Ambos destacaron como excelsos actores cómicos. Uno a principios del siglo veinte en plena época del cine mudo, el otro en la famosa edad dorada del cine mexicano. Sus cualidades sobre el escenario dejaban sin estómago a más de uno, más allá de eso pudiera hablarse de un relativo punto común que comprobé hace unos días mientras leía el boletín de la Sociedad Americana de Investigadores de Béisbol (SABR). En el ejemplar titulado Endless Seasons, editado por Jean Hastings Ardell y Andy McCue, Rob Edelman escribió el artículo: Buster Keaton, Baseball Player. Me sorprendió mucho que el atleticismo desarrollado por Keaton desde sus tempranas prácticas beisboleras le permitió resistir las exigencias físicas del acto de vaudeville que protagonizaba con su padre. Debía resistir los empellones de su progenitor por todo el escenario para condimentar la comicidad del acto.
De Resortes desconozco su afición por el deporte de las cuatro bases, sólo que fue inevitable recordar las escenas de “El beisbolista fenómeno”, película de mediados del siglo veinte donde mientras encarnaba a un mendigo recibió un pelotazo mientras dormía detrás de un estadio y empezó a escuchar voces de un pelotero difunto. La manera como estira los brazos y entabla conversación con el fantasma hace pensar en que al menos algo de pasión debía sentir Resortes por el juego.
Como actor principal en las películas siempre les preguntaba a los potenciales miembros del reparto actoral si eran capaces de actuar y de jugar béisbol. Cuando llegó a tener la Keaton Production Company, esta también era un equipo de béisbol listo para jugar en cualquier parte. Por eso cuando ocurría cualquier imprevisto en las grabaciones, Keaton anunciaba oficialmente que se iban a jugar béisbol. Cuando se resolvía el imprevisto y debían reanudar la grabación era difícil traer de vuelta al elenco al set.
Resortes agarró la pelota que lo golpeó y la lanzó de vuelta al estadio y golpeó al dueño del equipo. De inmediato ordenaron buscar al autor del lanzamiento. Al llevar a Resortes al estadio le pidieron que hiciera unos envíos y decidieron contratarlo para jugar en la Liga Mexicana de Béisbol Profesional. Entonces empezó un diálogo con el pelotero fallecido. Acordaron que el pelotero jugaría a través de Resortes para alcanzar el campeonato que nunca logró en vida. Empezó a realizar unos lanzamientos que dejaban paralizados a los bateadores. Pronto se convirtió en la estrella del equipo y de la liga. En la película hacen sonar una guaracha que decía más o menos así: “Bola de humo… Bola de humo… Pone la bola mamita, como ninguno..” En la pantalla desplegaban imágenes de Resortes en el montículo enfrentando a los bateadores más peligrosos.
Keaton también filmó dos películas relacionadas con el béisbol. “College”, donde ofrece una explicación humorística de los fundamentos del juego y “The Cameraman”, aquí hace una pantomima del sueño de cada aficionado al béisbol de montarse en un montículo o entrar en el cajón de bateo de un estadio de Grandes Ligas.
En el momento cumbre de la película Resortes se enoja con el fantasma porque este le reclama su afición por el alcohol. Su ascenso al estrellato se derrumba y cuando está casi ido pide una última oportunidad que coincide con el juego por el campeonato. Empieza a rogar y a llamar al fantasma y hasta promete que dejará la bebida. Entonces reaparece el fantasma y juntos empiezan a dominar a los contrarios hasta ganar el campeonato.
Keaton escribió en su autobiografía que cada septiembre apuraba la filmación de su película de otoño para poder asistir a la Serie Mundial en octubre.
La pasión con que Resortes hacía en wind up y las encendidas conversaciones de béisbol que sostenía con el fantasma demuestran que sentía alguna simpatía por el juego.
Alfonso L. Tusa C.
sábado, 28 de enero de 2012
lunes, 9 de enero de 2012
Dusty Rhodes recuerda su corta carrera en Grandes Ligas.
Sus hazañas como bateador emergente ayudaron a los Gigantes de Nueva York a ganarle a los favoritos Indios de Cleveland en la Serie Mundial de 1954.
Bill Madden. New York Daily News
Solo ahora, los ecos del hecho, a 54 años y 2500 millas, resuenan finalmente en Dusty Rhodes, quién nunca se creyó una leyenda del béisbol, sino un tipo común y corriente a quién le gustaba beber whiskey con los vecinos en la taberna de la esquina luego de empuñar su bate en Polo Grounds.
“No podía pagar un trago en Nueva York “, cuenta Rhodes. “Nadie me dejaba”.
Una tarde decembrina gris y fría, en un conjunto residencial a 30 millas de Las Vegas, James Lamar “Dusty” Rhodes está sentado en una silla de ruedas frente a la mesa del comedor, intercambia memorias con algunos visitantes.
Una gorra de los Gigantes de San Francisco cubre su calva y pide no tomar en cuenta las manguerillas de oxígeno en su nariz. “Tengo diabetes, por eso las necesito. No es nada de gravedad. Tampoco necesito la silla de ruedas. Sólo me facilita la movilidad. Por lo demás estoy bien. Es divertido. Nunca me enfermé un solo día de mi vida hasta que dejé de beber”.
Además de la gorra y una pelota autografiada guardada en una caja sobre la chimenea, no hay señales visibles de que este curtido hombre de 81 años pueda haber tenido conexión con el juego. Pero, vaya si tuvo más de una conexión. Fue parte de la tradición beisbolera.
