lunes, 3 de agosto de 2015
Alta y adentro: Apreciando a Bob Gibson.
Miercoles, 16 de diciembre de 2009.
MARK J. EHLERS
Todo llegó junto en el verano de 1967, cuando yo tenía 8 años de edad, y el beisbol llegó a mi vida para bien. Atrapé mi primera pelota ese verano, un elevado alto bateado con un fungo por mi entrenador de pequeñas ligas. Con un cielo azul y brillante en el entorno, la blancura de la pelota se reflejaba en la incandescencia del sol, mis ojos estaban pegados en la rotación de las costuras mientras la pelota navegaba alto en el aire, me moví tres metros a mi derecha y la recibí en la malla de mi guante. Aprender a sobreponerme al miedo a la pelota y reconocer mi capacidad para el juego me ayudó a tener una confianza en mí, en el diamante de beisbol, que ha permanecido conmigo desde entonces. Desde ese momento, no hubo pelota bateada hacia mi que no pudiera atrapar, o así lo creía, la dimensión más importante de cualquier deporte. Se había formado un vínculo entre el beisbol y yo. El olor de la grama en el aire, sentir el cuero en mi mano, el sonido de la pelota conectada por un bate de madera, la belleza de los campos verdes cercados y las perfectas dimensiones entre las bases, eso se convirtió en mi religión. Batear, fildear, y lanzar se convirtió en parte de mi existencia diaria mientras el juego tomaba mayores dimensiones. El beisbol era más que solo un juego; era una actividad seria con significado y propósito. Sobre todo, me hacia exponer mis instintos competitivos. Me convertí en alguien quien quería ganar, mi identidad estaba conectada a ganar o perder sobre el campo de beisbol.
Fue durante ese verano que supe de Bob Gibson por primera vez, el gran as de pitcheo de los Cardenales de San Luis. Como un muchacho pequeño con amor por el beisbol y pasión por los Cardenales, no había pelotero que deseara emular más que a Gibson. Desde los inocentes intereses de un niño de New Jersey central, Gibson era todo en lo que deseaba convertirme, un atleta talentoso, gran competidor, ganador.
Recientemente me tropecé una entrevista de Bob Costas con Gibson y Tim McCarver en el canal de MLB, lo cual me hizo reflexionar sobre Gibson y lo que significa para mí. Cuando pienso en Gibson, una parte de mí regresa a cuando tenía nueve años, y vi en nuestro televisor a blanco y negro como Gibson lanzaba el primer juego de la Serie Mundial de 1968, ponchó a diecisiete Tigres de Detroit y estableció una marca de todos los tiempos en la serie que aún sigue vigente. Ver a Gibson lanzar era como observar a un gran artista hacer su trabajo. Tenía un windup completo desde el tope de su cabeza y un despliegue atlético y estilizado. Su pierna izquierda se levantaba y giraba alrededor de su cintura mientras se inclinaba hacia atrás, miraba sobre su hombro izquierdo, hasta que su cuerpo se dirigía hacia el plato. Cuando soltaba la pelota, sus brazos flotaban mientras su pierna derecha pasaba sobre su cuerpo con un súbito movimiento lateral que terminaba con todo su peso sobre su pie derecho, desplazando su cuerpo y todo su momento hacia primera base. Como Roger Angell lo describiera en Late Innings (Innings finales) (Ballentine Books, 1982), “el lanzamiento y su amplificación extendida hacía parecer como si Gibson estuviera saltando sobre el bateador, de manera hostil. Siempre parecía estar más cerca del plato al final que cualquier otro pitcher; él hacía que pitchear pareciera algo malicioso”.
