jueves, 21 de noviembre de 2013
Tributo a Dámaso Blanco en su exaltación al Salón de la Fama del béisbol venezolano
El día de su debut “tenía el corazón en la boca, porque me tocó jugar en tercera base, delante de un campocorto de nombre Alfonso Chico Carrasquel, mi ídolo de toda la vida en el beisbol. Cada vez que volteaba el Chico estaba detrás de tercera, en el hueco, sobre la grama interior, a dos pasos de segunda base. Era increíble cómo se movía por toda esa zona entre segunda y tercera. A veces llegaba hasta detrás de la segunda base, agarraba la pelota y lanzaba a primera como si nada”.
La emoción de Dámaso llegaba a niveles insospechados: en una ocasión estaba en el ambiente el toque de pelota por la antesala, y Dámaso veía tanto los movimientos del bateador como hacia el campocorto. El Chico le indicaba con la barbilla que se enfocara en jugar adentro. Dámaso se adentraba en la grama interior pero instintivamente miraba hacia donde cubría Alfonso Carrasquel.
Cada vez que regresaban al dugout, Dámaso buscaba sentarse lo más cercano a Carrasquel. En una ocasión le preguntó qué tan adelantado debía jugar un campocorto con el cuadro adentro. El Chico se lo quedó mirando. “Pero tú eres tercera base”. “A veces también juego short stop y tengo la duda de si el bateador va a dragar la pelota o va a batear duro”. El Chico se pasó la mano entre los labios y la barbilla, y se quedó mirando a Dámaso. “Si quieres, cuando se presente esa situación mira hacia el segunda base y después hacia el shortstop, y de acuerdo a donde estén ellos tienes que encontrar la ubicación que más te convenga, porque el tercera base es uno de los que tiene que estar más atentos a cualquier jugada de toque y a la vez tener los reflejos para regresar si cambian la seña”.
Dámaso seguía segundo a segundo cada movimiento del Chico. Cuando éste casi se daba cuenta, Dámaso se volteaba y empezaba a silbar. “¿Qué te pasa, novato? ¿Es que nunca has visto a un pelotero hacer su rutina?” “Sí, pero nunca lo había hecho con el pelotero que ha sido mi ídolo de toda la vida”. El Chico se sonrió y dio dos palmadas en el hombro de Dámaso. “No es para tanto”.
“Pudiera decirse que la de 1963 fue mi mejor campaña en Ligas Menores. Con el equipo Fresno. Bateé creo que 180 hits, para una temporada de ligas menores son bastantes, me parece que fui líder de la liga. Creo que fui tercer mejor bateador de la liga con .330. El lider bate fue un dominicano que se llama o se llamó, Vidal Nicolás, creo que bateó .340. Entre los mejores bateadores estaban Joe Morgan (sí, el de la Gran Maquinaria Roja), Paul Blair, el centerfielder de los Orioles a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta cuando jugaron tres Series Mundiales seguidas. Ese año también fui líder en carreras anotadas y me eligieron como short stop en el Todos Estrellas de la liga. Con el Fresno llegamos terceros en la tabla”.
“Al terminar el juego del 24 de mayo del Phoenix AAA, me fui al dugout y, luego de ducharme, tomé mis pertenencias y me fui al apartamento donde residía. El inmueble fue rentado por Dave Kingman. Lo había cancelado hasta el final de la temporada. Cuando lo subieron a Grandes Ligas me dijo que si quería me podía quedar allí. A eso de las 9 de la mañana siguiente me llamaron al apartamento. Era el propietario y gerente del equipo de Phoenix, Rosy Ryan. Quería que fuese a la oficina del equipo en el estadio. Cuando colgué el teléfono pensé: ‘Coño, me cambiaron o me van a bajar o a botar, porque ya había dejado de ser ese prospecto’. Ya yo era un pelotero de la organización que había jugado en 1970 y 1971 allí mismo en AAA. Era un pelotero que podía jugar short stop o segunda base, dependiendo de la necesidad del equipo en ese momento. La secretaria me dijo que pasara y allí estaba Rosy Ryan en una oficina austera. Las primeras palabras que me dijo fueron: ‘Has estado muchos años con nosotros’. Dentro de mí me decía: ‘Beerro, por muchos años quiere decir que ya es suficiente’. Entonces hizo mención a mi perseverancia y mi buen comportamiento. Ryan era un tipo muy seco e inaccesible. Intercambiaba muy pocas palabras con él. Él había jugado con los Gigantes de Nueva York, creo que en los años 30. (Rosy Ryan. New York Giants 1919-1924, Boston Braves 1925-1926, New York Yankees 1928, Brooklyn Dodgers 1933.) ‘Has sido un pelotero útil y finalmente tu esfuerzo se ve compensado. Te unirás al equipo de los Gigantes, en Atlanta’. Antes de eso me había preguntado. ‘¿Tienes ropa en tintorería? ¿Tienes alguna cuenta en un banco?’ Ante eso uno se pregunta ‘¿Para que me puede preguntar esto?’ Ése es el preámbulo para informarte que te cambiaron, o te bajaron, o te botaron. Lo menos que imaginaba era que me habían subido a Grandes Ligas. En ese momento tendría un promedio como de .250 o .260. No estaba haciendo nada espectacular. El 26 de mayo, en el octavo inning de un juego que ganaban los Bravos 9-2, salí a correr en primera por Ed Goodson. Cuando llegué a la almohadilla, había una leyenda en la pizarra que anunciaba mi debut en la Gran Carpa, el inicialista Hank Aaron me dijo: `Good luck boy’. Después me quedé toda la temporada con el equipo grande. Mi primer hit en Grandes Ligas se lo di a Tom Phoebus de los Cachorros de Chicago el 11 de junio de 1972. Había entrado a sustituir a Chris Speier, en el quinto inning, a quién habían expulsado junto al manager por discutir un strike cantado.
Las cuitas del béisbol
Una de las razones esenciales por las que disfruto mucho el béisbol, es que me hace reflexionar sobre parte del esquema mental que utilizo en la vida en general para afrontar situaciones difíciles. Aunque ignore muchas cosas que están ocurriendo en el terreno de juego y el dugout, siempre hago el ejercicio de asumir el trabajo del manager, en esos juegos complicados donde molesta ver como las decisiones pasan a cierta distancia de la victoria. Entonces es fácil decir “si yo fuera el manager hubiera hecho esto”.
Anoche, en el cierre del octavo inning conversé a distancia con Luis Sojo. C.J. Retherford comenzó el inning con doble a la pared del jardín central. Le pregunté porqué dejaba a Gabriel Alfaro si tenía al zurdo Carson en el bull pen y venía a batear el zurdo René Reyes. Caminé cien mil veces la distancia entre el televisor y el patio. Buscaba una explicación apropiada para entender porque Alfaro recibió el sencillo de Reyes. Casi me saqué el anular y el índice izquierdos cuando con el juego 5-4, Alfaro continuó y concedió boleto a Javier Herrera.
Traté de tranquilizarme porque desconozco las interioridades que llevan a un manager a tomar tal o cual decisión. Intentaba ubicarme en las decisiones que tomo en mis ocupaciones laborales, el riesgo de cometer errores, los factores externos que pueden influir en las decisiones. Por momentos entendía a Sojo. Sólo que esa pasión por ver al equipo ganar te hace ver el juego desde el dugout de tu sala. Me costaba entender como iba a traer a Yoel Hernández a relevar, si lo había utilizado el martes ante el Caracas y tenía en el bull pen a Carson quién había hecho un buen relevo el domingo en Margarita. ¿Dónde quedaba la lógica de rotar adecuadamente al personal?
El ejercicio de observar a Salvador Pérez enfrentar a Yoel Hernández resultó desesperante, quizás le iba a dar el batazo al mejor pitcher del mundo, la tristeza de ver aquel sencillo al jardín izquierdo, me hizo querer estar enfundado en aquel uniforme, para traer a lanzar a Carson, no ante Pérez sino ante René Reyes. Si el hit llega allí, igual se ponía el juego 5-4. Lo que habría que ver es como Carson iba a trabajar a Javier Herrera y luego a Pérez. Un ejercicio doloroso que ilustra porque el béisbol desde su aparente lentitud, acelera todas las neuronas de sus seguidores, el ritmo del juego permite distintas visiones. En caso de que las decisiones del manager resulten desacertadas, siempre habrá infinitas visiones de periodistas, aficionados, fanáticos. Para unos desde la frialdad de su análisis, para otros desde la pasión de sus emociones.