Un arrojado muchacho del campo procedente de los algodonales de la rural Alabama, llegó a las Grandes Ligas y la gran ciudad. Se levantó de la oscuridad para casi ganar por su cuenta la Serie Mundial de 1954 para los Gigantes sobre los Indios de Cleveland con su bate letal.
Ha sido una larga travesía hasta esta pacífica comunidad del desierto desde aquel lejano otoño y aquellos tres mágicos días en los cuales él gano el primer juego con un jonrón de tres carreras como emergente en el décimo inning ante Bob Lemon, y el segundo con un sencillo empujador como emergente y otro jonrón ante Early Wynn, y finalmente dos carreras empujadas más con otro sencillo impulsor como emergente.
Luego de retirarse del béisbol, después de siete temporadas con los Gigantes, Rhodes trabajó como guardia Pinkerton en el World’s Fair de 1964. Después trabajó 25 años como capitán de una lancha remolcadora en la bahía de Staten Island. “Hice viajes largos hasta Detroit y Miami en esa lancha”, relató, “pero después de ir a Boston y tener que lidiar con aguas turbulentas de olas de cuatro metros, me abstuve de salir de Nueva York”.
Aunque estaba muy ligado a Nueva York en aquellos días, Rhodes había vuelto a ser un hombre normal. Sólo cuando lo apremiaba la camaradería de sus amigos de bebida, hablaba de sus habilidades con el bate, nunca buscó aprovecharse de su fama de Serie Mundial.
Dos atracadores le robaron su anillo de la Serie Mundial de 1954 en el metro durante los años ’60, nunca intentó reemplazarlo. Para él, sus hazañas en la Serie no fueron nada más que unos días de trabajo. Además, él hizo más en un mes con la lancha remolcadora de lo que hizo en cualquier año de los que jugó beisbol.
Apareció en solo 82 juegos en la temporada de 1954, principalmente como bateador emergente debido a que sus destrezas defensivas fueron degradadas por el manager de los Gigantes Leo Durocher.
En su autobiografía de 1975 Nice Guys Finish Last (Los chicos buenos llegan de últimos), Durocher describió a Rhodes como el “peor fildeador que alguna vez jugara un juego de Grandes Ligas”, además agregó “él hizo que se olvidaran las reglas de entrenamiento”. De aquella temporada del campeonato de 1954, en la cual Willie Mays regresó luego de dos años en la armada para batear .345 y ganar el premio del jugador más valioso de la Liga Nacional y Rhodes bateó para .341 con 15 jonrones y 50 carreras empujadas en sólo 164 turnos al bate, Durocher dijo: “Dusty era el tipo de bufón que mantenía a un equipo unido y feliz. Entre él y Mays, mantuvieron el clubhouse lleno de risas toda la temporada. ¿Presión? Ellos la escupían”.
Quizás lo que es más notable, dada la época, en la cual había mucha segregación en el beisbol, es que Rhodes y Mays eran muy diferentes, aún cuando habían nacido y crecido en Alabama.
De hecho, el equipo entero de los Gigantes era una bofetada para la época, su núcleo estaba compuesto de tres jugadores negros, Mays, Monte Irvin y Henry Thompson, y un grupo de blancos sureños que incluía al nativo de Louisiana, Alvin Dark, el segunda base Davey Williams de Texas, Whitey Lockman de Carolina del Norte y Rhodes.
“Para ser honesto, nunca pensabamos en eso”, dijo Rhodes. “En mi caso, crecí con negros. Cosechábamos algodón hombro a hombro. Nunca tomé en cuenta la segregación racial. Willie, Monte y Henry fueron probablemente mis amigos más íntimos en aquel equipo. Hasta el presente, Monte es como un hermano para mí. Y ¿Henry? Que Dios le de descanso a su alma.
Él falleció joven (de un ataque cardíaco a los 43 años en 1969, después de pasar varios años en una cárcel de Texas por atraco a mano armada de una licorería). Después que terminaron nuestras carreras, trabajamos juntos en el hotel Casa Grande en Arizona donde entrenaban los Gigantes. Henry trabajaba en el pool y yo atendía el bar. ¡Que par hacíamos!”
Dusty Rhodes reconocía ser incorregible. Los Gigantes lo soportaban en primer lugar porque, por más tarde que se fuera a la cama por la noche, nunca llegó tarde al estadio y, segundo, bateaba de verdad. Y había otra cosa: Uno de sus compañeros de bebida más frecuentes era el dueño de los Gigantes Horace Stoneham.
“Durante un juego de aquella temporada, teníamos hombres en primera y segunda, me toca batear y el coach de tercera base , Herman Franks me da la seña de toque”, recordó Rhodes. “Lanzo la mirada hacia Durocher y grita, ‘Dale duro’. Así que le tiré el bate a la pelota y despaché un sencillo. Al terminar el inning, regresé al dugout y Leo dice, ‘Caramba Jim, sólo estaba tratando de robarme una carrera’. Le dije, ‘¡Si me hubieras dejado batear te habría dado tres!’ Pienso que Leo siempre me tuvo un poco de miedo”.
En el octavo inning del primer juego de la Serie de 1954, con dos corredores de Cleveland embasados, Mays corrió hasta las profundidades del jardín central de Polo Grounds, casi 480 pies, para atrapar un enorme batazo de Vic Wertz y mantener la pizarra empatada 2-2.