Durante una buena parte de la carrera de Gibson, su estilo de pitcheo de hecho parecía malicioso. En diecisiete temporadas con los Cardenales, Gibson ganó 251 juegos, ponchó 3117 bateadores, y lanzó 56 blanqueos y 255 juegos completos. Dejó sin hits ni carreras a los Piratas en 1971 (Todavía tengo el recorte de periódico de ese juego), ganó dos premios Cy Young (1968 y 1970) y un Jugador más Valioso (1968), nueve guantes de oro seguidos (1965-1973), y fue el último pitcher en ganar 20 juegos y batear para un promedio de .300 (1970). En 1968, su mejor año, Gibson casi alcanzó la perfección, lanzó 13 blanqueos y terminó con una efectividad casi inhumana de 1.12 en 305 innings lanzados. A diferencia de los pitchers abridores e hoy, quienes raramente lanzan más de unos pocos juegos completos en una temporada, Gibson completó 28 juegos en 34 aperturas, y no fue sacado ni una vez de un juego en medio de un inning en toda la temporada. Es difícil comprender que Gibson haya perdido nueve juegos esa temporada (terminó con marca de 22-9), hasta que se descubre que perdió cinco juegos con marcador de 1-0. Sus compañeros le daban un apoyo ofensivo disminuido, promediaban 2.8 carreras por juego en sus aperturas. “No hay que preguntar porque yo siempre estaba gruñendo”, recordó Gibson después. La actuación de Gibson fue tan espectacular (en un año de muchas grandes actuaciones de pitcheo) que MLB bajaron el montículo de pitcheo cinco pulgadas y redujeron la zona de strike en todas las direcciones al inicio de la temporada de 1969.
Gibson se convirtió en mi pelotero favorito de todos los tiempos cuando leí su libro, From Ghett to Glory (Del Ghetto a la Gloria) (Popular Library, 1968), un recuento autobiográfico de su vida, y para mi a los nueve años de edad, el primer libro largo que hubiese leído. El más pequeño de siete hijos, Gibson creció sin padre en los barrios de Omaha, Nebraska, cuando la segregación y el racismo prevalecían en la mayor parte del país. From Ghetto to Glory y después, una versión actualizada, Stranger to the Game (Un Extranjero para el Juego) (Penguin Books, 1994), presentaron a Gibson como un hombre muy inteligente y reflexivo que poseía una gran honestidad, un gran sentido de justicia, y un intenso espíritu competitivo.
Gibson era un competidor tan intenso que odiaba jugar el los Juegos de Estrellas porque tenía que hablar con jugadores contra quienes lanzaba todo el año. Odiaba especialmente lanzarle a un cátcher de otro equipo por temor a que este descubriera algo de sus técnicas de pitcheo. Rechazaba sacrificar cualquiera asomo de competitividad que pudiese tener. Luego de su actuación record en la Serie Mundial de 1968, un reportero le preguntó si siempre había sido tan competitivo como había parecido ese día. Gibson dijo si, y dijo que había jugado con su pequeña hija centenares de juegos de ticktacktoe y la había vencido todas las veces. Aunque lo dijo con una leve sonrisa, nadie dudaba que decía la verdad. Gibson no se permitía perder con nadie.
Como un niño, yo veía a Gibson como nada menos que un héroe o modelo a seguir, sin embargo desde entonces he leído que muchas personas percibían a Gibson como alguien distante, frío y por momentos impersonal. Encuentro esto interesante solo por que contrasta con mi percepción de él. Sus amigos y compañeros de equipo siempre han descrito a un hombre cálido y afectuoso quien tomaba muy en serio los lazos de amistad. Joe Torre, quien jugara con Gibson en los cardenales a principios de los años ’70 y se convirtió en uno de sus mejores amigos, le dijo a Roger Angell en Late Innings que Gibson “puede parecer distante e indiferente para algunas personas, pero él no es la persona fría como ha sido catalogado…Él es un tipo profundo”. Torre describió como Gibson una vez le envió una fotografía de si mismo y la firmó, “Con mucho cariño, Bob”. En el mundo lleno de machismo de los deportes profesionales, preguntó Torre, “¿Cuántos otros peloteros harían eso?”