Anoche mientras apagaba el radio luego de aquella tormenta perfecta en medio del extrainning, por un momento imaginé el ambiente en el dugout magallanero, el semblante de Sojo, los rasgos de Alfaro, la respiración de Hernández, la mirada de Carson. Todos querían ganar, los adversarios también. Todos dieron lo mejor de sí. Por un momento intenté calzar los zapatos de Sojo y aunque reconocí que es una gran responsabilidad, toda la noche resultó una pesadilla donde Carson venía a relevar a Alfaro luego del doble de Retherford y nunca llegó a soltar la pelota para lanzarle a Reyes.
Alfonso L. Tusa C.
lunes, 11 de noviembre de 2013
¿Por qué la sirena dejó de sonar como antes?
Antes del inicio de los juegos, en medio de los comentarios previos, se escuchaba a través de la transmisión radial el influjo urgente de un sonido que indicaba que el equipo de la luna y las estrellas, del barco y el sextante, de las velas desplegadas, estaba a punto de iniciar otra expedición sobre el diamante. Mientras escuchaba el radio, imaginaba la trayectoria de aquella línea sónica, preguntaba a mis hermanos ¿que significaba esa sirena? Al tiempo que imaginaba las mujeres con extremidad de pez que había apreciado en historietas y películas. “Esa es la señal de que el Magallanes va a jugar. Cada vez que el equipo anota carreras o hace una buena jugada a la defensiva, esa sirena suena durísimo”. Siempre quise saber más del orígen de esa tradición. Ahora extraño esa sirena, hace algunas temporadas que el sonido rectilíneo y efusivo dejó de oírse en el estadio, al menos de forma contínua y en cualquier situación. Solo se escuchan cánticos y gritos, unos poco convincentes, sólo la estridencia de la sirena podía galvanizar las emociones experimentadas a lo largo del juego, existen momentos que solo pueden ilustrar la intensidad de su influjo. Cada vez que sonaba esa sirena, más que el ánimo de los aficionados, se prendía la mística en los jugadores.
Desde los años cincuenta, sesenta y setenta, percibir aquella señal significaba que Magallanes había empezado a jugar mucho antes del ¡Play Ball!, los aficionados y peloteros rivales sentían envidia ante el cúmulo de competitividad y coraje contenidos en el sonido que salía de un dinamo que un señor llevaba dentro de una caja. Muchos se quedaban embelesados ante la majestuosidad de aquellas formas que delineaba el sonido. Parecían hipnotizados, parecían delirar ante la hermosura de aquellos seres mitológicos cargados de atractivo femenino como Daryl Hannah en la película Splash. Cuando pestañeaban, se pellizcaban y subían apresurados las gradas sin quitar la mirada del bull pen, ni del home plate. Querían que el juego empezara de inmediato, la sirena actuaba como catalizador sobre el tiempo que transcurría desde la práctica de bateo hasta que los árbitros recibían las tarjetas de las alineaciones y los abucheos de los presentes.
Recuerdo una tarde decembrina de 1975, Magallanes jugaría ante los Tigres de Aragua en Cumaná. Desde las cinco de la tarde la ciudad rezumaba en aullidos de sirena desde Boca de Sabana hasta El Tacal. Nada que ver con ambulancias, ni bomberos. El ambiente era festivo y se intensificaba hacia los alrededores del estadio de béisbol. La expectativa hervía en la piel y las conversaciones avanzaban en cámara lenta atravesadas por las peluzas de la sonoridad. Sólo hubo silencio al inicio del juego y cuando el centerfielder de los Tigres se estrelló contra la pared del jardín central. Aquel sonido moderaba la dinámica de la multitud, reconducía las emociones, abría espacios donde descargar los gritos. A lo largo de los nueve innings, nunca desapareció la fiebre de seguir el béisbol en el más mínimo detalle. Al caer el out 27, todos permanecieron varios minutos en las gradas.
La imagen del señor con la caja sonora avanzando entre la muchedumbre hacia la zona baja de la tribuna central del estadio Universitario o del José Bernardo Pérez representa una escena mil veces escuchada en vivo, a través de la radio, la televisión o las anécdotas, una pedazo de la historia de la bitácora del buque cuya idea nació de las experiencias reportadas desde las ciudades bombardeadas en la segunda guerra mundial. Cuando era inminente el bombardeo, la señal para prevenir a los habitantes de las ciudades eran las sirenas que sonaban en un radio de varios kilómetros a la redonda quizás diez o quince minutos antes de que empezaran a caer proyectiles desde los aviones de guerra. En el estadio el símil indicaba a los otros equipos que venía fuego de artillería desde el buque y que sería muy difícil eludirlo.