Dos innings más tarde, con un out y Gigantes en primera y segunda, y Lemon el as de los indios, en el montículo, Durocher envió al zurdo Rhodes a batear por Irvin. Al primer pitcheo, Rhodes levantó un elevado al right field que cayó en los asientos justo a la izquierda del poste de foul, a 290 pies. Luego de ver como la pelota apenas sobrepasó la pared, Lemon bataqueó su guante frustrado.
“El guante de Lemon fue más lejos que mi jonrón”, dijo Rhodes con un sonrisa. “No me dejé impresionar por la situación. Solo empuñé mi bate sobre el plato. Nada me molestaba. Siempre dije que podía salir de una tumba y batear un hit”.
La historia se repitió el próximo día cuando Durocher llamó otra vez a Rhodes para que emergiera por Irvin, esta vez en el quinto inning contra el otro as de los Indios, Wynn, con corredores en primera y tercera. Su sencillo al centro empujó a Mays para empatar el juego 1-1 y luego en el séptimo bateó otro jonrón por la derecha para la rayita final de los Gigantes en una victoria 3-1 sobre los Indios.
Cuando la Serie se mudó a Cleveland para el tercer juego, Durocher sacó de emergente a Rhodes una vez más por Irvin, esta vez en el tercer episodio con las bases llenas, Dusty respondió con sencillo impulsor de dos carreras que resultó decisivo en la victoria de los Gigantes 3-2.
En los cuatro juegos de la Serie, Rhodes se fue de 6-4 con dos jonrones y siete carreras remolcadas. Como Irvin fue uno de los mejores bateadores de las Ligas Negras y llegó al Salón de la Fama, es extraño que no se hubiese molestado por ser sustituido tantas veces en aquella temporada de 1954 por Rhodes. Pero como él contestó en una entrevista telefónica: “Bajo otras circunstancias, quizás me hubiera molestado, pero Dusty fue el bateador natural más grande que haya visto”.
“He escuchado que Monte dijo eso”, dijo Rhodes con una sonrisa de satisfacción en su cara. “No fue hasta hace unos pocos años, cuando celebramos nuestro Aniversario 50 en San Francisco, todos estaban sentados contando historias, empecé a pensar: ‘¡Caramba era muy bueno!’”
Todo empezó con un juego informal en Montgomery, Alabama, en 1946. Rhodes, quién recién había salido del ejército luego de servir en Okinawa durante la segunda guerra mundial, viajaba con una amigo a Miami cuando un cura de la parroquia le preguntó si quería jugar para su equipo, le faltaban dos jugadores para la caimanera de aquel día.
“No tenía implementos para jugar. Jugué en el jardín central, descalzo y con un guante prestado. Bateé un jonrón dentro de una casa, otro sobre la casa y un par de triples”, recordó Rhodes. “Un cazatalentos del equipo de Nashville en la Southern Association llamado Bruce I. Hayes estaba en la tribuna y me firmó allí mismo”.
Aunque su carrera en las Grandes Ligas haya sido breve y nunca garantizará una placa en Cooperstown, por lo menos durante tres brillantes juegos en otoño y un par de temporadas como un extraordinario jugador de reserva, Dusty Rhodes fue un beisbolista muy bueno con un bate en las manos.
Polo Grounds y los Gigantes de Nueva York son sólo un recuerdo distante ahora, y en la quietud del desierto, casi a un continente de distancia, Dusty Rhodes, quién nuca ha sido sentimental, se mueve en la silla de ruedas hacia la chimenea y agarra al caja con la pelota. Es el único souvenir que tiene de su carrera, hace años le regaló a Frank Scalzi, su primer manager con el Hopkinsville Clase D en 1947, el bate que usó en la Serie Mundial de 1954.
“Es de la reunión”, dice al sacar la pelota de la caja. “Nunca me importaron los libros, bates o lo que sea. Pero esto es especial para mí. Todos la firmamos, luego unos meses después Marv Grissom (relevista de los Gigantes) falleció”.
Se queda pensativo un momento, frota la pelota.
“Muy pronto”, dice Rhodes suavemente. “Todos caeremos por la pendiente”.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
__Dusty Rhodes falleció el 17 de junio de 2009 en Las Vegas.
Bill Madden. New York Daily News
Solo ahora, los ecos del hecho, a 54 años y 2500 millas, resuenan finalmente en Dusty Rhodes, quién nunca se creyó una leyenda del béisbol, sino un tipo común y corriente a quién le gustaba beber whiskey con los vecinos en la taberna de la esquina luego de empuñar su bate en Polo Grounds.
“No podía pagar un trago en Nueva York “, cuenta Rhodes. “Nadie me dejaba”.
Una tarde decembrina gris y fría, en un conjunto residencial a 30 millas de Las Vegas, James Lamar “Dusty” Rhodes está sentado en una silla de ruedas frente a la mesa del comedor, intercambia memorias con algunos visitantes.
Una gorra de los Gigantes de San Francisco cubre su calva y pide no tomar en cuenta las manguerillas de oxígeno en su nariz. “Tengo diabetes, por eso las necesito. No es nada de gravedad. Tampoco necesito la silla de ruedas. Sólo me facilita la movilidad. Por lo demás estoy bien. Es divertido. Nunca me enfermé un solo día de mi vida hasta que dejé de beber”.