Durante la entrevista de Costas, McCarver contó la historia de cómo, cuando él fue llamado por primera vez como un joven cátcher a principios de los años ’60, el manager Johnny Keane le pedía a McCarver que le dijera a Gibson que bajara su ritmo (él siempre fue un trabajador muy rápido en el montículo). En un juego a principios de la temporada, Keane le indicó a McCarver que fuese al montículo para hablar con Gibson. Cuando McCarver se aproximó a la lomita, Gibson lo escrutó con su famosa mirada y dijo, “¿Qué haces aquí? Solo dame la pelota. Lo único que sabes de pitchear es que es difícil batear”. McCarver caminó de regreso al plato sin decir una palabra. Le dijo a Keane en el entreinning, “Si quiere que Gibson trabaje más lento, dígaselo usted”. Por los próximos seis años McCarver rechazó acercarse al montículo cuando lanzaba Gibson. Así era como le gustaba a Gibson. A pesar de sus diferentes estilos y procedencias, los dos hombres se hicieron buenos amigos y lo siguen siendo hoy.
Gibson le dijo a Costas que, después de retirarse, se enteró de que todos pensaban que era cruel porque miraba fijo al bateador, como si tratara de intimidarlo. Gibson dijo que simplemente eso no era verdad. Él usaba anteojos fuera del terreno, y debido a su pobre visión, tenía que esforzarse para ver las señas del cátcher. Dijo que su hubiese sabido que los bateadores se sentían intimidados por él, “¡Habría tratado de lucir más feo!”
La intensidad competitiva de Gibson y la maestría de lanzar adentro incrementaron su reputación por intimidar a los bateadores contrarios. Algunos pensaron que él lanzaba intencionalmente hacia los bateadores, pero no era así, y Gibson pensaba que se trataba de racismo. Él hacía lo que todos los buenos pitchers de entonces, incluyendo a Drysdale, Koufax, Wynn y Seaver, el lanzaba adentro para evitar que el bateador se sintiera cómodo en el plato y tratara de extender sus brazos con los pitcheos en la esquina de afuera. Como Gibson lo explicó en Stranger to the Game:
Yo lancé en un período de inestabilidad civil, de poder negro y puños crispados y edificios incendiados y asesinatos y disturbios en las calles. Era un país lleno de gente negra rabiosa en esos días, y por extensión, y por mi actitud en el montículo, yo era percibido como uno de ellos. Había algo de verdad en eso, pero eso tenía poco, si había algo que ver con la forma como yo trabajaba un bateador. Yo no veía el color del bateador. Miraba su estilo, su zona de strike, su velocidad con el bate, su poder, y sus debilidades.
En el mundo de acuerdo a Bob Gibson, la mayoría de los bateadores que son golpeados es debido solo a su responsabilidad. Ellos fallan en respetar el lanzamiento adentro y por tanto se encuentran invadiendo el plato, para buscar el pitcheo de afuera. Gibson creía que la zona exterior del plato le pertenecía. Si cazaba a un bateador inclinándose para sacar ventaja, soltaría una recta seis pulgadas hacia adentro “para hacerlo un hombre honesto”. Para Gibson, el lanzamiento a la espalda es “el pitcheo más malentendido del beisbol. No significa…castigar a un bateador por el propio error del pitcher, como se especulaba a menudo. Si yo efectuaba un mal lanzamiento, yo merecía ser atacado. Pero si yo hacía un buen pitcheo y el bateador aún lo golpeaba duro, entonces tenía que encontrar de establecerme. Lanzar adentro podría ser un punto de partida, para dejarle saber al bateador, por lo menos, que yo estaba ahí y tenía que ser tomado en cuenta”. Por supuesto, Gibson voluntariamente sacaba ventaja de su reputación. En 1968, después que los Medias Blancas cambiaron a Tommie Agee a los Mets, Gibson golpeó a Agee en el casco con el primer pitcheo del primer inning del primer juego de los Cardenales en el entrenamiento primaveral. Cuando Agee se levantó lentamente hasta pararse, varios periodistas le gritaron, “¡Bienvenido a la Liga Nacional, Tommie!” Agee nunca se sentiría cómodo bateando contra Gibson, quien había establecido su presencia satisfactoriamente.