El sábado 09 de noviembre de 2013, Magallanes llegó perdiendo 4-1 ante los Tigres de Aragua al cierre del noveno inning. El escándalo de la sirena percutía en las memorias de otros tiempos. Esta vez solo se escuchaba el grito apagado del locutor interno. En la memoria seguía sonando al tope de la sonoridad aquella línea rectilínea que alimentaba las remontadas más inexplicables. Cuando Frank Días desapareció la pelota por el jardín central ante Eduardo Sánchez, el volumen de la sirena subió en mi mente. Llegaban imágenes de otros novenos innings cuando el ulular poblaba el estadio y calles completas en todo el país. La resaca emocional se mezclaba con la esperanza de la victoria. Allan Dykstra entregó el primer out, sin embargo la sirena seguía chapoteando en la imaginación. El sencillo de Jesús Flores y el infieldhit de Rougned Odor sirvieron el momento para que estallara la expectativa. Lew Ford salió de emergente por Darwin Pérez y A. Thompson relevó a Eduardo Sánchez. Con cada foul que Ford le bateaba a Thompson la intensidad del momento se desbordaba. El roletazo entre tercera y short que siguió imparable al jardín izquierdo hizo anotar a Flores y llevó a Odor hasta tercera base. El vortex de la sirena vibraba en mi interior. Apenás decreció con el ponche de Ezequiel Carrera. Buddy Bailey trajo a Francisco Buttó para enfrentar a Adonis Pérez, y éste como hace dos años le restañó un estacazo hacia la derecha que se llevó al jardinero Alex Romero. El embalaje de Ford hacia el plato hizo circular el éxtasis en el estadio, mientras escuchaba en toda la intensidad la sirena y el momento mágico de la canción de Billo’s cuando Felo Ramírez exclama “¡Es de locura amigos, aquí en Valencia!”. Y en todo el país.
Alfonso L. Tusa C.
viernes, 1 de noviembre de 2013
El sueño tras el ser humano
La he visto 27 veces y aún la disfruto como si fuese uno de sus personajes. Uno que salía a explorar los matorrales adyacentes al campo de asfalto donde llegaban uno a uno los muchachos, cada quíen colocaba una base hasta que armaban el diamante, y la emoción crecía como la de Ray Kinsella cuando escuchaba la voz que le decía “Constrúyelo y él vendrá”.
La imagen de Fenway Park repleto en una noche cuando apareció el nombre de Moonlight Graham en la pizarra, dibujó todos los cuentos de mis hermanos sobre Vidal López, Camaleón García, el estadio municipal de Cumaná y el estadio Universitario de Caracas. Siempre se iban a jugar al campo de asfalto. Era el momento más felíz para ellos, similar a la alegría de Ray Kinsella cuando vio a Joe Shoeless Jackson en el campo de béisbol que construyó. Ni siquiera los regaños más amargos de papá les borraba a quella sonrisa de estar sobre aquel asfalto. Se paraba en la esquina con los brazos en jarra y los llamaba. Yo le templaba los dedos. “¡Déjalos jugar!” Pero seguía llamándolos hasta que volvían con el rostro en el pecho.
Luego de almorzar me escondía un rato bajo la cama. Cuando escuchaba los ronquidos, salía en puntillas hacia la puerta de la calle. La mirada se me perdía en la inmensidad del diamante de asfalto. Veía cuentos y poesías de Terence Mann y Andrés Eloy Blanco levitar entre el home de cartones de leche y la segunda base de hojas de tabaquero.
Veía a Joe Shoeless Jackson y sus compañeros entrar al diamante desde el maizal. Las bromas y el ambiente competitivo me lanzaban hacia el asfalto justo en el momento cuando los muchachos escogían los equipos. La felicidad fluía por mis venas y sentía todas las hojas del maizal en el rostro.
La silueta de papá en la esquina me paralizó el guante. Casi se me cae de las manos. El pitcher lanzó y salió un roletazo por mis predios. Agarré la pelota y lancé a primera. Papá se empinaba detrás de tercera base. Empecé a salir del campo. Me abrazó entre tercera base y el home. “Sigue jugando. Si eso te hace feliz, a mi también”.
Corrí hacia segunda base con la misma emoción que siento cada vez que veo esa maravillosa película “El campo de los sueños”. Viéndola se entiende mejor porque el béisbol es una metáfora de la familia, todo empieza y termina en el hogar.
Alfonso L. Tusa C.
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