Además de la gorra y una pelota autografiada guardada en una caja sobre la chimenea, no hay señales visibles de que este curtido hombre de 81 años pueda haber tenido conexión con el juego. Pero, vaya si tuvo más de una conexión. Fue parte de la tradición beisbolera.
Un arrojado muchacho del campo procedente de los algodonales de la rural Alabama, llegó a las Grandes Ligas y la gran ciudad. Se levantó de la oscuridad para casi ganar por su cuenta la Serie Mundial de 1954 para los Gigantes sobre los Indios de Cleveland con su bate letal.
Ha sido una larga travesía hasta esta pacífica comunidad del desierto desde aquel lejano otoño y aquellos tres mágicos días en los cuales él gano el primer juego con un jonrón de tres carreras como emergente en el décimo inning ante Bob Lemon, y el segundo con un sencillo empujador como emergente y otro jonrón ante Early Wynn, y finalmente dos carreras empujadas más con otro sencillo impulsor como emergente.
Luego de retirarse del béisbol, después de siete temporadas con los Gigantes, Rhodes trabajó como guardia Pinkerton en el World’s Fair de 1964. Después trabajó 25 años como capitán de una lancha remolcadora en la bahía de Staten Island. “Hice viajes largos hasta Detroit y Miami en esa lancha”, relató, “pero después de ir a Boston y tener que lidiar con aguas turbulentas de olas de cuatro metros, me abstuve de salir de Nueva York”.
Aunque estaba muy ligado a Nueva York en aquellos días, Rhodes había vuelto a ser un hombre normal. Sólo cuando lo apremiaba la camaradería de sus amigos de bebida, hablaba de sus habilidades con el bate, nunca buscó aprovecharse de su fama de Serie Mundial.
Dos atracadores le robaron su anillo de la Serie Mundial de 1954 en el metro durante los años ’60, nunca intentó reemplazarlo. Para él, sus hazañas en la Serie no fueron nada más que unos días de trabajo. Además, él hizo más en un mes con la lancha remolcadora de lo que hizo en cualquier año de los que jugó beisbol.
Apareció en solo 82 juegos en la temporada de 1954, principalmente como bateador emergente debido a que sus destrezas defensivas fueron degradadas por el manager de los Gigantes Leo Durocher.
En su autobiografía de 1975 Nice Guys Finish Last (Los chicos buenos llegan de últimos), Durocher describió a Rhodes como el “peor fildeador que alguna vez jugara un juego de Grandes Ligas”, además agregó “él hizo que se olvidaran las reglas de entrenamiento”. De aquella temporada del campeonato de 1954, en la cual Willie Mays regresó luego de dos años en la armada para batear .345 y ganar el premio del jugador más valioso de la Liga Nacional y Rhodes bateó para .341 con 15 jonrones y 50 carreras empujadas en sólo 164 turnos al bate, Durocher dijo: “Dusty era el tipo de bufón que mantenía a un equipo unido y feliz. Entre él y Mays, mantuvieron el clubhouse lleno de risas toda la temporada. ¿Presión? Ellos la escupían”.
Quizás lo que es más notable, dada la época, en la cual había mucha segregación en el beisbol, es que Rhodes y Mays eran muy diferentes, aún cuando habían nacido y crecido en Alabama.
De hecho, el equipo entero de los Gigantes era una bofetada para la época, su núcleo estaba compuesto de tres jugadores negros, Mays, Monte Irvin y Henry Thompson, y un grupo de blancos sureños que incluía al nativo de Louisiana, Alvin Dark, el segunda base Davey Williams de Texas, Whitey Lockman de Carolina del Norte y Rhodes.
“Para ser honesto, nunca pensabamos en eso”, dijo Rhodes. “En mi caso, crecí con negros. Cosechábamos algodón hombro a hombro. Nunca tomé en cuenta la segregación racial. Willie, Monte y Henry fueron probablemente mis amigos más íntimos en aquel equipo. Hasta el presente, Monte es como un hermano para mí. Y ¿Henry? Que Dios le de descanso a su alma.
Él falleció joven (de un ataque cardíaco a los 43 años en 1969, después de pasar varios años en una cárcel de Texas por atraco a mano armada de una licorería). Después que terminaron nuestras carreras, trabajamos juntos en el hotel Casa Grande en Arizona donde entrenaban los Gigantes. Henry trabajaba en el pool y yo atendía el bar. ¡Que par hacíamos!”
Dusty Rhodes reconocía ser incorregible. Los Gigantes lo soportaban en primer lugar porque, por más tarde que se fuera a la cama por la noche, nunca llegó tarde al estadio y, segundo, bateaba de verdad. Y había otra cosa: Uno de sus compañeros de bebida más frecuentes era el dueño de los Gigantes Horace Stoneham.
“Durante un juego de aquella temporada, teníamos hombres en primera y segunda, me toca batear y el coach de tercera base , Herman Franks me da la seña de toque”, recordó Rhodes. “Lanzo la mirada hacia Durocher y grita, ‘Dale duro’. Así que le tiré el bate a la pelota y despaché un sencillo. Al terminar el inning, regresé al dugout y Leo dice, ‘Caramba Jim, sólo estaba tratando de robarme una carrera’. Le dije, ‘¡Si me hubieras dejado batear te habría dado tres!’ Pienso que Leo siempre me tuvo un poco de miedo”.
En el octavo inning del primer juego de la Serie de 1954, con dos corredores de Cleveland embasados, Mays corrió hasta las profundidades del jardín central de Polo Grounds, casi 480 pies, para atrapar un enorme batazo de Vic Wertz y mantener la pizarra empatada 2-2.