Gibson iba muy en serio, en todo lo que hacía. Él no conocía otra forma. Cuando jugaba con los Trotamundos de Harlem a finales de los años ’50 (Gibson fue un baloncetista estrella en la secundaria y la universidad), Gibson dijo después que “odiaba todas esas payasadas. Yo quería jugar todo el tiempo, me refiero, quería jugar para ganar”. Jugó por dos temporadas antes de enfocar todas sus energías hacia el beisbol.
Los compañeros de equipo de Gibson sabían que cualquier vínculo que disfrutaban con él como compañero o amigo podía convertirse contra ellos como su oponente, si ellos eran cambiados. Bill White, quién jugaba primera base con los Cardenales y compartió habitación con Gibson en 1964 (cuando vencieron a los Yanquis en la Serie Mundial), fue uno de esos amigos. Cuando White fue cambiado a los Filis después de la temporada de 1965, Gibson lo golpeó con una recta la primera vez que lo enfrentó. Como Gibson le explicara después a Angell, “Aún antes de que Bill fuera cambiado, yo solía decirle que si alguna vez se sumergía a través del plato para hacerle swing a un pitcheo afuera, de la forma que a él le gustaba, yo tendría que golpearlo. Y entonces, a la primera oportunidad, él fue a buscar un pitcheo que estaba esto de lejos hacia afuera y le hizo swing, por eso lo golpeé en el codo con el próximo lanzamiento”. Para Gibson, todo esto era parte del juego. “¡Ese pitcheo, esa parte del plato, me pertenecen!”
Gibson es un hombre orgulloso, confía en si mismo, y sensible a los deslices raciales y discriminación histórica. Un hombre de opiniones fuertes acerca de la raza y la política, en sus días como jugador raramente las expresaba en público y no dejaba que suis preocupaciones sociales interfirieran con sus instintos competitivos. Un día, en 1968, un reportero de televisión le preguntó a Gibson sobre una manifestación pñor los derechos civiles que se realizaba ese día. Gibson respondió, “No me importa un …(grosería). Tengo un juego que lanzar”.
Gibson, sin embargo, siempre ha tenido un marcado sentido de lo justo y lo equivocado. Víctima del racismo y la pobreza extrema, su padre falleció antes que él naciera y Gibson sufrió numerosas enfermedades infantiles, incluyendo asma, soplo al corazón, y malnutrición de calcio, por las cuales contrajo neumonía y casi falleció; mientras era un infante, fuer mordido por una rata en una oreja. Él se sobrepuso a todo esto para convertirse en un atleta estrella de escuela secundaria en pista, baloncesto y beisbol, aún así fue dejado de lado por Indiana University debido a que habían llenado su cuota de baloncetistas negros (uno). Cuando tenía 18 años de edad, en su segundo año en Creighton University, acompañó a su equipo de baloncesto hasta Oklahoma en tren para jugar ante la University of Tulsa. En la vía, le informaron a Gibson que no podría comer o dormir con sus compañeros cuando llegaran. “Lloré cuando me dijeron eso”, recordó Gibson con Angell. No hubiera ido si hubiese sabido. No estaba listo para eso”. En 1959, cuando llegó al entrenamiento primaveral en St. Petersburg, Florida, y trató de registrarse en el hotel del equipo, se enteró de que los peloteros negros tenían que quedarse en otro lugar de la ciudad.
Moldeado por estas experiencias, Gibson desarrolló una compasión por las víctimas de la injusticia y el prejuicio. En Late Innings, Angell describió un incidente hace muchos años en el cual otro pelotero hizo comentarios antisemitas sobre un relacionista público judío quien era amigo de Gibson. Gibson detuvo al pelotero a mitad de la oración y le advirtió que mantuviera su distancia. “Y si alguna vez lanzo contra ti, te voy a golpear en el coco con mi primer lanzamiento”. (de acuerdo a Angell, este jugador en particular, afortunada o desafortunadamente, nunca enfrentó a Gibson).
