.
El juego arrancó y empecé a cabecear en el sofá metálico del porche. Después que Magallanes salió adelante en el tercer inning con una carrera anotada por Dámaso Blanco y empujada por César Tovar, lo último que recuerdo es el frío del mueble. Cuando abrí los ojos el sol atravesaba las persianas. Salí debajo de la cobija y le pregunté a Jesús Mario que había pasado en el juego. ¿Ganó Magallanes? ¿Qué pasó? Tuve que esperar que terminara de agitar el cepillo dental en la boca. La espuma lo hacía parecer un toro rabioso. ¡Caramba chico! ¿No te puedes esperar? Luego empezó a darse todo su postín, buscando la camisa y puliendo los zapatos. Cuando me resignaba a tener que atravesar el pueblo para buscar el periódico, una voz más festiva me sorprendió bajo el marco de la puerta. Magallanes le ganó a Ponce 3-1. Armando Ortíz le bateó un jonrón a Miguel Cuellar. Abrí los ojos y casi pego la cabeza del filo de la puerta. Vamos dime la verdad. Me estás echando broma. ¿Qué fue lo que pasó en el juego? Armando Ortíz no puede haberle bateado un jonrón al mejor pitcher de la Liga Americana, ni en un cuento de hadas.
Jesús Mario abotonó la camisa de caqui hasta el cuello y me estrujó los cabellos. Pues anoche entonces hubo un cuento de hadas dentro del juego de pelota porque en el séptimo inning, Ortiz se la desapareció a Cuellar y por todo el jardín central.
Me lavé la cara, me cepillé como nunca antes. Casi me atraganto con la empanada y el jugo de naranja y casi me voy de boca al bajar los escalones del porche. En la esquina de Clemente me resbalé con algunos granos de arena y agarré la calle Las Flores para mi solo. En cada cuadra apretaba más el paso, quería tanto comprobar el cuento de Jesús Mario que las últimas dos cuadras las corrí a marcha de cien metros planos. En la entrada de la librería Pedro Luis Marcano salió detrás del mostrador y me dio dos palmadas en la espalda. ¿Qué te pasa muchacho? Respiré profundo varias veces y cuando sentí que los pulmones ardían menos, le pregunté si era verdad que Armando Ortíz le había sonado un cuadrangular a Miguel Cuellar. Pedro Luis sonrió. Carajo, todavía me parece escuchar la narración de Delio Amado. Es el jonrón que más he celebrado en mi vida. Mi mujer me preguntó si me había vuelto loco. Aún así, le pedí el periódico, sólo empecé a creer la historia cuando vi las fotos de Ortíz recorriendo el cuadro y los titulares de las páginas deportivas hablando de la magia magallanera. Entonces supe que la expresión de Jesus Mario era genuina y porque a Pedro Luis no le importaba que su esposa lo considerara loco. Regresé saltando, casi flotando, esta vez por la calle Miranda. Me parecía volar con las bandadas de cristofué y azulejos a través de la acequia hasta llegar a la casa.
Le reclamé a Jesús Mario porque no me había levantado cuando Ortíz bateó el jonrón. Pasó como dos minutos mirándome. Estaba tan emocionado escuchando el radio. Lo prendí y lo apagué varias veces para ver si era verdad. Armando Ortíz, un pelotero que no llegó a jugar ni siquiera en categoría AA en las menores, le había bateado un jonrón al Cy Young de la Liga Americana. El béisbol es grande.
El resto de aquella Serie del Caribe fue un libro de historias escalofriantes que seguía día a día, hasta el domingo, cuando mamá me quitó el radio porque había que ponerse el disfraz de charro para salir en la comparsa de carnaval. En cada cuadra que avanzaba el desfile me salía de la formación para escuchar en los radios de las casas como iba el juego. Vino aquel juego de un hit de Jay Ritchie ante los Tigres del Licey de Rico Carty y Cesar Cedeño y aquel trepidante juego de 11 innings de la jugada de Dámaso Blanco ante el intento de squeeze play de Sandy Alomar, donde Magallanes terminó alzando el trapo campeonil. Pero lo que más recuerdo es aquel primer juego donde un insigne desconocido le sacó un jonrón al mejor pitcher de la Liga Americana. Por eso es atractiva la Serie del Caribe, porque realza esa esencia beisbolera de que puede ocurrir lo inesperado.
Alfonso L. Tusa C.
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