Dos innings más tarde, con un out y Gigantes en primera y segunda, y Lemon el as de los indios, en el montículo, Durocher envió al zurdo Rhodes a batear por Irvin. Al primer pitcheo, Rhodes levantó un elevado al right field que cayó en los asientos justo a la izquierda del poste de foul, a 290 pies. Luego de ver como la pelota apenas sobrepasó la pared, Lemon bataqueó su guante frustrado.
“El guante de Lemon fue más lejos que mi jonrón”, dijo Rhodes con un sonrisa. “No me dejé impresionar por la situación. Solo empuñé mi bate sobre el plato. Nada me molestaba. Siempre dije que podía salir de una tumba y batear un hit”.
La historia se repitió el próximo día cuando Durocher llamó otra vez a Rhodes para que emergiera por Irvin, esta vez en el quinto inning contra el otro as de los Indios, Wynn, con corredores en primera y tercera. Su sencillo al centro empujó a Mays para empatar el juego 1-1 y luego en el séptimo bateó otro jonrón por la derecha para la rayita final de los Gigantes en una victoria 3-1 sobre los Indios.
Cuando la Serie se mudó a Cleveland para el tercer juego, Durocher sacó de emergente a Rhodes una vez más por Irvin, esta vez en el tercer episodio con las bases llenas, Dusty respondió con sencillo impulsor de dos carreras que resultó decisivo en la victoria de los Gigantes 3-2.
En los cuatro juegos de la Serie, Rhodes se fue de 6-4 con dos jonrones y siete carreras remolcadas. Como Irvin fue uno de los mejores bateadores de las Ligas Negras y llegó al Salón de la Fama, es extraño que no se hubiese molestado por ser sustituido tantas veces en aquella temporada de 1954 por Rhodes. Pero como él contestó en una entrevista telefónica: “Bajo otras circunstancias, quizás me hubiera molestado, pero Dusty fue el bateador natural más grande que haya visto”.
“He escuchado que Monte dijo eso”, dijo Rhodes con una sonrisa de satisfacción en su cara. “No fue hasta hace unos pocos años, cuando celebramos nuestro Aniversario 50 en San Francisco, todos estaban sentados contando historias, empecé a pensar: ‘¡Caramba era muy bueno!’”
Todo empezó con un juego informal en Montgomery, Alabama, en 1946. Rhodes, quién recién había salido del ejército luego de servir en Okinawa durante la segunda guerra mundial, viajaba con una amigo a Miami cuando un cura de la parroquia le preguntó si quería jugar para su equipo, le faltaban dos jugadores para la caimanera de aquel día.
“No tenía implementos para jugar. Jugué en el jardín central, descalzo y con un guante prestado. Bateé un jonrón dentro de una casa, otro sobre la casa y un par de triples”, recordó Rhodes. “Un cazatalentos del equipo de Nashville en la Southern Association llamado Bruce I. Hayes estaba en la tribuna y me firmó allí mismo”.
Aunque su carrera en las Grandes Ligas haya sido breve y nunca garantizará una placa en Cooperstown, por lo menos durante tres brillantes juegos en otoño y un par de temporadas como un extraordinario jugador de reserva, Dusty Rhodes fue un beisbolista muy bueno con un bate en las manos.
Polo Grounds y los Gigantes de Nueva York son sólo un recuerdo distante ahora, y en la quietud del desierto, casi a un continente de distancia, Dusty Rhodes, quién nuca ha sido sentimental, se mueve en la silla de ruedas hacia la chimenea y agarra al caja con la pelota. Es el único souvenir que tiene de su carrera, hace años le regaló a Frank Scalzi, su primer manager con el Hopkinsville Clase D en 1947, el bate que usó en la Serie Mundial de 1954.
“Es de la reunión”, dice al sacar la pelota de la caja. “Nunca me importaron los libros, bates o lo que sea. Pero esto es especial para mí. Todos la firmamos, luego unos meses después Marv Grissom (relevista de los Gigantes) falleció”.
Se queda pensativo un momento, frota la pelota.
“Muy pronto”, dice Rhodes suavemente. “Todos caeremos por la pendiente”.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
__Dusty Rhodes falleció el 17 de junio de 2009 en Las Vegas.
jueves, 5 de enero de 2012
Don Mueller, el jardinero de los Gigantes, fallece a los 84 años
Richard Goldstein. NYTimes
Don Mueller, el jardinero de los Gigantes de Nueva York quién fue conocido como Mandrake el Mago por su habilidad para batear la pelota por los huecos del infield y quién se aprovechó de eso para ayudar a servir la escena para el jonrón de Bobby Thomson que ganó el banderín de la Liga Nacional en 1951 ante los Dodgers de Brooklyn, falleció este miércoles 28 de diciembre de 2011 en Chesterfield, Mo.
Don Mueller, dos veces integrante del equipo Todos Estrellas con los Gigantes, tuvo promedio de bateo vitalicio de .296.
Su deceso fue informado por sus familiares.
Mueller fue uno de los mejores bateadores de sencillos de su época, pocas veces se ponchaba. Su magia como bateador nunca fue más necesitada que aquella tarde del 03 de octubre de 1951.
Los Gigantes habían desarrollado una gran remontada para igualar a los Dodgers en el primer lugar de la Liga Nacional. En el juego final de un play off de tres desafíos, perdían 4-1 en Polo Grounds cuando iban para el cierre del noveno episodio.