Curt Flood, quien jugó el jardín central para los Cardenales durante la mayor parte de la carrera de Gibson, y quien era muy buen amigo de él, una vez recordó con Peter Goldenbock en una entrevista publicada en The Spirit of St. Louis (Spike, 2000) acerca de la dimensión humana del beisbol, sobre las amistades hechas y los vínculos formados. Aunque Flood cambiaría eventualmente al beisbol para siempre cuando retó a la clausula de la reserva en un caso que llegó hasta la Corte Suprema de los Estados Unidos, él reflexionó sobre el impacto que Gibson y otros tuvieron sobre los Cardenales de San Luis de 1967 y 1968, y como su diverso grupo de peloteros en cuanto a raza y geografía se sobrepuso a sus diferencias para desarrollar relaciones duraderas. La descripción de Flood refuerza en mí lo que más admiro de Gibson, y me deja con un sentido de esperanza y optimismo:
Los hombres de ese equipo estaban tan cercanos de ser libres del veneno racista como pudiera serlo un grupo diverso de estadounidenses del siglo veinte. Pocos de ellos habían sido de esa manera cuando llegaron a los Cardenales. Pero cambiaron. La iniciativa de construir ese espíritu vino de los miembros negros del equipo. Especialmente de Bob Gibson…Todo empezó con Gibson y yo saltando sobre barreras tradicionales para establecer comunicación con los carapálidas.
“¿Qué tal si salimos a tomar un trago después del juego?” Hoot (Gibson) le preguntaba a un pelotero quien nunca en su vida había ido a un bar con un hombre negro. Fue despreciado más de una vez. Tambien yo. Pero el espíritu era infeccioso. Luego de romper el hielo y traer a unos pocos a nuestro lado, los otros se sintieron mejor acerca de ellos y nosotros. Se desarrollaron amistades verdaderas. Tim McCarver era un niño blanco de Tennessee y nosotros eramos negros, gatos negros. La brecha era amplia y profunda. No pertenecía allí, pero ahí estaba. Hicimos un puente. Simplemente insistimos en conocer a McCarver y que él nos conociera. La extrañeza desapareció. La amistad fue más natural y normal que acampar en lados opuestos de una división que ninguno de nosotros había creado y de la cual ninguno de nosotros podía beneficiarse…
Eso era beisbol a un nuevo nivel. En ese equipo, estábamos pendientes de cada quien y compartíamos con cada cual, y reconócelo, nos inspirábamos los unos a los otros. Como amigos, nos habíamos convertido en respetuosos de las dolencias y excentricidades de cada quién, orgullosos de las fortalezas de cada cual. Habíamos alcanzado una cercanía imposible de lograr por otros medios.
Ahí estábamos, incluyendo al volátil Orlando Cepeda, el imposible Roger Maris, y el impenetrable Gibson, tres celebrados candidatos a la desunión. Ahí estábamos, latinos, negros, blancos liberales, y picamaderas redimidos, el mejor equipo del juego y el más exultante. Un hermoso adelanto de lo que sería la vida cuando los estadounidenses finalmente se integraran.
Hacia el final de From Ghetto to Glory, Gibson escribió, “Prefiero ser conocido como Bob Gibson, gran estadounidense, que como Bob Gibson, gran beisbolista”.
Mark J. Ehlers es un padre, abogado, estudiante de la vida, fanático del beisbol, filósofo político a medio tiempo, crítico social, y buscador de conocimientos, tranquilidad espiritual, y una risa ocasional. Es el autor de dos libros: Eat Bananas and Follow Your Heart: Essays of Life, Politics, Baseball and Religion (Bookstand Publishing 2011) y Life Goes On; More Essays on Life, Baseball, and Things that Matter (Bookstand Publishing 2013). Su cuento, “The Boy and the Rabbi”, fue publicado en Short Story America Anthology: Volume I (2011).
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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