Alvin Dark abrió con sencillo ante Don Newcombe. Cuando el zurdo Mueller entró al cajón de bateo, Gil Hodges, el primera base de los Dodgers, se acercó a la almohadilla. Mueller se dio cuenta.
“Vi ese hueco parado ahí como un venado en temporada de caza”, le dijo a Thomas Kiernan en el libro “Miracle at Coogan’s Bluff”.
“Y me propuse aprovecharlo. Yo era un bateador de huecos, siempre trataba de batear la pelota hacia donde estaba el hueco más grande. Si Hodges estaba jugando paralelo a la base, en vez de atrás de Dark, trataría de batear la pelota por el medio”.
Mueller dirigió una recta a la derecha de Hodges, justo fuera de su alcance. Para mantener su apodo tomado de las tiras cómicas de un mago creado por Lee Falk en la década de 1930, su sencillo al hueco envió a Dark para la antesala.
Luego que Monte Irvin fallara con elevado de foul y Whitey Lockman soltara doblete a la izquierda, Mueller se deslizó con dificultades en tercera base, se lesionó los ligamentos y tendones del tobillo izquierdo. Fue sacado del terreno en una camilla. Clint Hartung, jardinero de reserva, corrió por él.
Ralph Branca sustituyó a Newcombe, y momentos después Thomson despachó vuelacercas de tres carreras a las gradas bajas del left field, para darle a los Gigantes una victoria 5-4 y el banderín de la Liga Nacional. El hecho fue conocido como “el batazo que se escuchó alrededor del mundo”.
Mueller yacía en una mesa del clubhouse cuando oyó el bramido de la multitud. “No podía saber que no era nada bueno para los Dodgers porque había muchos aficionados de Brooklyn en el estadio”, le dijo a Ray Robinson en “The Home Run Heard ‘Round the World”. “No había radio en el clubhouse. Pero supe muy rápido lo que había ocurrido una vez que los jugadores regresaron al clubhouse y empezaron a derramar champaña sobre mi tobillo lesionado”.
Donald Frederick Mueller nació el 14 de abril de 1927, en San Luis. Era hijo de Walter Mueller, un jardinero de los Piratas de Pittsburgh en los años de 1920. Debutó con los Gigantes en 1948.
Aunque nunca fue un bateador de poder, bateó tres jonrones en un juego ante los Dodgers en Polo Grounds el 01 de septiembre de 1951, y dos más ante el mismo equipo el día siguiente. Su quinto jonrón en dos días, que empató un record de Grandes Ligas, ocurrió segundos después que fuera informado que su esposa Genevieve había parido un niño.
La lesión del tobillo impidió que Mueller jugara en la Serie Mundial de 1951, en la cual los Gigantes perdieron ante los Yanquis. Bateó .342 con el liderato de imparables de la liga (212) en 1954 y bateó .389 cuando los Gigantes barrieron a los Indios de Cleveland en la Serie Mundial de ese año.
Fue vendido a los Medias Blancas de Chicago en marzo de 1958 y se retiró a comienzos de la temporada de 1959 con un promedio de bateo vitalicio de .296 en 12 temporadas. Fue parte del equipo Todos Estrellas en 1954 y ’55.
A Mueller quién vivía en Maryland Heights, Mo., antes de entrar a un hogar de cuidados en Chesterfield, le sobreviven sus hijos, Mark, Kurt y Doug; un hermano Leroy; y cuatro nietos. Su esposa falleció en julio. Mark Mueller, nacido el día cuando su padre empató el record de jonrones, jugó beisbol de ligas menores.
Cuarenta años después de su dramático jonrón, Thomson recordó el impacto del sencillo de Mueller y también de su lesión.
Mientras Thomson se acercaba a la caja de bateo, notó que Mueller no se levantaba en tercera base. Eso le quitó la presión.
“En vez de pensar que era el próximo bateador, veo a Don tirado en el suelo”, Thomson le dijo a Dave Anderson del The New York Times. “Mi mente se salió por completo del juego”.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
Don Mueller, el jardinero de los Gigantes de Nueva York quién fue conocido como Mandrake el Mago por su habilidad para batear la pelota por los huecos del infield y quién se aprovechó de eso para ayudar a servir la escena para el jonrón de Bobby Thomson que ganó el banderín de la Liga Nacional en 1951 ante los Dodgers de Brooklyn, falleció este miércoles 28 de diciembre de 2011 en Chesterfield, Mo.
Don Mueller, dos veces integrante del equipo Todos Estrellas con los Gigantes, tuvo promedio de bateo vitalicio de .296.
Su deceso fue informado por sus familiares.
Mueller fue uno de los mejores bateadores de sencillos de su época, pocas veces se ponchaba. Su magia como bateador nunca fue más necesitada que aquella tarde del 03 de octubre de 1951.
Los Gigantes habían desarrollado una gran remontada para igualar a los Dodgers en el primer lugar de la Liga Nacional. En el juego final de un play off de tres desafíos, perdían 4-1 en Polo Grounds cuando iban para el cierre del noveno episodio.
Alvin Dark abrió con sencillo ante Don Newcombe. Cuando el zurdo Mueller entró al cajón de bateo, Gil Hodges, el primera base de los Dodgers, se acercó a la almohadilla. Mueller se dio cuenta.
“Vi ese hueco parado ahí como un venado en temporada de caza”, le dijo a Thomas Kiernan en el libro “Miracle at Coogan’s Bluff”.
“Y me propuse aprovecharlo. Yo era un bateador de huecos, siempre trataba de batear la pelota hacia donde estaba el hueco más grande. Si Hodges estaba jugando paralelo a la base, en vez de atrás de Dark, trataría de batear la pelota por el medio”.
Mueller dirigió una recta a la derecha de Hodges, justo fuera de su alcance. Para mantener su apodo tomado de las tiras cómicas de un mago creado por Lee Falk en la década de 1930, su sencillo al hueco envió a Dark para la antesala.
Luego que Monte Irvin fallara con elevado de foul y Whitey Lockman soltara doblete a la izquierda, Mueller se deslizó con dificultades en tercera base, se lesionó los ligamentos y tendones del tobillo izquierdo. Fue sacado del terreno en una camilla. Clint Hartung, jardinero de reserva, corrió por él.
Ralph Branca sustituyó a Newcombe, y momentos después Thomson despachó vuelacercas de tres carreras a las gradas bajas del left field, para darle a los Gigantes una victoria 5-4 y el banderín de la Liga Nacional. El hecho fue conocido como “el batazo que se escuchó alrededor del mundo”.
Mueller yacía en una mesa del clubhouse cuando oyó el bramido de la multitud. “No podía saber que no era nada bueno para los Dodgers porque había muchos aficionados de Brooklyn en el estadio”, le dijo a Ray Robinson en “The Home Run Heard ‘Round the World”. “No había radio en el clubhouse. Pero supe muy rápido lo que había ocurrido una vez que los jugadores regresaron al clubhouse y empezaron a derramar champaña sobre mi tobillo lesionado”.
Donald Frederick Mueller nació el 14 de abril de 1927, en San Luis. Era hijo de Walter Mueller, un jardinero de los Piratas de Pittsburgh en los años de 1920. Debutó con los Gigantes en 1948.
Aunque nunca fue un bateador de poder, bateó tres jonrones en un juego ante los Dodgers en Polo Grounds el 01 de septiembre de 1951, y dos más ante el mismo equipo el día siguiente. Su quinto jonrón en dos días, que empató un record de Grandes Ligas, ocurrió segundos después que fuera informado que su esposa Genevieve había parido un niño.
La lesión del tobillo impidió que Mueller jugara en la Serie Mundial de 1951, en la cual los Gigantes perdieron ante los Yanquis. Bateó .342 con el liderato de imparables de la liga (212) en 1954 y bateó .389 cuando los Gigantes barrieron a los Indios de Cleveland en la Serie Mundial de ese año.
Fue vendido a los Medias Blancas de Chicago en marzo de 1958 y se retiró a comienzos de la temporada de 1959 con un promedio de bateo vitalicio de .296 en 12 temporadas. Fue parte del equipo Todos Estrellas en 1954 y ’55.
A Mueller quién vivía en Maryland Heights, Mo., antes de entrar a un hogar de cuidados en Chesterfield, le sobreviven sus hijos, Mark, Kurt y Doug; un hermano Leroy; y cuatro nietos. Su esposa falleció en julio. Mark Mueller, nacido el día cuando su padre empató el record de jonrones, jugó beisbol de ligas menores.
Cuarenta años después de su dramático jonrón, Thomson recordó el impacto del sencillo de Mueller y también de su lesión.
Mientras Thomson se acercaba a la caja de bateo, notó que Mueller no se levantaba en tercera base. Eso le quitó la presión.
“En vez de pensar que era el próximo bateador, veo a Don tirado en el suelo”, Thomson le dijo a Dave Anderson del The New York Times. “Mi mente se salió por completo del juego”.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
Cuando apoyas a un equipo que no es de tu ciudad
George Vecsey . NYT.
“¿Por qué se enamoran los tontos?” Una gran canción “viejita”.
Pero hay otra pregunta para los aficionados a los deportes: ¿Qué lleva a las almas independientes a simpatizar por equipos de otro lugar distinto a la región donde viven?”.
Este fenómeno me impresionó el año pasado mientras hablaba de mi biografía de Stan Musial en Nueva York.
Claro que había aficionados de Musial de cierta edad quienes habían visto a “Stan the Man” aterrorizar Polo Grounds y Ebbets Field.
Claro que había gente de Missouri e Illinois quienes crecieron como aficionados de los Cardenales y emigraron a Nueva York por trabajo o amor. Los aficionados de los Cardenales se congregan periódicamente en Foaley’s, cerca de Herald Square para aupar al equipo de su niñez, frente a la pantalla de los televisores. Pero otros aficionados de los Cardenales originarios del área metropolitana simplemente les gustaban los Cardenales por los pájaros rojos de sus uniformes, por los saltos mortales de Ozzie Smith, por la resistencia hogareña a los coqueteos de los Yanquis y los Mets.
Este fenómeno trasciende al beisbol. En Nueva York encuentro aficionados de los Packers que nunca han vivido en Wisconsin, aficionados de los Canadiens que nunca han vivido en La Belle Province, aficionados de los Celtics quienes admiran a Russell y Bird y Pierce pero no tienen ni una traza de acento bostoniano. El cable trae deportes a nuestros hogares y bares, y hace que los aficionados escojan un equipo distinto de su hábitat natural.
Cuando trabajaba en Newsday hace muchos años, el gruñón de nuestra oficina Dick Clemente era un gran aficionado de los Tigres. Era de Nassau Conty. Imaginense. Clemente aupaba a Kaline y compañía con tal énfasis que el editor deportivo solía asignarle para cubrir un juego de los Tigres en Yankee Stadium de vez en cuando, sólo para verlo feliz. ¿Por qué Clemente aupaba a los Tigres? No tenía una razón para cada cosa.
Voy a contar mi historia. Cuando era niño, mi padre trajo a casa la autobiografía de Sid Luckman, el gran mariscal de campo de los Bears de Chicago, probablemente una copia extra de la sección deportiva donde trabajaba. Fue la primera biografía deportiva que leí.
Luckman era un muchacho de Brooklyn, judío como muchos de mis amigos, y de la Columbia University, esa gran institución de nuestra ciudad. El libro se paseaba por episodios tristes de la infancia de Luckman, ¿quién lo diría?, pero dejó una gran impresión en mí. Cuando dibujaba en la escuela, boceteaba el uniforme de los Bears.
Hasta el día de hoy, mientras mantengo un respeto sano por los Gigantes y los Jets y otros equipos que cubro, admito que reviso los resultados cada lunes para ver como les fue a los Bears. Sé que están de séptimos u octavos entrando al último fin de semana de la temporada; pero cubrí su victoria en el Super Bowl de 1986 y nunca los aupé ni una vez, al menos no lo exterioricé.
¿Aficionados al futbol? Ese es un género completamente distinto. Siempre le pregunto a los británicos porque aúpan a su equipo. ¿Chelsea o Arsenal o Tottenham? Me gustan las respuestas, están afianzadas en otra cultura, una que exploraré más adelante.
Si aupas a un equipo que no es de tu región, o conoces a alguien que lo hace, ¿puedes dar algunos detalles? ¿Cómo funciona eso para cada quién? Tal vez aprenderemos algo sobre los extraños hábitos de los aficionados a los deportes.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
“¿Por qué se enamoran los tontos?” Una gran canción “viejita”.
Pero hay otra pregunta para los aficionados a los deportes: ¿Qué lleva a las almas independientes a simpatizar por equipos de otro lugar distinto a la región donde viven?”.
Este fenómeno me impresionó el año pasado mientras hablaba de mi biografía de Stan Musial en Nueva York.
Claro que había aficionados de Musial de cierta edad quienes habían visto a “Stan the Man” aterrorizar Polo Grounds y Ebbets Field.
Claro que había gente de Missouri e Illinois quienes crecieron como aficionados de los Cardenales y emigraron a Nueva York por trabajo o amor. Los aficionados de los Cardenales se congregan periódicamente en Foaley’s, cerca de Herald Square para aupar al equipo de su niñez, frente a la pantalla de los televisores. Pero otros aficionados de los Cardenales originarios del área metropolitana simplemente les gustaban los Cardenales por los pájaros rojos de sus uniformes, por los saltos mortales de Ozzie Smith, por la resistencia hogareña a los coqueteos de los Yanquis y los Mets.
Este fenómeno trasciende al beisbol. En Nueva York encuentro aficionados de los Packers que nunca han vivido en Wisconsin, aficionados de los Canadiens que nunca han vivido en La Belle Province, aficionados de los Celtics quienes admiran a Russell y Bird y Pierce pero no tienen ni una traza de acento bostoniano. El cable trae deportes a nuestros hogares y bares, y hace que los aficionados escojan un equipo distinto de su hábitat natural.
Cuando trabajaba en Newsday hace muchos años, el gruñón de nuestra oficina Dick Clemente era un gran aficionado de los Tigres. Era de Nassau Conty. Imaginense. Clemente aupaba a Kaline y compañía con tal énfasis que el editor deportivo solía asignarle para cubrir un juego de los Tigres en Yankee Stadium de vez en cuando, sólo para verlo feliz. ¿Por qué Clemente aupaba a los Tigres? No tenía una razón para cada cosa.
Voy a contar mi historia. Cuando era niño, mi padre trajo a casa la autobiografía de Sid Luckman, el gran mariscal de campo de los Bears de Chicago, probablemente una copia extra de la sección deportiva donde trabajaba. Fue la primera biografía deportiva que leí.
Luckman era un muchacho de Brooklyn, judío como muchos de mis amigos, y de la Columbia University, esa gran institución de nuestra ciudad. El libro se paseaba por episodios tristes de la infancia de Luckman, ¿quién lo diría?, pero dejó una gran impresión en mí. Cuando dibujaba en la escuela, boceteaba el uniforme de los Bears.
Hasta el día de hoy, mientras mantengo un respeto sano por los Gigantes y los Jets y otros equipos que cubro, admito que reviso los resultados cada lunes para ver como les fue a los Bears. Sé que están de séptimos u octavos entrando al último fin de semana de la temporada; pero cubrí su victoria en el Super Bowl de 1986 y nunca los aupé ni una vez, al menos no lo exterioricé.
¿Aficionados al futbol? Ese es un género completamente distinto. Siempre le pregunto a los británicos porque aúpan a su equipo. ¿Chelsea o Arsenal o Tottenham? Me gustan las respuestas, están afianzadas en otra cultura, una que exploraré más adelante.
Si aupas a un equipo que no es de tu región, o conoces a alguien que lo hace, ¿puedes dar algunos detalles? ¿Cómo funciona eso para cada quién? Tal vez aprenderemos algo sobre los extraños hábitos de los aficionados a los deportes.
Traducción: Alfonso L. Tusa C.
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